Las palabras se las lleva el viento.
Eso me dijo, muy solemne, cuando le dije que lo haría. A mí,
aquella frase me traía imágenes de una playa en el sur, de palabras que de
alguna manera se habían descosido, y que ahora volaban sin orden ni concierto por
entre la arena de aquella playa imaginada. Ésa era la expresión que ella había
elegido y a pesar de que yo no tuviera tan claro lo que significaba, a pesar de
que visualizar aquellas palabras a merced del viento se me antojaba casi cómico,
si ella así lo decía, no había más que hablar. Las palabras se las lleva el
viento, y punto.
Yo tenía trece años y medio y ella quince recién
cumplidos. Hubiera hecho cualquier cosa que ella me pidiera. Incluso las que
no. Tenía la piel muy blanca, pecas en la cara y el pelo del rojo más intenso que
he visto nunca.
Después de decir lo de las palabras y el viento, extrajo
el revólver del pañuelo en el que estaba oculto, como si fuera un regalo de
cumpleaños que llevara envuelto. Era un pañuelo blanco, de su padre, con las
iniciales de él bordadas en hilo azul. Aquello me preocupó. No quería que se perdiera.
Mi madre siempre estaba castigándome por perder los pañuelos que me obligaba a usar
cuando estaba resfriado. Mis pañuelos no llevaban inicial alguna bordada, si
acaso algún dibujo, un barco, un coche, un avión. Siempre, por alguna extraña
razón, un medio de transporte. Yo los perdía invariablemente.
- No te preocupes del pañuelo. – me dijo – Ve, llama a la
puerta y cuando abra, levanta la pistola y aprieta el gatillo.
Llamar a la puerta, levantar la pistola, disparar. Simple.
Casi me hizo ignorar que era la primera vez que sostenía en mis manos un arma
de verdad.
Puede que fueran esas palabras, simples, inequívocas, con
las que Anabel sellaba mi destino, o puede que fuera el peso inesperado del
revólver, el caso es que descubrí, en aquel momento, que las cosas reales
tienen otra consistencia, otra textura, otro peso. No tenía entre mis manos una
pistola de plástico con la que jugar a los pistoleros, o un rifle de aire
comprimido con el que disparar a los patitos en la feria. Tenía trece años y
medio y llevaba las llaves del infierno en mis manos.
Asentí y me dirigí a su casa, intentando disimular los
nervios y acallar las mariposas que me revoloteaban en el estómago, concentrado
en no dejar caer el arma, en no tropezarme con mis propios pies, como a menudo
me sucedía. En no ser mi yo habitual.
Llamé al timbre. El tiempo pasaba despacio, y cada
segundo añadía más peso al revólver que llevaba en mi mano derecha. Parecía
pesar ya una tonelada, y dudaba de que cuando llegara el momento, fuera capaz
de levantar mi brazo con semejante peso colgando al final de él.
La puerta se abrió por fin, y el padre de Anabel apareció
tras ella. No llevaba su uniforme de policía, con el que le había visto tantas
veces. Parecía más pequeño, menos imponente. Levanté el revólver, casi atónito
de que pudiera encontrar las fuerzas para hacerlo. Su cara pasó de la
irritación inicial por la interrupción de sus quehaceres, al estupor de encontrarse
aquel mocoso apuntándole con un arma, y de ahí al reconocimiento. Sostenía en
mis manos su revólver reglamentario.
Apreté el gatillo.
El bofetón me tiró de espaldas. Mientras su padre recogía
el revólver de mis manos, Anabel se reía a carcajadas.
- Vete a tu casa, y no te acerques más a ella. – me dijo
aquel hombre, en voz baja, mientras la risa de su hija se clavaba en mi
cerebro. Vi su cara demacrada, la barba de varios días y las ojeras, y supe que
era a mi a quien quería proteger. No a ella. Ella no necesitaba protección
alguna. Vi el temblor de sus manos, las arrugas en su rostro y la resignación
en su mirada, y me alejé de allí, corriendo.
En casa dije que el moratón en la cara me lo había hecho
jugando al fútbol.
Dos días más tarde, los cuerpos de Anabel y su padre
fueron descubiertos por la chica que les iba a limpiar. La conmoción en el
pueblo fue inmensa. El juez dictaminó que él, sin duda su juicio nublado por la
depresión, había matado a su hija y después había tomado su propia vida, con el
arma cuya pérdida había provocado su suspensión en el cuerpo y que finalmente,
había aparecido.
En el entierro hubo más público de lo habitual. Todos
querían estar presentes, más por compartir cuchicheos y habladurías que porque
sintieran realmente aquellas muertes. La opinión general era que Anabel era un
ángel al que el Señor había llamado demasiado pronto, a pesar de que pocos la
conocían, y desde luego, nadie como yo. Con respecto a él, casi todos se
limitaban a encogerse de hombros y asumir que desgraciadamente, estas cosas
pasan.
También yo acudí a dar mi último adiós, con mi traje de
los domingos, y en mi bolsillo, en lugar de mi pañuelo bordado con una
bicicleta, llevaba uno con unas iniciales bordadas en color azul. No tenían
familia en el pueblo, y dado que muchos sabían de mi amistad con Anabel, se
acercaban a ofrecerme su pésame, como si de repente sólo yo quedara como
representante oficial de aquella familia. Musitaba un agradecimiento
ininteligible y a veces hasta ofrecía un suspiro o una lágrima a punto de
derramarse.
Por dentro, sin embargo, recordaba la sensación triunfal
de apretar el gatillo por segunda vez, y por tercera. Revivía el éxtasis de
balancearme en el filo de la navaja, temiendo ser sorprendido, pero a la vez
casi deseándolo, mientras limpiaba mis huellas con aquel pañuelo bordado con
iniciales azules.
Cumplí mi promesa. Le dije a Anabel que mataría a su
padre, y esas palabras no se las llevó el viento.
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