De alguna forma este cielo tan azul y despejado me hace acordarme
de Catalina. Cuánto le hubiera gustado pisar la blanca y sedosa arena de esta
playa, mojarse los pies en el agua salada de la orilla, probar las extrañas
frutas que crecen en estos árboles, tan distintos de los que crecen en
Trujillo. Cuando partí hacia Sevilla le prometí volver colmado de riquezas de
las Indias, como Emiliano, el vecino, que había vuelto tan rico que compró los
campos de más allá del río, donde mejor crece el trigo y la cebada. Ni siquiera
esas promesas fueron suficientes para arrancarle un beso de despedida, aunque
sí que bastaron para que prometiera esperarme. Promesa que ahora dudo que pueda
cumplir.
Al llegar a Sevilla, no poco esfuerzo me costó embarcar
en un galeón, como grumete, rumbo a las Américas. Navegamos el río sin mayor
novedad, pero fue al abandonar el Guadalquivir que, de pronto, me vi frente a la
inmensidad del mar. Me lo habían descrito de varias formas y maneras pero, aun
así, verme allí, en aquel barco que cruzaría el Atlántico, superaba todo lo que
mi pobre imaginación había podido dibujar en el tosco lienzo de mi mente. Creí,
en aquellos momentos, que nunca me cansaría de contemplar aquellas olas que,
incansables, animaban su superficie tiñéndola de espuma. Siempre, pensaba,
estaría dispuesto a admirar el vuelo de las gaviotas en la playa que íbamos
dejando atrás. No llegaría jamás el día, me aseguraba, en el que rehuyera el
olor al salitre en el viento. No obstante, casi cuatro meses en cubierta me
hicieron añorar, también, la tierra firme, y en especial, el campo de
Extremadura, donde hasta hacía bien poco, había trabajado de sol a sol,
dejándome la vida con cada golpe de azadón. La lejana esperanza de hacer
fortuna en las Américas me llevó a dejar atrás mi casa y mi familia, a pesar de
las advertencias de mis padres, de los consejos del cura y de la inocente
mirada reprobatoria de Catalina. Pero a falta de dinero, tenía sueños, juventud
y rebeldía, cualidades capaces de empujarnos a recorrer el cielo y el infierno,
para bien o para mal, sin siquiera pensar en los peligros que se ciernen en
aquella travesía.
Allí, en medio del océano, sobre la cubierta del barco, me
sentía pequeño e insignificante. Un poco asustado también. No sabía nadar y
aquello, que era común en casi todos los marineros de aquella nave, suponía una
sentencia de muerte para el que cayera por la borda. Pero en la noche, teniendo
sobre mi tan solo la inmensidad del cielo estrellado, recordaba a Catalina y me
sonreía imaginando su sorpresa cuando llegara a Trujillo montado a lomos de un caballo
y poseedor de oro suficiente como para mandar construir nuestra propia casa. Me
dejaba llegar por esas ensoñaciones cada vez que el sol se ponía. No me
atrevería a presumir que algo sé del alma humana, excepto que siempre deseamos
aquello que se encuentra lejos de nuestra mano.
Recuerdo, ahora, aquellos días, desde esta playa en la
que me encuentro, con este cielo que no puedo dejar de admirar. Mi espalda
morena, curtida por el sol y el salitre, se recuesta sobre esta arena que la
marea pronto cubrirá. Sé que es probable que la nostalgia imprima a mis
memorias mayor ternura de la que merecen, pero así es este sentimiento que nos
atrapa en los momentos menos pensados, tiñéndolo todo de una pátina que suaviza
todas las aristas. Si no fuera así, sería duro recordar mi llegada a Perú,
pobre como las ratas, aunque más hambriento que ellas. Busqué infructuoso algún
conquistador al que servir, hasta que al fin llegó a mis oídos que Pedro de
Ursúa se disponía a encontrar el legendario Eldorado. Me uní a su expedición
con unos ánimos que el tiempo y las penurias vividas fueron mermando. Cuando
Lope de Aguirre lideró una revuelta que terminó con la muerte de Ursúa, y su
rabia diabólica comenzó a arrasar con todo a su alrededor, sin importarle si
sus víctimas eran cristianos o paganos, españoles o indios, fue el momento en
que descubrí que lo único que deseaba era huir de la jungla, y volver a ver el
mar.
Siento las olas acariciar mis pies, tumbado en esta arena
que el sol calienta lentamente, pero sin pausa, con la paciencia que yo nunca
tuve, y pienso en Catalina, en sus pies manchados de tierra allá en los campos
que rodean mi Trujillo natal. Me imagino a su lado, contándole el miedo que
pasé intentando huir de Aguirre y de los nativos, y de las bestias e insectos
que nos diezmaban. Éramos un pequeño grupo al que sólo le importaba vivir un
día más y que día a día se iba reduciendo, víctimas de demasiados enemigos. Le
contaría a Catalina como, en aquellos días que recuerdo grises y húmedos,
llenos de barro y mosquitos, hubiera cambiado todo el oro que nunca llegué a
tener por volver al mar y dejar que el agua salada mojara mis piernas, como
ahora lo hace. Quizás, pienso, esta vez Catalina me abrazaría y todo lo sufrido
quedaría olvidado, aunque lo dudo, porque ya nunca llegaré a Trujillo montado
en un caballo. No volveré con el oro para construir nuestra casa y, por tanto,
Catalina nunca se casará conmigo.
Intento mover mis brazos y mis piernas, ahora que siento
que la marea moja ya mi cabeza, pero no lo consigo. Los indios me capturaron al
pisar la playa. Clavaron cuatro postes en la arena y ataron cada una de mis
extremidades a uno de ellos, cuando la marea estaba baja. Espero aquí tumbado, boca
arriba, bajo este cielo tan azul y tan perfecto, a que el mar me cubra por
completo, y pienso en Catalina y en el beso de despedida que nunca me dio, y en
la promesa que no va a poder cumplir.
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