viernes, 23 de diciembre de 2016

Navi-D4D

Uno.
Los robots de mantenimiento prosiguen, impertérritos, con sus tareas de limpieza o reparación, ajenos al hecho de que lucen, o bien un gorro de Santa Claus atado con elástico, o bien un par de cuernos de alce hechos con fieltro y fijados a su cuerpo metálico con cinta aislante. Aunque los robots de mantenimiento no son ni remotamente antropomorfos, aquel detalle les confiere un cierto aire humanoide, siempre que se le eche imaginación. Mucha imaginación. Y en aquella nave, el único que tiene imaginación es Roberto, al que, por supuesto, todo aquello le parece hilarante.
- ¿Qué te parece, Aída? – dice en voz alta, haciendo resonar su voz mecánica en la inmensidad del hangar - ¿No te parece que esto es lo más?
- ¿Qué es lo más? ¿Lo más qué? – responde a través del sistema de comunicación el ordenador central, al que Roberto bautizó como Aída tras una corta búsqueda en el listado de nombres femeninos occidentales.
- Lo más… apropiado, supongo… Para estas fechas.
- “Estas fechas” se corresponde con muchos períodos, pero asumo que te refieres al Adviento cristiano.
- Sí claro, a la Navidad – afirma Roberto moviendo ligeramente el cepillo limpiador de sus cámaras frontales, en lo que pretende ser un gesto de incredulidad mezclado con perplejidad ante la poca perspicacia de su compañera.
- ¿Tienes problemas con tu sistema de visión? – pregunta Aída al ver aquel gesto.
- No, no tengo problemas con mi sistema de visión – responde Roberto intentando remedar la perfección del acento humano de su interlocutora – Estaba intentando arquear mis cejas.
- Roberto, tú no tienes cejas, por lo que no puedes arquearlas.
            - ¡Qué sabrás tú! – responde Roberto dándose la vuelta, dejando figuradamente a Aída con la palabra en la boca, algo difícil de hacer, puesto que Aída, además de no tener boca, está en toda la nave, razón por lo que es imposible, incluso figuradamente, darle la espalda. Aun así, Roberto ha bajado su cepillo limpiador para simular un ceño fruncido. El gesto, realmente, ha tenido el mismo éxito que el anterior.
            - Roberto, he detectado un objeto que se acerca a gran velocidad.
Una pantalla virtual se materializa frente a Roberto, que detiene sus ruedas y ajusta el objetivo de su lente para observar un haz luminoso, surcando el espacio hacia ellos.
- ¿Qué es? – pregunta el robot.
- No tengo una buena visualización. Las cámaras exteriores no han sido revisadas hace mucho, pero por los escáneres que aún funcionan, diría que se trata de una nave espacial… humana.
- ¿Humana? – pregunta Roberto, e incluso Aída es capaz de adivinar la mezcla de asombro y esperanza que se filtran a través del sonido metálico de su voz.
- No puedo detectar si hay vida a bordo, Roberto.
- ¿Podemos interceptarlo?
- No, pero puedo preveer su trayectoria. Se dirige al planeta 8313-N.
- ¿Y las condiciones?
- Grado A.
- ¿A de…?
- Aceptable para la colonización por humanos. Atmósfera respirable, agua, vegetación, vida. No evolucionada, eso sí…
- ¿Podemos ir tras ellos?
- No hemos movido esta nave de su posición orbitando esta luna en cientos de años, posiblemente no seamos capaces de aterrizar sin daños… graves.
Roberto observa como la estela luminosa se aleja de la nave, y toma una decisión.


Dos.
La mujer observa con aprehensión la puerta de la nave. El hombre salió por allí hacía dos horas, y todavía no había vuelto. No puede evitar pensar que tal vez no lo haga, y entonces tendría que tomar ella una decisión, la peor de su vida. La cruel ironía era que a pesar de todo sigue teniendo esperanza… La tenía cuando escaparon en aquella vieja nave, sin rumbo fijo. La tenía cuando sin combustible terminaron, contra todo pronóstico, encontrando un planeta donde aterrizar y, para mayor suerte, un planeta donde no murieran instantáneamente al salir al exterior. Y seguía teniendo esa esperanza, cuando dio a luz a un bebé, en aquella nave, en aquél planeta.
El hombre había salido a buscar algo que mantuviera viva esa esperanza. Comida, agua, lo que fuera… Porque ya no les quedaba nada, más que esa esperanza. La mujer miró a su bebé, dormido en la litera, y se dijo que todo iba a salir bien.

Y Tres.

