miércoles, 20 de marzo de 2024

El coyote

No recuerdo cuántos años tendría cuando vi un coyote por primera vez. No me refiero a la televisión, o a los dibujos animados del Correcaminos, ni siquiera a una visita al zoo. Quiero decir verlo de verdad, a unos metros de distancia, en carne y hueso, desde la ventana de la cocina. No me dio miedo en aquel momento, al fin y al cabo, yo estaba dentro de la casa, y él afuera, pero en mi memoria están grabados con nitidez el impacto que me causó y la sensación de estar viendo no a un animal salvaje, sino a un perro grande y delgado, tan delgado que podías contar sus costillas. Se encontraba en el patio de atrás de la casa. La parte que daba a la calle contaba con una valla blanca, igual a la que tenían todas las casas en el barrio, y que también separaba nuestro patio del de los vecinos de cada lado, pero por la parte trasera, a modo de frontera natural, lo único que había era una hendidura en la tierra, flanqueada por arbustos secos. En algún momento aquella larguísima franja, que también delimitaba los terrenos de muchos vecinos, debió ser un riachuelo, pero nunca vi correr agua alguna por allí. Cuando tiempo después lo contaba emocionado al resto de la familia, mi padre sugirió que era aquél el punto por el que habría entrado, y a partir de entonces, ya no hubo otra explicación posible.

No sé cuánto llevaría allí el coyote cuando me percaté de su presencia. Él, por su parte, nunca se dio cuenta de que yo era testigo silencioso de su visita. Lo inspeccionaba todo, olisqueando con interés, como si la vista no fuera suficiente y precisara también del olfato para asegurarse de la realidad de lo que se encontraba frente a él, para confirmar que lo que sus ojos veían era lo que, en efecto, parecía. En algún momento tuvimos una huerta, pero solo quedaban unas yerbas secas donde habían crecido tomates, pimientos y calabacines. Habían pasado años desde que en aquel jardín había crecido hortaliza alguna pero allí es donde el coyote centró casi toda su atención. Al final, levantó su cabeza, con aire de decepción, y se fue. No había nada que comer, así que qué sentido tenía permanecer en aquel lugar. No volví a verle.

Nada realmente interesante había pasado, salvo el hecho de que, hasta aquel momento, nunca había visto un coyote. Como es lógico, describí con pelos y señales aquel suceso a amigos, familia y extraños, a todos con los que, de alguna manera, quería presentarme como alguien interesante, alguien que tenía algo que decir. A veces incluía en mi relato hechos que nunca habían sucedido, como cuando el coyote en un momento dado clavó su mirada en la mía y sentí que me atacaría si no era capaz de sostenérsela. Todo falso, claro. Llegaron estas adiciones hasta el punto de que el episodio en si comenzó a adquirir un tinte onírico, y ya no estaba muy seguro de lo que era realidad y lo que era ensoñación de un niño. Lo que siempre sucedía cuando incluía mi anécdota con el coyote en una conversación, es que alguien que comentaba que aquel raquítico animal podía ser peligroso si se encontraba con un niño, o una mascota pequeña. El hambre ­—y nadie nunca se había encontrado con un coyote que no estuviera hambriento—, podía hacer que aquel triste animal, hecho en apariencia tan solo de dientes, piel y huesos, se tornara en una bestia salvaje y peligrosa.

Poco después, vino el fin del mundo. Lo de siempre. La Humanidad lo estropeó todo y la naturaleza volvió a tomar las riendas.

 

Era un hombre frente a mí, pero yo veía un coyote. Sucio, delgado, raquítico, hambriento. Un hombre-coyote. El mundo se llenó de ellos después del apocalipsis.

Los que decidimos vivir en la naturaleza, poco a poco logramos salir adelante, pero hubo un tiempo en que las ciudades estaban repletas de futuros hombres-coyote. Quizás confiaban que todo volvería a ser como antaño, que no era posible que la sociedad se hundiera así para siempre, alguien arreglaría aquel desaguisado, y aprenderíamos de aquel desastre, y seríamos mejores, más fuertes, más unidos. Nunca sucedió. Fueron muriendo, al principio uno a uno, y luego de diez en diez, de cien en cien, de mil en mil... Algunos consiguieron abandonar aquellas jaulas de hormigón y ladrillo, al tiempo que la naturaleza comenzaba a reclamar como suyo aquel territorio. Ya no quedan ciudades. Ahora todo aquello es campo.

