miércoles, 14 de junio de 2017

Las palabras se las lleva el viento.

Las palabras se las lleva el viento.
Eso me dijo, muy solemne, cuando le dije que lo haría. A mí, aquella frase me traía imágenes de una playa en el sur, de palabras que de alguna manera se habían descosido, y que ahora volaban sin orden ni concierto por entre la arena de aquella playa imaginada. Ésa era la expresión que ella había elegido y a pesar de que yo no tuviera tan claro lo que significaba, a pesar de que visualizar aquellas palabras a merced del viento se me antojaba casi cómico, si ella así lo decía, no había más que hablar. Las palabras se las lleva el viento, y punto.
Yo tenía trece años y medio y ella quince recién cumplidos. Hubiera hecho cualquier cosa que ella me pidiera. Incluso las que no. Tenía la piel muy blanca, pecas en la cara y el pelo del rojo más intenso que he visto nunca.
Después de decir lo de las palabras y el viento, extrajo el revólver del pañuelo en el que estaba oculto, como si fuera un regalo de cumpleaños que llevara envuelto. Era un pañuelo blanco, de su padre, con las iniciales de él bordadas en hilo azul. Aquello me preocupó. No quería que se perdiera. Mi madre siempre estaba castigándome por perder los pañuelos que me obligaba a usar cuando estaba resfriado. Mis pañuelos no llevaban inicial alguna bordada, si acaso algún dibujo, un barco, un coche, un avión. Siempre, por alguna extraña razón, un medio de transporte. Yo los perdía invariablemente.
- No te preocupes del pañuelo. – me dijo – Ve, llama a la puerta y cuando abra, levanta la pistola y aprieta el gatillo.
Llamar a la puerta, levantar la pistola, disparar. Simple. Casi me hizo ignorar que era la primera vez que sostenía en mis manos un arma de verdad.
Puede que fueran esas palabras, simples, inequívocas, con las que Anabel sellaba mi destino, o puede que fuera el peso inesperado del revólver, el caso es que descubrí, en aquel momento, que las cosas reales tienen otra consistencia, otra textura, otro peso. No tenía entre mis manos una pistola de plástico con la que jugar a los pistoleros, o un rifle de aire comprimido con el que disparar a los patitos en la feria. Tenía trece años y medio y llevaba las llaves del infierno en mis manos.
Asentí y me dirigí a su casa, intentando disimular los nervios y acallar las mariposas que me revoloteaban en el estómago, concentrado en no dejar caer el arma, en no tropezarme con mis propios pies, como a menudo me sucedía. En no ser mi yo habitual.
Llamé al timbre. El tiempo pasaba despacio, y cada segundo añadía más peso al revólver que llevaba en mi mano derecha. Parecía pesar ya una tonelada, y dudaba de que cuando llegara el momento, fuera capaz de levantar mi brazo con semejante peso colgando al final de él.
La puerta se abrió por fin, y el padre de Anabel apareció tras ella. No llevaba su uniforme de policía, con el que le había visto tantas veces. Parecía más pequeño, menos imponente. Levanté el revólver, casi atónito de que pudiera encontrar las fuerzas para hacerlo. Su cara pasó de la irritación inicial por la interrupción de sus quehaceres, al estupor de encontrarse aquel mocoso apuntándole con un arma, y de ahí al reconocimiento. Sostenía en mis manos su revólver reglamentario.
Apreté el gatillo.
El bofetón me tiró de espaldas. Mientras su padre recogía el revólver de mis manos, Anabel se reía a carcajadas.
- Vete a tu casa, y no te acerques más a ella. – me dijo aquel hombre, en voz baja, mientras la risa de su hija se clavaba en mi cerebro. Vi su cara demacrada, la barba de varios días y las ojeras, y supe que era a mi a quien quería proteger. No a ella. Ella no necesitaba protección alguna. Vi el temblor de sus manos, las arrugas en su rostro y la resignación en su mirada, y me alejé de allí, corriendo.
En casa dije que el moratón en la cara me lo había hecho jugando al fútbol.
Dos días más tarde, los cuerpos de Anabel y su padre fueron descubiertos por la chica que les iba a limpiar. La conmoción en el pueblo fue inmensa. El juez dictaminó que él, sin duda su juicio nublado por la depresión, había matado a su hija y después había tomado su propia vida, con el arma cuya pérdida había provocado su suspensión en el cuerpo y que finalmente, había aparecido.
En el entierro hubo más público de lo habitual. Todos querían estar presentes, más por compartir cuchicheos y habladurías que porque sintieran realmente aquellas muertes. La opinión general era que Anabel era un ángel al que el Señor había llamado demasiado pronto, a pesar de que pocos la conocían, y desde luego, nadie como yo. Con respecto a él, casi todos se limitaban a encogerse de hombros y asumir que desgraciadamente, estas cosas pasan.
También yo acudí a dar mi último adiós, con mi traje de los domingos, y en mi bolsillo, en lugar de mi pañuelo bordado con una bicicleta, llevaba uno con unas iniciales bordadas en color azul. No tenían familia en el pueblo, y dado que muchos sabían de mi amistad con Anabel, se acercaban a ofrecerme su pésame, como si de repente sólo yo quedara como representante oficial de aquella familia. Musitaba un agradecimiento ininteligible y a veces hasta ofrecía un suspiro o una lágrima a punto de derramarse.
Por dentro, sin embargo, recordaba la sensación triunfal de apretar el gatillo por segunda vez, y por tercera. Revivía el éxtasis de balancearme en el filo de la navaja, temiendo ser sorprendido, pero a la vez casi deseándolo, mientras limpiaba mis huellas con aquel pañuelo bordado con iniciales azules.
Cumplí mi promesa. Le dije a Anabel que mataría a su padre, y esas palabras no se las llevó el viento.

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