Jess tiene ya cinco años, y sólo ha visto a dos personas en su vida, a su madre y a su padre, aunque le dicen que pronto vendrán a rescatarlos. Hoy es 24 de diciembre. Su cumpleaños. Lo celebran con una gran cena, como siempre, y Jess vuelve a escuchar la historia de aquella nave providencial en la que viven, varada tan cerca de donde habían aterrizado. La Gran Nave, con bodegas repletas de provisiones. Su padre le ha explicado cómo se habían conservado durante tantos años, algo que tenía que ver con la criogenia, pero a Jess eso no le importa. A él lo que le gusta es jugar con el pequeño robot Rover-T. Lo encontró en la gran cámara donde sus padres habían almacenados todos los robots que poblaban la nave, y que debido al fuerte aura electromagnética del planeta habían dejado de funcionar. A Jess le apena, porque está seguro que tendrían muchas historias que contar, entre ellas, el por qué unos robots llevan un gorro de santa Claus, y otros unos cuernos de reno hechos con fieltro. Y tiene la sospecha de que el pequeño Rover-T tiene mucho que ver con eso.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Mujer

Antonio hubiera jurado que ya había pasado por allí. Aunque claro, era difícil saberlo, después de tres horas dando vueltas por esas malditas carreteras de la Galicia profunda, ya había perdido la orientación. Y no sólo él, también el GPS parecía haber tirado la toalla.
- Maldita zorra – juró Antonio, golpeando el aparato por enésima vez.
- Esa era su palabra favorita. Zorra. Día sí, día no. Y claro, a continuación, venía el guantazo.
Maruxa asintió. A Olaya le venía bien dejar salir aquellos sentimientos, traducirlos a lamentos, ponerlos en frases. A ella le bastaba con tomarle la mano y mirarla a los ojos. Y no porque fuera una meiga, sino porque tenía los años suficientes para haber escuchado la misma historia mil veces. Tantas Olayas, tantas lágrimas derramadas, y aun así el corazón seguía desgarrándosele.
- Ya le dije que me rompía el corazón, pero no, ella tenía que irse. Seguro que sus amigas le han comido el tarro. Seguro. Como si lo viera -  dijo Antonio, hablando consigo mismo. La lluvia había arreciado, y las sombras de la noche crecían a su alrededor.
- Claro, al principio le creía. Le creía porque le quería. Decides darle otra oportunidad, ¿sabes? Porque me lo decía con lágrimas en los ojos, con tanta sinceridad…
El GPS de improviso, volvió a encenderse, marcando la ruta en su pantalla.
- Gire a la izquierda – anunció una voz de mujer ligeramente robótica.
- ¿A la izquierda? ¡Pero si no hay nada! – exclamó Antonio, reduciendo la velocidad. El coche que va tras él le lanza las largas, cegándolo momentáneamente. El claxon suena a todo volumen, mientras le adelanta.
- Se cegaba. De pronto todo era culpa mía. ¿Y sabes lo peor? Que empecé a creerlo yo también.
Allí estaba el desvío, a la izquierda de donde se encontraba detenido, apenas espacio suficiente para que pasara su coche, un carril de tierra, oscuro, que subía hacia el monte, medio invadido por la vegetación. El GPS volvió a apagarse.
- Si se perdía buscando una dirección, era culpa mía. Si el jefe le echaba la bronca, también. Entiéndeme, no eran siempre golpes, sino también los insultos, las vejaciones. Ahora echo la vista atrás y no entiendo por qué aguanté tanto.
Atrás sólo hay noche cerrada. El coche se ha quedado atascado en un charco. Las ruedas giran, pero no encuentran punto de apoyo. Antonio sólo piensa en encontrarla, en convencerla para que vuelva. Él la necesita, pero ella a él también: sólo él puede quererla como ella se merece.
- Supongo que llega un momento en el que te engañas y das por hecho que todo era normal. Que la mayoría de las mujeres vivían como yo, asustadas de despertar a la bestia, andando de puntillas, pendientes de no hacer ruido.
Antonio sale del coche e intenta empujarlo, meter ramas o piedras bajo la rueda, pero nada funciona. El coche se niega a moverse. Al final, lo deja allí, abandonado, y sigue su camino hacia arriba, a pie. La noche está oscura, las nubes cubren la luna. Lleva su teléfono móvil en la mano. No hay cobertura, pero al menos lo utiliza para alumbrarse en la oscuridad.
Maruxa revuelve la sopa. Ya hacía un rato que apagó el fuego, pero no dice nada porque sabe que Olaya necesita contar su historia. Y aunque hay miles similares, cada una es distinta en si misma, y ésa es la de Olaya. Y la sopa puede esperar.
El teléfono se ha quedado sin batería y Antonio apenas vislumbra hacia donde se dirige. Algo se cruza en el camino, delante de él. Antonio detiene sus pasos, pero ya no hay nada. Quizás fue un conejo, piensa. Un conejo grande. Contiene la respiración. Ni siquiera se da cuenta que ha dejado de llover. Continúa su camino, aguzando la vista, intentando no caerse en el barrizal en el que se ha convertido aquella senda.
- Yo creo que a veces me veía a mi misma como a Bella, ya sabes, la de la película que Disney hizo sobre el cuento. Mi marido era Bestia, sí, pero como en el cuento, tarde o temprano volvería a ser un príncipe. Pero me engañaba. La Bestia no se iba a convertir en príncipe, seguiría eternamente con sus promesas y sus excusas, así que, ¿qué sentido tenía seguir prisionera?
Antonio se ha detenido. Hay alguien delante de él. Debería decir algo, pero las palabras no aciertan a escapar de su garganta. Las nubes lentamente parecen alejarse, y muestran una nube llena, pletórica. La claridad se filtra mostrando ante él a ese desconocido, y Antonio no puede evitar sentirse invadido por el miedo. No es una persona, sino un monstruo, alguien que remeda a un ser humano, pero cuyas facciones crueles y lobunas reflejan la crueldad de un depredador. Alguien, algo, sediento de sangre.
- Te cuesta tanto, es tan difícil... Pero es que la opción de quedarme como estaba no era posible. Y hay vías que otras han trazado antes que yo. Este camino, el mío, alguien lo ha recorrido antes y se ha encargado de plantar señales que me avisen del peligro. Yo llevaba el volante, pero resulta que hay muchas personas pendientes de echar una mano…
- ¿Sigues escribiendo historias? – dice Maruxa, sirviendo la sopa, finalmente.
- Sí, me ayudan, no sé... Son tonterías, pero me hacen sentir mejor. Ahora estoy escribiendo una de lobishomes.
- Me encantaría leerla. – dice Maruxa.
Olaya ya no se aloja allí. Ha venido de visita, ha rehecho su vida, y a Maruxa se le alegra el corazón al pensar que algo ha tenido que ver en ello, con las horas que dedica allí como voluntaria.