—Ayúdeme por favor —creí que decía, aunque en realidad apenas le oí, era solo un lamento inaudible el sonido que salió de su boca, imposible entenderle, como no se comprende qué grita el trueno o qué susurra la lluvia al golpear los cristales. Pero qué otra cosa podría decir  aquel pobre espantajo. Su ropa estaba sucia y casi deshecha, el pelo largo y enmarañado, la barba descontrolada, las uñas negras, largas y rotas. Había aparecido en mi huerta, de repente, sin que me percatara de por dónde había entrado, y creo que eso fue lo que me hizo recordar al coyote de mi infancia.

La naturaleza no es cruel. Solo los hombres pueden serlo. El invierno, por ejemplo, puede ser frío, traer consigo lluvia, nieve, hielo, hacerte la vida y la supervivencia difícil, pero al invierno qué más le das tú. Si no existieras, seguiría siendo el mismo, no experimentaría cambio alguno. Cuando sin decir palabra estrellé mi azadón con todas mis fuerzas en la cabeza del hombre-coyote, tal vez estaba siendo cruel. Cuando seguí golpeando su cráneo hasta asegurarme que había muerto, ya no había lugar a la duda. Quizás hubiera merecido mi ayuda, mi caridad, mi misericordia, pero un coyote hambriento es un peligro, eso todo el mundo lo sabe, y yo tenía un niño, mi propio hijo, observando desde detrás del cristal de la ventana de la cocina.

Esta era la primera vez que veía un coyote.


sábado, 26 de junio de 2021

¡A la carga!

Debíamos acometer la colina por su cara sur. Esa era la estrategia. Arriesgada, sí. Quizás suicida, vale. Pero no cabía otra.

—Subteniente, faltan cinco minutos para las dos. —García, mi fiel escudero apenas podía mantener sus nervios bajo control. Aun así, confiaba en él con los ojos cerrados. Nadie mejor que García para cubrirme las espaldas.

—Teniente, me temo —le respondí—. Acaban de comunicármelo. Esperemos que no sea un ascenso póstumo.

—¿Póstumo? Oh, no. Aunque, la verdad, no sé qué significa esa palabra, señor… Esto… Teniente.

—Bueno, da igual, da la orden, y que comience la batalla. Antes de las once y media, sí o sí, la cima debe ser nuestra.

García cumplió mi encargo sin dudarlo. No había nadie como él para gritar «¡A la carga!». Te erizaba el vello al oírlo. Sólo por eso merecía el puesto.

Nuestra tropa comenzó el asalto tras el épico berrido de García. Siguiendo el plan, emprendimos el asalto a la carrera, desde todos los flancos. Aún no era hora de mostrar nuestras verdaderas cartas. En esta escaramuza, el enemigo gastaría la mayor parte de la munición. A costa de nuestras bajas, sí, pero había que hacer ese sacrificio.

—Mi teniente, estamos cayendo como moscas —me gritó García, a la par que nos refugiábamos de los proyectiles que volaban por todas partes.

—Capitán segundo, García. Me han vuelto a ascender.

—Oh, vaya. Enhorabuena, señor.

—Gracias, pero deja los plácemes para otro momento.

—¿Los placequé?

—Da igual, García, da igual. Adelante, con la segunda parte del plan: transmite la siguiente orden.

Se irguió mi fiel compañero en el fragor de la batalla, y allí permaneció, de pie, incólume, mientras que a su alrededor arreciaba el fuego enemigo. Como si hubiera sido elegido por los dioses del Olimpo y tendieran un manto protector e invisible a su alrededor. Como si aquel gesto heroico no fuera suficiente, a continuación, desafiando a la suerte y a la puntería contraria, rugió García como el más feroz de los leones: «¡A la cargaaaaa!».

A nadie se nos escapaba el hecho de que ese «a la carga» era el mismo grito de guerra que antes, pero alargando las vocales finales. Repetitivo, puede. Simple, igual también. Pero García insistió en volver a utilizarlo y es que, de diccionarios o escalafones militares, García no sabría, pero de lo que sí era consciente era de lo bien que le salía ese grito primario. Qué épica le daba, Dios mío, qué épica.

Su alarido resonó en todo el campo de batalla, y de pronto, tal y como habíamos planeado, una oleada de soldados apareció por todas partes y atacó a tumba abierta la colina; esta vez, a diferencia del ataque anterior, todos nos dirigimos a su cara sur. El enemigo se sorprendió, no esperaban aquella jugada. La batalla sería nuestra. García, aún erguido, me sonrió. Yo aún seguía a cubierto, mirándole desde el suelo, y no pude más que apreciar embelesado su gesto. Era una sonrisa de orgullo, de triunfo: un instante mágico. Como era de esperar, tras aquella perfección, los malditos y crueles dioses escogieron aquel momento para retirar a su héroe su protección y, apenas un segundo más tarde, un proyectil se estampaba contra la cara de García.

