viernes, 25 de agosto de 2017

Como si fuera amor de verano.

Todos ésos que se ríen, con sus irónicos chascarrillos siempre dispuestos, todos ésos, qué sabrán. Qué sabrán del amor, tan ocupados como están con sus risotadas y sus grandes conocimientos de la vida. Su experiencia, dicen. Ya te lo digo yo: no saben nada, cero, nichts, niente. Rien de rien.
No conocen lo que es perder el alma en cada suspiro que das, no saben del calor infernal bajo mi piel cuando me rozas con tus dedos, ni del insondable placer de besar tu boca o de acariciar tu cuerpo de diosa. Ellos no han habitado el cielo que es tu mirada. Pobres ignorantes.
Y dicen “es un amor de verano”, como si “amor” y “verano” se negaran mutuamente, como si supieran más que nosotros, como si pudieran ver el futuro y asegurar que lo nuestro no es eterno, que la herida que me dejas al marcharte cerrará algún día.
Como si fuera el amor del verano pasado.

jueves, 17 de agosto de 2017

Pavoroso desfile

Despierto en esta oscuridad salada, en este retablo de piezas de coral; los peces se han alimentado de mí, pero de alguna forma mi alma aún sigue intacta. Caí a la mar embravecida la noche que fui a buscarla, nuestro encuentro socavado por la tragedia. Me yergo cual Lázaro al tercer día, pero no es un Mesías el que de mí se apiada, sino el fondo del océano el que me alberga en mi nueva existencia no viva y no muerta, el que me recibe con las algas envolviendo mi cuerpo hinchado y descompuesto. Moluscos se adhieren a mis dentelleados huesos, y con un mortal suspiro exhalo el último aire que restaba en mis pulmones inundados. Pugno por cumplir mi destino: mis pies dejan de ser ancla en la arena, los peces y los caballitos de mar me empujan para que avance a través de las aguas y las corrientes, y me acerque hasta ella, sostenido a cada paso por crustáceos diminutos, aupado por la marea, que me deja en la playa con ternura.
Tortugas dejan su mundo acuático por un instante, para transportar mi cuerpo inerte por la arena. Una legión de cangrejos abandona su guarida y ayuda en aquella locura. Es el poder del amor el que los conjura a rehacer la historia. Sí, fue un error que no nos reuniéramos, y ahora es vital corregir aquella herida abierta en el devenir del universo. Así clamé ante la madre Gaia cuando mi espíritu se dirigía al Hades. Gaia ha escuchado.
Las gaviotas se abalanzan sobre mí, y con mimo me arrastran más allá de la orilla. Roedores surgen de la maleza y acuden raudos; hormigas, y cucarachas también se acercan, cada una cargando con su parte del despojo que antes era mi carne. Marchan en pavoroso desfile en busca de mi amada.
Gatos y perros, grillos y escarabajos se unen a la comitiva. Avanzamos por entre las solitarias calles; el aire alrededor aún caliente, aire de verano, pastoso y dulce, con aroma a yodo y a crema para después del sol. Llegamos a los apartamentos donde se hospeda; los árboles prestan sus ramas sosteniendo lo que una vez fue mi cuerpo como si de una desmadejada marioneta se tratase; las hierbas acarician mis yertas extremidades y las flores decoran con sus pétalos las cuencas de mis ojos otrora vacías, ahora habitadas por caracoles, larvas y gusanos.
Escorpiones y arañas abren el paso, y bajo las puertas la buscan, a ella. Dejan a su paso miradas asustadas y muecas de pavor, culparán después al alcohol y las pesadillas de aquel mal sueño. Entramos al fin en un apartamento, pero no es el suyo, es otra la chica. Se le parece, pero no es ella. Su gesto de terror se congela al apreciar el inmenso cortejo que me acompaña.
- Perdón, apartamento equivocado – quiero decir, pero el mar y sus criaturas acabaron con mi lengua cuando era uno con el oscuro océano y Gaia aún no había obrado el milagro. Antes de que grite la chica, la que no es ella, culebras, ratas y ratones la cubren, la devoran, tan rápido que no le da tiempo a entender lo que sucede; el grito de horror ahogado en la garganta no llega a nacer. No es un castigo, es un honor, es un premio, es volver al estado primigenio, es retornar a ser tierra y polvo, fango y ceniza.
Seguimos, nuestro empeño indestructible. Hemos de cumplir la misión sagrada que se nos ha impuesto: reunir lo que nunca debió separarse, el amor verdadero no debió ser disuelto esta vez, y menos por algo tan pueril como un resbalón cuando nadie mira en la cubierta del ferry.
Por fin llegamos a su apartamento. Esta vez sí. Es ella. Podría distinguirla entre millones de mujeres. Habla por teléfono, y a pesar de que ya hace tiempo que las orejas no forman parte de mi calavera, puedo escuchar, de alguna forma, su delicada voz al otro lado de la puerta:
- Pues de tíos aquí fatal, tía. Me ligué uno que estaba más o menos potable, pero el muy gilipollas ni vino a la cita. Mejor, porque el pavo tenía pinta de engancharse, y yo lo que necesitaba era un “aquí te pillo, aquí te mato”, qué quieres que te diga. Tú ya me entiendes.
Las estrellas de mar sobre mis hombros se encogen, las mariposas recién transmutadas, humildes orugas hace apenas unas horas, esconden su rostro tras sus recién estrenadas alas, moscas y mosquitos frotan sus patas en mi dirección; todos los animales y plantas se giran para mirarme, y en la lejanía escucho a Gaia que dice “Manda huevos”.

