sábado, 19 de noviembre de 2016

Mujer

Antonio hubiera jurado que ya había pasado por allí. Aunque claro, era difícil saberlo, después de tres horas dando vueltas por esas malditas carreteras de la Galicia profunda, ya había perdido la orientación. Y no sólo él, también el GPS parecía haber tirado la toalla.
- Maldita zorra – juró Antonio, golpeando el aparato por enésima vez.
- Esa era su palabra favorita. Zorra. Día sí, día no. Y claro, a continuación, venía el guantazo.
Maruxa asintió. A Olaya le venía bien dejar salir aquellos sentimientos, traducirlos a lamentos, ponerlos en frases. A ella le bastaba con tomarle la mano y mirarla a los ojos. Y no porque fuera una meiga, sino porque tenía los años suficientes para haber escuchado la misma historia mil veces. Tantas Olayas, tantas lágrimas derramadas, y aun así el corazón seguía desgarrándosele.
- Ya le dije que me rompía el corazón, pero no, ella tenía que irse. Seguro que sus amigas le han comido el tarro. Seguro. Como si lo viera -  dijo Antonio, hablando consigo mismo. La lluvia había arreciado, y las sombras de la noche crecían a su alrededor.
- Claro, al principio le creía. Le creía porque le quería. Decides darle otra oportunidad, ¿sabes? Porque me lo decía con lágrimas en los ojos, con tanta sinceridad…
El GPS de improviso, volvió a encenderse, marcando la ruta en su pantalla.
- Gire a la izquierda – anunció una voz de mujer ligeramente robótica.
- ¿A la izquierda? ¡Pero si no hay nada! – exclamó Antonio, reduciendo la velocidad. El coche que va tras él le lanza las largas, cegándolo momentáneamente. El claxon suena a todo volumen, mientras le adelanta.
- Se cegaba. De pronto todo era culpa mía. ¿Y sabes lo peor? Que empecé a creerlo yo también.
Allí estaba el desvío, a la izquierda de donde se encontraba detenido, apenas espacio suficiente para que pasara su coche, un carril de tierra, oscuro, que subía hacia el monte, medio invadido por la vegetación. El GPS volvió a apagarse.
- Si se perdía buscando una dirección, era culpa mía. Si el jefe le echaba la bronca, también. Entiéndeme, no eran siempre golpes, sino también los insultos, las vejaciones. Ahora echo la vista atrás y no entiendo por qué aguanté tanto.
Atrás sólo hay noche cerrada. El coche se ha quedado atascado en un charco. Las ruedas giran, pero no encuentran punto de apoyo. Antonio sólo piensa en encontrarla, en convencerla para que vuelva. Él la necesita, pero ella a él también: sólo él puede quererla como ella se merece.
- Supongo que llega un momento en el que te engañas y das por hecho que todo era normal. Que la mayoría de las mujeres vivían como yo, asustadas de despertar a la bestia, andando de puntillas, pendientes de no hacer ruido.
Antonio sale del coche e intenta empujarlo, meter ramas o piedras bajo la rueda, pero nada funciona. El coche se niega a moverse. Al final, lo deja allí, abandonado, y sigue su camino hacia arriba, a pie. La noche está oscura, las nubes cubren la luna. Lleva su teléfono móvil en la mano. No hay cobertura, pero al menos lo utiliza para alumbrarse en la oscuridad.
Maruxa revuelve la sopa. Ya hacía un rato que apagó el fuego, pero no dice nada porque sabe que Olaya necesita contar su historia. Y aunque hay miles similares, cada una es distinta en si misma, y ésa es la de Olaya. Y la sopa puede esperar.
El teléfono se ha quedado sin batería y Antonio apenas vislumbra hacia donde se dirige. Algo se cruza en el camino, delante de él. Antonio detiene sus pasos, pero ya no hay nada. Quizás fue un conejo, piensa. Un conejo grande. Contiene la respiración. Ni siquiera se da cuenta que ha dejado de llover. Continúa su camino, aguzando la vista, intentando no caerse en el barrizal en el que se ha convertido aquella senda.
- Yo creo que a veces me veía a mi misma como a Bella, ya sabes, la de la película que Disney hizo sobre el cuento. Mi marido era Bestia, sí, pero como en el cuento, tarde o temprano volvería a ser un príncipe. Pero me engañaba. La Bestia no se iba a convertir en príncipe, seguiría eternamente con sus promesas y sus excusas, así que, ¿qué sentido tenía seguir prisionera?
Antonio se ha detenido. Hay alguien delante de él. Debería decir algo, pero las palabras no aciertan a escapar de su garganta. Las nubes lentamente parecen alejarse, y muestran una nube llena, pletórica. La claridad se filtra mostrando ante él a ese desconocido, y Antonio no puede evitar sentirse invadido por el miedo. No es una persona, sino un monstruo, alguien que remeda a un ser humano, pero cuyas facciones crueles y lobunas reflejan la crueldad de un depredador. Alguien, algo, sediento de sangre.
- Te cuesta tanto, es tan difícil... Pero es que la opción de quedarme como estaba no era posible. Y hay vías que otras han trazado antes que yo. Este camino, el mío, alguien lo ha recorrido antes y se ha encargado de plantar señales que me avisen del peligro. Yo llevaba el volante, pero resulta que hay muchas personas pendientes de echar una mano…
- ¿Sigues escribiendo historias? – dice Maruxa, sirviendo la sopa, finalmente.
- Sí, me ayudan, no sé... Son tonterías, pero me hacen sentir mejor. Ahora estoy escribiendo una de lobishomes.
- Me encantaría leerla. – dice Maruxa.
Olaya ya no se aloja allí. Ha venido de visita, ha rehecho su vida, y a Maruxa se le alegra el corazón al pensar que algo ha tenido que ver en ello, con las horas que dedica allí como voluntaria.

Cuando Antonio se da cuenta que la cara del monstruo que le mira es la suya, ya es tarde. Instantes después se encuentra en su coche, conduciendo por las carreteras gallegas. Juraría que ya había pasado por allí antes.