—¡Oh, no! —aullé, roto mi corazón, mientras mi querido amigo caía al suelo como un títere al que cortan los hilos. Me arrastré hasta él, y casi con lágrimas en los ojos le sostuve entre mis brazos.

—Capitán —dijo, con un hilo de voz—, la batalla es nuestra, tal y como habíamos planeado —tosió una vez, y recobrando el aliento continuó—. Maldita sea, no podré verlo. Me hubiera gustado tanto participar de su victoria…

—Es coronel, García, pero da igual, ya sabes cómo está lo de los ascensos. Este triunfo es de los dos. ¿Qué digo de los dos? Es de todos —alcé un poco la voz en aquel momento, puesto que una pequeña audiencia se había congregado a nuestro alrededor— ¡DE TODOS! ¡LA COLINA ES NUESTRA! —me levanté de forma teatral, dejando a García en la arena, e izando el puño, arengué a nuestro ejército, tal y como había ensayado. Todos explotaron en vítores y cánticos, nos auparon a mí y a García, al que la bola de arena lo único que había hecho, después de todo, era romperle las gafas, y allí, a hombros de nuestros compañeros contemplamos (García un poco borroso, ya que las gafas habían perdido un cristal) como los de Tercero A huían con el rabo entre las piernas.

Fue difícil explicar todo aquello al director. La «entrevista» no comenzó bien. Por lo visto estaba prohibido «jugar» en el montículo de arena que habían dejado los albañiles que estaban reparando el patio del recreo.

En segundo lugar, decía el director, había ahora al menos treinta niños con distintos grados de magulladuras, y todos llenos de arena. Ahí intenté explicarle que eso lo hablara con Antúnez, de Tercero A. Fue idea suya mojar la arena para poder hacer las bolas y defender su posición. Una semana llevaba Tercero A en la cima, por el simple hecho de salir tres minutos antes al recreo que el resto. Antúnez, en cualquier caso, ya no tendría tan buena fama en su clase: era él el defensor de la infame cara sur del montículo.

—¿Todo bien, coronel? —me susurró García cuando, de vuelta, me sentaba en mi asiento.

—Ahora soy mariscal —respondí en voz baja.

—¿Mariscal? ¡Oh, no! —dijo compungido—. Aunque no sé lo que es eso.

—Da igual. Pues no te lo vas a creer, pero nos han castigado y van a hablar con nuestros padres.

—Pero… ¿cómo? Que hemos unido a Tercero B y a Tercero C. Es injusto.

—Lo es. Quieren robarnos nuestro momento de gloria, García. Ya sabes lo que hay que hacer. La tercera parte del plan.

García asintió, y muy serio se levantó de pronto de su pupitre, en plena lección de inglés, e hinchando sus pulmones gritó:

—¡A la cargaaaaaaa!

 

 

miércoles, 9 de junio de 2021

Cae la noche

    Cae la noche y aquí sigo, juntando palabras, pero hoy, en algún lugar de mi cabeza hay algo que me distrae y las frases no salen certeras y exactas. Pienso en mis padres. Aguantan aún, y el hecho de que ya no sea ningún crío me ha hecho darme cuenta del inexorable paso del tiempo.

    Inexorable. Menudo palabro.

    Frases certeras y exactas. Vamos, anda.

    No encuentro las palabras, hoy no vienen. Hoy está lejos la inspiración.

    En mi cabeza sigue rondando la imagen de mis padres. Me recuerdan, sin decirlo, que algún día yo seré como ellos (seré ellos), y ahora, que pasaron suficientes años y ya no me siento inmortal, me asfixia esta sensación de saber que se me acaba el tiempo.

    Por eso insisto en enfrentarme al papel en blanco (a la pantalla del ordenador).

    Por eso me empeño en escribir, y borrar, y volver a escribir.   

    Por eso… ¿Es por eso?

    No lo sé. Hoy apenas sé nada. Hoy solo me salen palabras como «inexorable», o «frases certeras y exactas», y no es eso lo que quiero, no. Quiero escribir algo que sea… ¿verdad? Quizás «verdad» no sea la palabra. Y es que hoy todo me suena a artificio. Hoy todo parece mentira.