martes, 15 de agosto de 2017

Triste victoria

Pronto llegará el equinoccio; y así
pronto te olvidarás de esta aventura.
Negarás este amor, y la censura,
que te impone tu razón baladí,

borrará los versos que te escribí
este añil verano, en que la locura
de quererte no se tornó en tortura,
sino sensual placer que te ofrecí.

Terminando septiembre, en tu memoria,
cuanto vivimos se oculta en la bruma:
los besos que escribían nuestra historia.

El adiós se llegó sin moratoria;
tanto añoro nuestro amor que hoy se esfuma
que quererte ayer fue triste victoria.

viernes, 11 de agosto de 2017

Enamorado de Barbarroja

A un extremo de la plancha me encontraba yo, y al otro, la rabiosa tripulación del Isabela. Varios metros por debajo de mí, el mar del Caribe, rebosante de tiburones. Hambrientos, deseosos de hincarme el diente, nadaban en terribles círculos, esperando mi caída final y mi adiós a este mundo. Sólo mi sable, amenazante al final de mi brazo extendido, evitaba que aquellos malditos rufianes del Isabela me arrojaran a las aguas sin mayor contemplación.
- ¡Quietos todos! – gritó de pronto una voz, seguida de un cuerpo que en un alarde de equilibrio, se interpuso entre la furiosa turba de marineros y yo.
- Que nadie se atreva a dar un paso, o se las verá con mi acero – continuó aquella súbita aparición, una mano sujetando un alfanje, y la otra asiendo aun el cabo del que se había valido para, balanceándose desde el palo de mesana, llegar hasta aquella plancha vacilante en la que nos encontrábamos.
- Pero vamos a ver, si tú eras la princesa, cómo vas a ser ahora un pirata – dijo Miguelito.
- Porque me da la gana, si quieres ser tú la princesa, por mi encantada – dijo Alicia.
- ¡Yo como voy a ser una princesa, si no soy una chica! – se quejó el aludido, buscando el apoyo del resto del grupo. Manuel y Diego le daban la razón, pero claro, ellos formaban parte de la tripulación del Isabela, cómo no iban a seguirle la corriente a su capitán.
- Pues yo creo que, si Alicia quiere ser un pirata, pues que lo sea – dije yo. Por la cuenta que me traía. Un paso en falso y caería desde aquella tabla que habíamos colocado sobre la acera, hasta el asfalto recalentado por el sol. Cierto que aquella caída no podría ser más de media cuarta, en la vida real, pero a nuestros tiernos ojos de niños, seguían siendo aguas infestadas de tiburones.
- Además ser princesa es un aburrimiento. ¿Todo el día esperando que alguien me salve, o me rapte? Es una injusticia – afirmó ella.
- Pero es que Raúl… - comenzó a decir Diego.
- El pirata Drake – le corregí.
- Pues el pirata Drake ya estaba a punto de espicharla.
- Eso te lo crees tú, tenía una pistola escondida, que no habíais visto – me quejé.
- ¡Pues yo un escudo! – gritó Manuel, que siempre tenía algo más que el resto.
- ¿Cómo va a tener un pirata un escudo? – se quejó Miguelito.
- De rayos láser – aclaró Manuel.
Miguelito se llevó una mano a la frente y compuso un gesto afligido. La verdad es que el pobre lo pasaba mal con aquellas mezclas de género. Siempre fue un purista, incluso aquel verano infantil de hace tantos años. Si jugábamos a vaqueros y a indios, no podía de pronto aparecer una nave espacial, o un tanque. Si era a policías y ladrones, le fastidiaba sobremanera que de repente Manuel afirmara que él tenía un robot gigante.
- ¡Manuel, Diego, a comer! – sonó, potente, a través de la ventana del quinto, la voz de la madre de los hermanos. Salieron corriendo instantáneamente, sin siquiera despedirse.
- Hala, no es justo – dijo Miguelito, que de repente pasaba a estar en minoría. Nos abalanzamos sobre él, haciendo que cayera al suelo, y mientras yo lo sujetaba contra la acera, osea, contra las carcomidas tablas del Isabela, Alicia reclamaba el mando del barco y la victoria definitiva del intrépido Drake, y el temido pirata Barbarroja.
Miguelito se levantó un poco enfadado. Como a todos los niños, no le gustaba perder.
- Pues sigo creyendo que no puedes cambiar de princesa a pirata porque sí.
- ¿Tú qué dices Raúl? – me preguntó Alicia, mirándome a los ojos.
Y yo creo que fue allí que me enamoré del pirata Barbarroja.



