jueves, 20 de abril de 2017

Impius Inveniamus

A Mateo casi se le había olvidado lo inhóspito del clima británico, pero pronto el frío que sentía en sus huesos le refrescó la memoria. Bien era cierto que el joven Sanz, en su corta temporada pasada, antaño, en el país, no había sufrido los rigores del Whitechapel londinense de finales del siglo XIX, dónde y cuándo se encontraba ahora, sino que, por el contrario, había disfrutado de la vida bohemia y hasta cierto punto acomodada, del colegio mayor de Saint Aidan’s, en el campus de la Universidad de Durham. Aquella experiencia, ahora que arrastraba sus botas por entre charcos de lluvia, orines y vómitos, intentando discernir donde pisar ayudado, es un decir, por la escasa iluminación de las lámparas de gas, parecía haber quedado tan atrás en el tiempo, que al pensar en ello y recordar que tan solo un año había pasado desde que el general Serrano se presentó en su cuarto y trastocó de arriba abajo su plácida (y un tanto crápula) existencia, le sorprendió sobremanera.
Es en este punto, quizás, que este humilde narrador debe disculparse. El lector debe estar preguntándose quién es el general Serrano, por qué y cómo cambió la vida de ese joven de mejillas rasuradas y pelo rizado adornado por un mechón blanco, qué libro es ése que de vez en cuando consulta cuando llega a algún cruce de calles, por qué llama la atención al observador imparcial que el señor Sanz se siga sorprendiendo por cosas tan simples como las trampas de la memoria… Preguntas todas ellas a las que, sin ninguna duda, tienen derecho, pero cuyas respuestas no es posible desvelar con el detalle que merecen, puesto que no todas forman parte de esta historia. Haremos lo posible, no obstante, en el poco tiempo que tenemos: el general no es otro que Francisco Serrano Bedoya, tutor de incógnito de Mateo Sanz Berwick y al tiempo, director de la secretísima División Especial Española, en la que el joven presta sus servicios motivado por su amor a la patria, a lo desconocido y, sobre todo, a su propia libertad, amenazada por años de dispendios estudiantiles de universidad en universidad a lo largo y ancho de Europa sin saber que todo aquel dinero era debido al Tesoro de España, hecho que fue perdonado a cambio de su ingreso en la ya citada División. El libro cuyas páginas consulta con una expresión que se encuentra entre el asco y el dolor físico es el Impius Inveniamus, y el sólo hecho de que este libro exista, y que aun así Mateo siga sorprendiéndose por los devenires del tiempo, debería responder a la última pregunta.
Según la leyenda, el libro está forrado de piel humana, pero los que lo han tocado con sus dedos desnudos opinan que la sensación que transmite es la de que, quizás esa piel no es de hombre, sino de algo o alguien imposible de explicar. En cualquier caso, el Impius Inveniamus, se usa para encontrar al malvado mientras está perpetrando su crimen.
Mateo Sanz a veces lucha por entender lo que en las páginas aparece escrito. Unas veces en latín, otras en griego, a veces en algo que le recuerda al sánscrito. De todas esas lenguas Mateo tiene nociones básicas, pero, aun así, todas aquellas frases terminan cobrando un sentido. Da diez pasos al frente, y gira a la izquierda. Sigue andando, gira a la derecha… Sin darse cuenta, va adentrándose más y más en el laberíntico barrio de Whitechapel. Las calles se hacen más estrechas y ya las lámparas dejan de arrojar su turbia luz. El libro parece alimentar su magia negra del propio Mateo, quien va perdiendo sus fuerzas a medida que aquél le sigue dictando sus instrucciones.
Sería presuntuoso por parte de este narrador no asumir que el lector ha descubierto a estas alturas que el joven que ahora está a punto de desfallecer al torcer la esquina, no va sino tras la pista del infame Jack el Destripador. En efecto, el general Serrano mantiene excelentes contactos con el Scotland Yard británico, y éste a su vez, ha sabido a través de los Servicios Secretos Rusos que el asesino atacaría esta noche. Utilizar el Impius Inveniamus para ayudar a capturar a aquella bestia ha sido idea de él, y qué mejor persona para llevarla a cabo que Mateo.
Así, al girar la esquina y adentrarse en una calle sin salida, el joven se encuentra frente a frente con el doctor Alexander Pedachenko en plena disección sobre los helados adoquines, de una prostituta. Su sangriento trabajo es alumbrado por una pequeña hoguera. Sobrecogido por el dantesco espectáculo, Mateo apenas tiene tiempo para razonar: el doctor Pedachenko, alias conde Luiskovo, trabaja para los rusos, por lo que… todo aquel asunto de Jack el destripador no ha sido más que una trampa para desacreditar a la policía británica y sembrar la duda incluso sobre el propio Príncipe Alberto…
Debilitado por el maléfico poder del libro, Mateo es incapaz de dejarlo caer y asir el revólver que guarda en su bolsillo. Observa, impotente y aterrorizado, como el cirujano avanza hacia él armado con un bisturí y una sonrisa triunfal.
Un disparo resuena de pronto, como un trueno, a su espalda, y el conde Luiskovo cae abatido, con un agujero en su frente del tamaño de una pelota pequeña. El general Serrano ha aparecido de repente, y acercándose a Mateo arranca de sus manos el libro, arrojándolo a la hoguera. De alguna forma, el general Serrano se las apaña para llevarse, sin ser visto, hasta un carruaje cercano, a un débil Mateo, que se va recobrando lentamente, y al ruso, que sigue bien muerto. Explica por el camino como, sin que él lo supiera, le había seguido durante su divagar por Whitechapel.
- ¿Quieres saber cuál es la moraleja de toda esta historia? – pregunta el general cuando ya el día empieza a clarear y cruzan el puente de Londres al abrigo del carruaje.
Mateo asiente.
- Yo también – responde Francisco Serrano – Yo, también.