    Hoy no voy a escribir la gran obra que me dará la gloria. De estas teclas no saldrán esta noche las líneas que me harán perdurar en la memoria de los otros. Quizás mañana tampoco. Es probable que nunca. Debería irme a dormir. Debería olvidarme de escribir, y de soñar tonterías. Tantos deberías, y tan poco tiempo.

    Cae la noche y aquí sigo, juntando palabras.

sábado, 9 de mayo de 2020

Videollamada a las ocho y media


Manuela se miró al espejo del aparador, de camino al salón, y soltó un momento el andador para ahuecarse un poco el pelo. Hacía mucho tiempo que necesitaba pasarse por la peluquería, pero ya vendría el momento de poder hacerlo. Y, sin embargo…
Retomó su camino, no sin antes volver a asegurarse que llevaba el teléfono móvil en el bolsillo de la bata. Con lo que costaba hacer el camino del dormitorio al salón, como para tener que volver a hacerlo porque llegara la hora de la videollamada y, como ayer, se hubiera dejado el móvil cargando encima de la mesilla. Su hijo Carlos le había dicho que, para utilizar el móvil, lo hiciera en el salón, que había mejor cobertura, pero alguien le había dejado enchufado el cargador allí en la mesilla, y a ella le daba cierto miedo cambiarlo de sitio, no fuera a estropearse. Pero bueno, ya cuando esto acabase se pasaría su nieta Cristina por allí y se lo pediría. Aunque, para entonces…
Manuela colocó el móvil en la mesita, apoyado en un par de bobinas de hilo, sobre uno de sus lados, y con la pantalla mirando hacia ella. Sujetarlo en las manos todo el tiempo, durante la llamada, le cansaba mucho el brazo. Tenía que ir al médico, ya le dijeron que igual había que poner una prótesis. Hasta tenía una cita con el traumatólogo, pero la habían cancelado por lo del virus. Ya le llamarían para hacerla. Y aun así…
Se acomodó en el sillón. Todavía quedaba para que sonara el móvil. No eran las ocho. Lo sabía porque aún no se escuchaban los aplausos afuera. Su hija Pilar le había regalado aquel móvil, que era igual de incomprensible para ella que el anterior. Mira que le había explicado veces su nieta Cristina cómo ver los mensajes y cómo borrarlos. Lo entendía en el momento, pero en cuanto Cristina salía por la puerta era como si todo lo aprendido se borrara de su memoria. Al menos con estas «videollamadas», era fácil. Cuando empezaba a sonar, le daba al símbolo que aparecía en la pantalla, y que Cristina le había dicho que era una cámara y ya está. Como si fuera magia aparecían allí, en la pantalla, sus hijos: Carlos, Pilar, e incluso Alberto, que vive en Alemania desde hacía tres años. Podía verlos, y hablar con ellos. Ellos le veían a ella, y aunque a veces seguir la conversación era complicado, a ella se le iluminaba el corazón solo de verlos. Eso los domingos, como hoy, pero el resto de días también hablaba con ellos, uno a uno. Cada día. Se turnaban. No tenía muy claro qué día le tocaba a cada uno, pero le daba igual. Ellos sabían.
Y es por eso que Manuela se sentía muy culpable.
Por la tele veía el sufrimiento de estos días, las familias destrozadas, los médicos y las enfermeras al borde del llanto, el aislamiento en casa, tantos niños y adultos sin poder salir. Y ella, sin embargo, estaba mejor que nunca.
Sí, antes su nieta Cristina venía a verla, pero desde que se había echado novio sus visitas se habían espaciado y cada vez eran más cortas. Normal, ella era una mujercita, tenía que estar a sus cosas, no haciéndole caso a una vieja como ella, que ni siquiera sabía usar el móvil.
Sus vecinos antes casi ni la miraban. Ahora se interesaban por ella, se ofrecían a hacerle la compra, incluso le traían comida recién hecha. Vaya mano que tenían algunos con la cocina. Hasta estaba engordando.
Sus hijos antes no venían de visita. Ella lo entendía, pero es que casi nunca llamaban, y cuando lo hacían siempre parecía que tuvieran prisa. Ahora no pasa un día sin hablar con al menos uno de ellos. Y no solo hablaba. Los veía.
Y es por eso que Manuela duerme con remordimientos. Y ni siquiera se atreve a decírselo a nadie. Porque Manuela reza cada noche para que, a ser posible, este confinamiento dure todavía un poco más. No mucho, no. Pero sí un poco más.
Dan las ocho y media, y suena el móvil. Aparece ese dibujito que Cristina dice que es una cámara. De dónde sacarán esas ideas los jóvenes. Manuela sonríe cuando aparecen sus hijos en la pantalla. «Sólo un poco más», piensa. Sólo un poco más.


