No recuerdo cuántos años tendría cuando vi un coyote por primera vez. No me
refiero a la televisión, o a los dibujos animados del Correcaminos, ni siquiera
a una visita al zoo. Quiero decir verlo de verdad, a unos metros de distancia, en
carne y hueso, desde la ventana de la cocina. No me dio miedo en aquel momento,
al fin y al cabo, yo estaba dentro de la casa, y él afuera, pero en mi memoria
están grabados con nitidez el impacto que me causó y la sensación de estar
viendo no a un animal salvaje, sino a un perro grande y delgado, tan delgado
que podías contar sus costillas. Se encontraba en el patio de atrás de la casa.
La parte que daba a la calle contaba con una valla blanca, igual a la que
tenían todas las casas en el barrio, y que también separaba nuestro patio del
de los vecinos de cada lado, pero por la parte trasera, a modo de frontera
natural, lo único que había era una hendidura en la tierra, flanqueada por
arbustos secos. En algún momento aquella larguísima franja, que también
delimitaba los terrenos de muchos vecinos, debió ser un riachuelo, pero nunca
vi correr agua alguna por allí. Cuando tiempo después lo contaba emocionado al
resto de la familia, mi padre sugirió que era aquél el punto por el que habría
entrado, y a partir de entonces, ya no hubo otra explicación posible.
No sé cuánto llevaría allí el coyote cuando me percaté de su presencia. Él,
por su parte, nunca se dio cuenta de que yo era testigo silencioso de su visita.
Lo inspeccionaba todo, olisqueando con interés, como si la vista no fuera
suficiente y precisara también del olfato para asegurarse de la realidad de lo
que se encontraba frente a él, para confirmar que lo que sus ojos veían era lo
que, en efecto, parecía. En algún momento tuvimos una huerta, pero solo
quedaban unas yerbas secas donde habían crecido tomates, pimientos y
calabacines. Habían pasado años desde que en aquel jardín había crecido
hortaliza alguna pero allí es donde el coyote centró casi toda su atención. Al
final, levantó su cabeza, con aire de decepción, y se fue. No había nada que
comer, así que qué sentido tenía permanecer en aquel lugar. No volví a verle.
Nada realmente interesante había pasado, salvo el hecho de que, hasta aquel
momento, nunca había visto un coyote. Como es lógico, describí con pelos y
señales aquel suceso a amigos, familia y extraños, a todos con los que, de
alguna manera, quería presentarme como alguien interesante, alguien que tenía
algo que decir. A veces incluía en mi relato hechos que nunca habían sucedido,
como cuando el coyote en un momento dado clavó su mirada en la mía y sentí que me
atacaría si no era capaz de sostenérsela. Todo falso, claro. Llegaron estas
adiciones hasta el punto de que el episodio en si comenzó a adquirir un tinte
onírico, y ya no estaba muy seguro de lo que era realidad y lo que era
ensoñación de un niño. Lo que siempre sucedía cuando incluía mi anécdota con el
coyote en una conversación, es que alguien que comentaba que aquel raquítico
animal podía ser peligroso si se encontraba con un niño, o una mascota pequeña.
El hambre —y nadie nunca se había encontrado con un coyote que no estuviera
hambriento—, podía hacer que aquel triste animal, hecho en apariencia tan solo
de dientes, piel y huesos, se tornara en una bestia salvaje y peligrosa.
Poco después, vino el fin del mundo. Lo de siempre. La Humanidad lo estropeó
todo y la naturaleza volvió a tomar las riendas.
Era un hombre frente a mí, pero yo veía un coyote. Sucio, delgado,
raquítico, hambriento. Un hombre-coyote. El mundo se llenó de ellos después del
apocalipsis.
Los que decidimos vivir en la naturaleza, poco a poco logramos salir
adelante, pero hubo un tiempo en que las ciudades estaban repletas de futuros
hombres-coyote. Quizás confiaban que todo volvería a ser como antaño, que no
era posible que la sociedad se hundiera así para siempre, alguien arreglaría
aquel desaguisado, y aprenderíamos de aquel desastre, y seríamos mejores, más
fuertes, más unidos. Nunca sucedió. Fueron muriendo, al principio uno a uno, y
luego de diez en diez, de cien en cien, de mil en mil... Algunos consiguieron
abandonar aquellas jaulas de hormigón y ladrillo, al tiempo que la naturaleza
comenzaba a reclamar como suyo aquel territorio. Ya no quedan ciudades. Ahora
todo aquello es campo.
—Ayúdeme por favor —creí que decía, aunque en realidad apenas le oí, era solo
un lamento inaudible el sonido que salió de su boca, imposible entenderle, como
no se comprende qué grita el trueno o qué susurra la lluvia al golpear los
cristales. Pero qué otra cosa podría decir aquel pobre espantajo. Su ropa estaba sucia y
casi deshecha, el pelo largo y enmarañado, la barba descontrolada, las uñas negras,
largas y rotas. Había aparecido en mi huerta, de repente, sin que me percatara de
por dónde había entrado, y creo que eso fue lo que me hizo recordar al coyote
de mi infancia.
La naturaleza no es cruel. Solo los hombres pueden serlo. El invierno, por
ejemplo, puede ser frío, traer consigo lluvia, nieve, hielo, hacerte la vida y
la supervivencia difícil, pero al invierno qué más le das tú. Si no existieras,
seguiría siendo el mismo, no experimentaría cambio alguno. Cuando sin decir
palabra estrellé mi azadón con todas mis fuerzas en la cabeza del hombre-coyote,
tal vez estaba siendo cruel. Cuando seguí golpeando su cráneo hasta asegurarme
que había muerto, ya no había lugar a la duda. Quizás hubiera merecido mi
ayuda, mi caridad, mi misericordia, pero un coyote hambriento es un peligro,
eso todo el mundo lo sabe, y yo tenía un niño, mi propio hijo, observando desde
detrás del cristal de la ventana de la cocina.
Esta era la primera vez que veía un coyote.