lunes, 17 de abril de 2017

Naufragio

Era uno de esos días en los que el mar está tan en calma que hasta el graznido de una gaviota a varias leguas de distancia se escuchaba tan claro como si sus carroñeros tejemanejes los llevara a cabo en la cubierta del barco. Fue entonces cuando escuchamos los gritos. El capitán extrajo sus prismáticos de la caja forrada en fieltro en la que los guardaba, como un gran tesoro, y una mueca de consternación oscureció su rostro. En los minúsculos islotes a estribor, alguien intentaba llamar nuestra atención, con alaridos y aspavientos. Ese alguien sólo podía tratarse de un superviviente en un naufragio.
- No creo que llegue vivo – me dijo, pasándome los prismáticos.
Ciertamente, el náufrago había dejado de gritar y se había derrumbado en la arena, aparentemente extenuado. Incluso a través de las lentes del prismático se podía apreciar su delgadez extrema, y si juzgábamos por sus barbas desastradas y por el estado de sus ropas – ya harapos – llevaba mucho tiempo abandonado en aquel yermo trozo de tierra en medio del océano.
Botamos la lancha y varios marineros nos dirigimos a la pequeña playa sobre la que el hombre yacía inconsciente, o al menos, demasiado cansado para moverse. Al tiempo que la lancha se posaba en el mar, un lejano trueno sonaba en lontananza y el mar empezaba a agitarse. A lo lejos, una tormenta se descubría, amenazadora, oscureciendo el horizonte. Debíamos haber sabido que la calma que hasta entonces habíamos disfrutado no era más que la forma en la que el mar anunciaba la próxima tempestad. Incluso antes de poner nuestro pie en la playa, una lluvia fina y helada había comenzado a azotarnos la cara.
Cuando llegamos hasta el náufrago, el pronóstico del capitán se mostró más que certero. La piel de aquel hombre estaba quemada por el sol, y sus labios resecos apenas tenían fuerza para beber el agua que le tendíamos. Estaba tan delgado que cuando lo sostuve en mis brazos para llevarlo hasta la lancha, me daba la impresión de que no cargaba con un hombre, sino con un saco de huesos. Un relámpago cruzó el horizonte mientras lo acomodaba en la embarcación. Las olas, en tanto, rompían ya amenazadoras contra la lancha.
Pusimos proa hacia el barco, pero la tormenta ya se cernía sobre nosotros. A pesar de que todos teníamos experiencia en el mar y no era aquel el primer temporal para ninguno, pude observar el miedo en los rostros de mis compañeros. Su expresión era, sin duda, la misma que mi cara arrojaba. Cuando el mar y el viento juntan sus fuerzas, el terror es lo único que le queda al marino.
Subíamos y bajábamos olas como pequeñas montañas, amenazando a cada momento con volcar, y allí, a merced del oleaje y el viento, a medio camino entre el barco y el islote, parecía que habíamos llegado a nuestro final. El náufrago, sosteniendo mi mano, me hizo un ademán para que acercara mi cara hasta él, puesto que ya el mar callaba cualquier palabra que acertáramos a pronunciar.
- Creí que podía escapar de la historia – susurró, en apenas un suspiro. No obstante, lo escuché claramente, como si me hablara directamente en la parte más profunda del cerebro.
Fue entonces, cuando de entre sus harapos, extrajo un libro ya sin tapas, desgastado por el uso, la arena y el salitre del mar. Lo puso entre mis manos. Guardé el libro en el bolsillo interior de mi abrigo, y a continuación hice lo que debía hacer.
Cuando la lancha llegó al fin al barco, la tormenta, milagrosamente, había pasado. El capitán aún sostenía sus prismáticos, con los que me había visto izarme con el náufrago en mis brazos y tirarlo al mar. Ninguno de los hombres que iban conmigo en la lancha habían pronunciado palabra desde entonces. Tampoco el capitán dijo nada, ni dejó apunte alguno en la bitácora de todo aquel suceso. No obstante, en el primer puerto al que arribamos, me pagó mi sueldo al completo y concluimos nuestra asociación. No lo culpé. Sospecho que tampoco él a mí, puesto que entre mis enseres apareció una caja forrada en fieltro, con unos prismáticos en su interior.
Ahora, en esta tarde de primavera, mientras por mi ventana se cuelan los sonidos del zoco y el olor de las especias morunas, he recuperado el libro que aquel moribundo puso en mis manos. He vuelto a leer la historia de aquel personaje que quería escapar del libro para terminar atrapado en aquella isla. No me sorprendió saber que yo también aparezco entre sus páginas. Me consuela, así, pensar que el final de aquel náufrago ya estaba escrito y que, por tanto, poco podía hacer yo contra el destino.

Las últimas páginas del libro, no obstante, están tan gastadas y emborronadas que aún no las he descifrado. Supongo que allí estará mi conclusión, y que alguna vez llegaré a leerla. Entretanto, soy libre para seguir viviendo mi historia.