viernes, 8 de mayo de 2020

Atraco a las diez

Peralta arrugó el ceño al ver entrar a los cinco viejos en el banco. Hasta ahora, el nuevo empleado de seguridad había cumplido con su labor, dejando a entrar a los clientes de uno en uno. A Peralta no le había hecho gracia que nadie le hubiera avisado de que por fin le enviaban al nuevo «segurata». Cuando llegó a abrir por la mañana ya estaba en la puerta, esperando y con la mascarilla puesta.
—Al que madruga Dios le ayuda —le dijo, ufano.
Peralta torció el gesto. Nunca le habían gustado los refranes. Además, de primeras no le dio buena impresión: el uniforme le venía grande, y aunque no le veía la cara con la dichosa mascarilla, se podía adivinar que era mucho más mayor de lo que cabía esperar. Menos mal que su trabajo era sencillo: dejar entrar al público de uno en uno; hasta que no saliera el que estaba dentro, no entraba el siguiente. Fácil. Lo había hecho sin problemas hasta aquel momento, pero ahora, ¿a cuenta de qué entraban cinco a la vez?
Peralta miró la hora. Eran las diez ya, la hora de los mayores. Pero en lugar de entrar de uno en uno, allí estaban aquellos cinco viejos. Todos con sus mascarillas, como sus empleados (él no llevaba porque era el director y se había gastado una pasta en ortodoncia para que ahora no pudiera lucir su dentadura perfecta). Se sonrió al darse cuenta de que, además, los cinco clientes recién entrados llevaban su carrito de la compra, e iban en chándal. El mismo modelo. Seguro que se había puesto de moda.
—¡Esto es un atraco! —gritó uno de los recién llegados.
—¡Cuidadito con los botones de alarma, que me da el Parkinson y tiro del gatillo! —dijo otro.
Peralta pulsó el botón de alarma silenciosa. En menos de cinco minutos tendría allí a la policía. Serán mayores, pero también principiantes. Le hizo gracia ese pensamiento. Tenía que comentárselo a Yáñez, que siempre le reía las gracias.
—Peralta, a ver, abre el camino, que vamos a la cámara acorazada —dijo uno de los atracadores, encañonándolo con su arma y borrándole la sonrisa de golpe. Eso de que se supieran su nombre, no le gustaba nada.
—La cámara de seguridad tiene apertura retardada, no puede abrirse manualmente —dijo el director de la sucursal con un hilillo de voz.
—Tú tira para la cámara, y déjate de historias, Peraltita —respondió el atracador.
Peralta miró alrededor. Sus subordinados, sin embargo, le ignoraron. Incluso Yáñez, que debía haberse ofrecido a guiar él al viejo aquel en su lugar. Se sintió un poco defraudado. Vale que les había hecho la vida imposible a sus empleados durante el último año, pero aun así... Desagradecidos.
—Aquí es —dijo Peralta—. Pero ya le he dicho que, aunque meta el código, no se abre, porque tiene apertura…
—Mételo y cállate ya —le cortó el atracador.
Peralta tragó saliva. La policía estaba tardando mucho. El tipo se veía muy mayor, más de setenta años por lo menos. Por un instante se le ocurrió hacerle frente, pero en seguida recordó la escopeta que le apuntaba, y la idea se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos. Tendría que meter su código y la puerta no se abriría y aquel tipo la pagaría con él.
La puerta de la cámara se abrió. Los atracadores entraron y comenzaron a cargar los carritos de la compra con los billetes. Peralta no podía creerlo. Estaban robando SU banco. Unos viejos. ¿Y dónde estaba la policía?
Todo terminó en un pispás. Los atracadores salieron de allí, con sus carritos de la compra llenos de dinero, y se perdieron por las callejuelas, cada uno por un lado. Unos señores (y señoras) mayores con mascarilla, nada sospechoso. El de seguridad, al salir los atracadores, bloqueó la puerta y también desapareció. Era obvio que estaba conchabado.
Peralta siguió, con cara de tonto, empeñado en que la policía estaría al llegar. Al final, fue Yáñez el que les llamó por su móvil personal. La alarma no había sonado. El por qué no había funcionado y la razón por la que la cámara acorazada se abrió, sin esperar a su hora, siguieron siendo misterios durante un largo tiempo.
No tanto tiempo tardaron las cosas en volver a la normalidad en casi todos los sitios, entre ellos, el Centro de Día para Mayores. Si Peralta se hubiera pasado por allí hubiera visto a Matías y Eugenia, y a Fernando y Adelita, dos de las parejas a las que Peralta había vendido en el pasado acciones preferentes, cuando era un comercial sin escrúpulos y le daba igual llevarlos a la ruina con tal de cobrar una comisión. También estaba Zacarías, que hasta el día del atraco, no conocía a Peralta, pero que, casualidad, tenía un uniforme de la empresa de seguridad donde trabajó su hijo una época.
Además, Peralta hubiera visto a Raúl González, el informático al que, cuando trabajaba en la central, había despedido porque «ya estaba mayor» y «no estaba al día» de las nuevas tecnologías. No lo hubiera reconocido, claro. Hacía ya mucho de eso. Raúl González era un experto en COBOL, uno de esos lenguajes que tiene más de 60 años. Pero, aunque los nuevos programadores utilizan lenguajes más modernos y en boga para añadir funcionalidades, o para parchear lo ya existente, la primera capa de programación, al menos en el banco donde trabaja Peralta, está hecha en COBOL. Para Raúl no hubiera sido difícil introducir una variación que dejaran inservibles la alarma «silenciosa» a la policía o la apertura retardada de la alarma. Y si, por una de esas casualidades de la vida, el yerno de Raúl se apellidara Yáñez, e introdujera dicha modificación (por error, claro, faltaría más) en el terminal que usa en la sucursal, entonces, igual se haría realidad aquel refrán que dice que «más sabe el diablo por viejo, que por diablo».
A Peralta, no obstante, no le gustan los refranes.