Cuando Antonio se da cuenta que la cara del monstruo que le mira es la suya, ya es tarde. Instantes después se encuentra en su coche, conduciendo por las carreteras gallegas. Juraría que ya había pasado por allí antes.

sábado, 22 de octubre de 2016

Miedo

No aguanto más. Si no voy, me lo haré encima, y papá se enfadará mucho conmigo. Pero para ir al baño tengo que pasar por delante del espejo, y el niño del otro lado me estará esperando.

El niño que se parece a mí, pero que no soy yo. El niño que vive en el otro lado.

A lo mejor, si cierro los ojos y no lo veo… Si tapo mis oídos para no escucharlo, para no oír su voz oscura, esa voz que se parece a la mía pero que no lo es.

Mamá probablemente no se enfadaría tanto como papá si me hago pis en la cama, pero se pondría muy triste. Da un poco igual, porque no está ya aquí. Papá dice que está en un sitio donde la están cuidando, porque está malita, como cuando a mí me duele la tripa. Solo que a ella no le duele nada. Dice papá que se pondrá bien, pero aun así me da miedo que vuelva y se ponga triste.

Papá también está triste. No llora delante de mí, pero yo lo sé. Creo que es porque mamá está en ese otro sitio donde la están curando. Igual también está triste porque Elenita se fue. Cuando le conté a mamá por qué tuve que ayudar a Elenita a irse, me miró con los ojos muy abiertos, como cuando vemos una de esas películas de la tele que le dan miedo. No sé si se puso triste o no, porque ya lo estaba antes, pero me dijo en voz muy bajita que no le contara eso a nadie más, que sería nuestro secreto.

También me dijo que nunca más le hiciera caso al niño del espejo.

A veces pienso que mamá está en ese sitio por mi culpa. Cuando le conté las cosas que me mandaba hacer el niño del otro lado - el que no soy yo, pero se parece a mí -, yo creo que se asustó un poco. Por la mañana iba a decirle una mentira, que todo era una broma, pero no se levantó. Papá se puso muy nervioso, y llamó a una ambulancia. La verdad es que fue muy emocionante, pero me daba mucha pena cuando se llevaban a mamá. Iba dormida. Los mayores decían que era porque había tomado muchas pastillas. Papá me llevó a casa de la abuela, y aquello al principio me pareció una aventura, hasta que descubrí que el niño del otro lado también se asomaba a los espejos de aquella casa.

Me dijo que ahora Elenita y mamá estaban con él.

Yo creo que los mayores piensan que fue mamá la que le ayudó a Elenita a irse. A veces pienso que se lo tengo que decir a papá: que fui yo el que le puso la almohada encima de la boca y apretó hasta que dejó de llorar, como me dijo el niño que no soy yo, aunque se parezca a mí. Pero un secreto es un secreto. Se lo prometí a mamá, aunque fuera en voz muy bajita. Además, papá seguro que se enfadaría conmigo. Se enfadaría tanto que igual prefiere irse él al otro lado, con mamá, con Elenita, y con el otro niño que se me parece, y yo me quedaría aquí solo.

Tengo que hacer pis, pero tengo miedo del espejo.