martes, 10 de diciembre de 2019

Aventuras en el Mar


La sonrisa blanquísima de Corto resplandecía.
—Pon ya el cacharro ese en el ordenador —ordenó, haciendo un gesto apremiante con el revólver.
Mi primer instinto fue tirárselo a la cabeza, pero un gemido de Hugo me hizo entrar en razón. El torniquete y la venda improvisada que le había hecho para tapar la herida de bala evitarían que se desangrara, al menos a muy corto plazo, pero dos cosas estaban claras: que tenía que llevarlo a un hospital a la mayor brevedad, y que a Corto poco le importaba volver a apretar el gatillo.
—No es un «cacharro». En la antigüedad uno de estos costaba para muchos la totalidad de su salario mensual —le dije, mientras sostenía el objeto en mi mano.
—Vaya idiotas que eran —dijo.
Di un paso hacia atrás, a estribor, acercándome a la borda, y la sonrisa se borró de la cara de Corto. Alargué el brazo por encima de la barandilla.
—Lo puedo dejar caer, si te parece. —Las olas balanceaban el barco suavemente. El mar estaba en calma, pero si abría la mano y el objeto caía al mar, iba a ser casi imposible que Corto diera con él. Nunca fue un buen buceador.
—¿Estás loca? —dijo Corto. Y casi creí oír a Hugo decir lo mismo.
—Hagamos un trato. Te quedas con el «cacharro» y su contenido, pero nos dejas cerca de un hospital.
—¿Qué creías que os iba a dejar tirados en cualquier parte? —dijo Corto, otra vez su sonrisa malvada y blanquísima asomando entre la barba hirsuta.
—En efecto es lo que creo. Y si haces eso, Hugo no lo cuenta, y yo vete a saber. Así que igual lo dejo caer y así acabamos antes, ¿qué te parece?
—Está bien —asintió—, pero date prisa, o nos descubrirá algún satélite y en un abrir y cerrar de ojos tenemos aquí una patrullera.
—Tan lejos de la costa no creo —respondí, pero me alejé de la baranda. Ni por un momento creí que nuestro asaltante fuera a cumplir su palabra, pero al menos había que intentarlo.
La máquina en la que introduje el «cacharro», como le llamaba Corto, no era en realidad un ordenador como tal. Lo habíamos adaptado para recuperar la información de aquellos objetos que a principios del siglo XXI llamaban teléfonos móviles. Introduje aquel teléfono —el «cacharro»— en un compartimento estanco y la radiación infrarroja comenzó a liberarlo de la sal y la humedad de siglos bajo las aguas. De todos los que había recuperado hasta ahora, Hugo y yo, ése era el que estaba mejor conservado. Por alguna razón alguien lo había guardado en una caja de plástico hermética. Uno de los famosos «Tupperware». Y, si algo tiene el plástico, es que, a pesar de llevar siglos en las aguas saladas del océano Atlántico, no se había degradado ni una pizca
—¿Falta mucho? —preguntó Corto sobresaltándome. Me estaba concentrando en aquel teléfono, y debería hacerlo en Hugo, pero me asustaba encontrarme que el pobre idiota se me hubiera muerto ya.
—Ahora se conectará físicamente y le suministrará energía, descifrará el sistema operativo y descargará el contenido multimedia. —Tal y como terminé de hablar, un mensaje apareció en la pantalla del ordenador.
—Un fichero encontrado —leyó Corto—. ¿Sólo uno?
Me encogí de hombros. Yo también estaba decepcionada. El contenido multimedia de aquellos artefactos antiguos estaba muy valorado. Aún así, un solo vídeo era algo ridículo. Apenas pagaría por el alquiler de la lancha, y desde luego no hubiera merecido la pena arriesgarnos a que las patrulleras pudieran atraparnos. Al fin y al cabo, rescatar «cachivaches» en esa zona era ilegal. Aunque ya daba igual todo eso. Con Corto al mando, no íbamos a ver ni un céntimo.
—Ponlo —dijo, y me apuntó con el revólver. Me vi reflejada en las gafas de sol de Corto. Mi cuerpo blanco lechoso por la crema protectora que tanto Hugo como yo nos habíamos puesto contrastaba con la piel morena y cuarteada por el salitre de la persona que me amenazaba. Decían que la capa de ozono se estaba recuperando, pero lo que hacía Corto era puro suicidio. Seguro que el cáncer de piel si no había aparecido ya, aparecería pronto. Supongo que era un consuelo.
En la pantalla apareció un señor mayor, con barriga y poco pelo, vestido con la ridícula indumentaria que usaban en el XXI.
—¡Qué calentamiento global, ni qué leches! —dijo a la cámara— Os tienen comido el coco, como cuando lo de que aterrizamos en la luna. ¡Sí hombre, en la luna! Como si no se notara que es una película.
—No es una «teoría», es una realidad. Y siempre igual, cada vez que refresca, vienes con la misma historia. —La voz femenina que le respondía no salía en pantalla. Era probable que fuera la que estaba grabando el vídeo.
—Vaya idiota —se rió Corto de la grabación. Para él era difícil entender cómo pensaban en aquel tiempo y, a decir verdad, para mí también.
De pronto, todo se aceleró. Hugo se había levantado en silencio, a espaldas de Corto. No estaba muerto después de todo. Corto no era tonto, y en seguida adivinó que algo ocurría. Hugo, bastante más alto que Corto fue rápido, a pesar de la sangre que había perdido, y lo apresó por el cuello con su brazo, mientras se dejaba caer hacia atrás. Desesperado, Corto se agarró al ordenador modificado en el que estábamos viendo el vídeo rescatado del mar.
Todo acabó en un momento, Hugo y Corto cayeron por la borda, y con ellos el revólver, y el ordenador, con el teléfono móvil aún en su interior. Me asomé a la barandilla, esperando ver a alguien subir a la superficie, vivo o muerto. Pero nada subió. No perdí un segundo y me largué de allí con la lancha, ni siquiera apunté mi posición. Ya recuperaría el teléfono móvil o el cadáver de Hugo, sabía bien donde estábamos: justo encima de la Catedral de Cádiz. Otro día.

sábado, 9 de marzo de 2019

A que va a ser amor


Parece mentira. Que a mis años me enamore como un chaval. Seguro que es un desajuste de las hormonas, o que me he dado un golpe al salir de la ducha, vete a saber. Aunque siempre he tenido la cabeza muy dura, y en los análisis salvo el azúcar, todo bien. O, al menos, no mal del todo. Igual es amor, ya ves. El otro día me contaron un chiste: le preguntan a uno «¿Tú te casaste por interés o por amor?» y el tipo responde «Yo interés no tengo ninguno, así que va a ser que por amor». Pues éso. Que va a ser que es amor.
Y la cosa es que, si la miro, no veo en ella la cara más hermosa del mundo. A ver si me entiendes, no es una belleza que haga a los demás darse la vuelta cuando pasa. A lo mejor en algún momento lo fue, o quizás nunca llegó a serlo, no lo sé. Yo sé del aquí y el ahora, yo sólo sé de la cara que veo con estos ojos, este rostro que me dice del tiempo vivido y de las tristezas y los sinsabores, de las decepciones y los fracasos, pero también de las alegrías, las grandes y las pequeñas. Sobre todo, veo en ella las esperanzas y los sueños que a pesar de la vida y sus vueltas, se niegan a claudicar en su mirada. Si fuera amor, como el que cuentan los poetas y los escritores y toda esa gente almibarada, ¿no debía verla como salida de un cuadro, un ser angelical y perfecto, delicado y etéreo? A ver si no es amor, porque yo veo a una mujer real, con los pies en el suelo, que llora cuando está triste y ríe cuando está contenta, que a veces disimula una arruga, coqueta, y otras le da igual y dice que total para qué.  Y aún así, siento mariposas en el estómago cuando voy a verla, cuando voy a hablar con ella y le pregunto que qué tal y ella me dice «pues si no entramos en detalles, bien», y nos reímos los dos. A nuestra edad quizás es mejor no entrar en detalles.
Quizás sería mejor, pero entonces no podría preguntarle por la cicatriz en su brazo, y que ella me responda que es de cuando era capitán pirata en el Caribe, o cuando me sorprenda que yo cocine mejor que ella y se defienda diciendo que poco podía ella andar entre pucheros el tiempo que fue ladrona de guante blanco en Montecarlo. Otras veces me cuenta que también fue piloto de cazas en la RAF y guardia civil en Utrera, científica en la NASA y agente doble en Moscú, violinista ciega quién sabe dónde, si era ciega, limpiabotas en Berlín —pero el Berlín del otro lado, que estos jóvenes no saben—, miembro de la resistencia, manifestante en Tian Nan Meng, costurera en Sevilla y vedette en el Moulin Rouge. O puede que tan solo fuera maestra y ama de casa. Nada más y nada menos, porque a mi todo me embelesa de ella. Que es una mentirosa está claro, pero a quién vamos a culpar, quién no se inventa ésto o aquello, o pinta todo del color que mejor nos viene. En fin, no vamos a estropear una buena historia con la verdad. Qué necesidad habrá.
Así que Carmen —si ése es tu verdadero nombre, le digo—, sobrevuela mis pensamientos día sí y noche también. Alguna de sus historias será verdad, y yo lo que saco en claro es que es una mujer leal y cariñosa, luchadora y fantasiosa. Pero si me he equivocado, ¿qué? El amor es ciego ¿no? Así que qué más da. No será la primera vez que me equivoque, ni la última. Carmen dice que le gusta mi actitud, que hago como que estoy de vuelta de todo, pero que no la engaño. Ella lo sabe bien: durante un tiempo echaba las cartas y veía el futuro en una bola de cristal. Eso fue cuando se recorrió el país en una feria ambulante. Y lo dice sin pestañear.
«Háblame de ti», me dice ella. Pero a mí no me sale inventarme esas vidas extravagantes y fantásticas que tan bien le salen a Carmen. Yo soy más aburrido, más serio. Una vecina de mi madre le decía, cuando era joven, que yo era un niño viejo. Ahora ya perdí al niño, y me quedé solo con el viejo. Y es que lo mío no es interesante. Prefiero mil veces sentarme junto a ella, junto a Carmen, y que me cuente sus historias. ¿Me gustarían tanto si no estuviera enamorado? Pues igual sí, o igual no. A mis años no hay agua que no haya bebido ni verdades absolutas.
En fin, que tú dirás que por qué te doy esta charla. Vaya lata, pensarás. Bueno, pues tengo mis razones. Lo primero, porque tengo una recortada apuntándote, lo que implica que no te queda más remedio que hacerme caso. Esa es una buena razón. Lo segundo, pues supongo que por justificarme. Tú que eres cajero en este banco estarás acostumbrado a atracadores de todos los colores. A lo mejor hasta no te llaman tanto la atención unos vejetes como nosotros, con la media ocultándonos la cara y pegando tiros al techo. Pero es mi primer atraco, entiéndeme. Dice Carmen que con el botín nos iremos a Nueva York. O a Bombay, no me acuerdo. A vivir la gran vida, como cuando fue amante del Sha de Persia. Tampoco importa mucho.
Mírala, con qué desparpajo amenaza al director y le obliga a llenar la saca. En fin. A mí esto me da un poco igual. Es estar con ella lo importante, ¿sabes? Que yo con cualquier cosa me arreglo. Pero con ella. Siempre con ella.
Va a ser que es amor, ¿verdad?