domingo, 6 de agosto de 2017

Roque y el mar

Empiezo a sospechar que no le gusto al mar. Mira que a mí me encanta: el olor a salitre, la brisa marina, el vaivén de las olas, la espuma que se forma al estrellarse la marea contra las rocas… Pero por más que yo me encuentre a gusto en mi barco, surcando las aguas como un lobo marino y con una sonrisa de oreja a oreja, siempre hay algo que no termina de salirme del todo bien.
Como aquella vez que pesqué una sirena. Vaya chasco. Sí, mitad mujer, mitad pez, pero resulta que la que yo rescaté de mis redes tenía las mitades que no eran. O aquella ocasión en la que, haciendo submarinismo, encontré una cadena y pretendí subirla a mi barco. ¿Cómo iba a saber yo que, en realidad, esa cadena estaba enganchada al tapón del fondo del mar? Hasta que me di cuenta, la que se armó, madre mía. Todavía hay pueblos en la costa que no me lo perdonan. Bueno, en la costa, ya no. Ahora son eso que ellos llaman “segunda línea de playa” y los turistas, en cambio, denominan “segunda línea de playa, mis cojones”.
Hablando de playa, ¿acaso hay algo más bonito que contemplar un atardecer, tumbado sobre la arena, viendo el sol esconderse tras la línea del horizonte? Es que éso, además de bello, es gratis. Que no digo que admirar el paisaje desde lo alto de una montaña no sea también algo excelso, pero se me antoja mucho más complicado. Hay que andar mucho, y cargar con una mochila, y contratar a un sherpa y tal y Pascual. Con lo fácil que es bajarse a la playa. Bueno, menos en algunos pueblos, que ya no es tan fácil como solía ser, desde lo de la cadena.
La cuestión es que, estando en mi tumbona, contemplando arrobado aquella puesta de sol me dije: “Oye Roque, ¿y si vamos a ver dónde se oculta el sol todas las noches?”. Roque soy yo. No me contesté porque era una pregunta más retórica que otra cosa, y porque la gente que aún quedaba en la playa, en su mayoría parejitas cariñosas y zalameras, ya me miraba extrañada, preguntándose con quién estaría hablando y cuánto faltaría para que me fuera. En cualquier caso, me conocía a mí mismo lo suficiente como para saber que no podía decir que no a tamaño desafío.
A mi es que es ponerme un reto por delante, y me crezco. Como aquella vez que en Comandancia se habían quedado sin sal y allí fui yo, con mi barco hasta arriba de cajas de repuesto. Por desgracia, con las prisas, en lugar de sal había llevado azúcar. ¿Quién no ha confundido la sal y el azúcar alguna vez? El caso es que en Comandancia, el señor que estaba a cargo ese día de salar el mar debía ser nuevo, porque si no, no entiendo que se fiara de cualquiera que llegara diciendo “Aquí Roque, aquí unas cajas de sal”. Total, que el hombre vertió todas las cajas que yo le llevé en la máquina ésa de salar que tienen en Comandancia. Sin comprobarlo ni nada. Qué trabajo le costaba chuparse un dedo y mojarlo en el contenido de las cajas. Pues no, que decía que eso era una guarrada, que después el mar iba a saber a dedo chupado. Claro, después las culpas, para Roque. “¿Quién es ése Roque?”, me dijo. “Pues yo”, le respondí, porque en este caso se trataba de una pregunta normal, y no retórica. En fin, por esa razón, durante unos meses el mar no estaba salado, sino dulce. Esto es así, y todavía hay algunos pueblos de pescadores que no me lo perdonan.
Total, que esa misma noche, la del romántico atardecer en la playa, me monté en mi barco y estuve navegando a todo trapo detrás del sol. A veces parecía que estaba a punto de alcanzarlo, pero de pronto llegaba una ola y se estrellaba contra el casco, y otra vez me cogía ventaja. Hasta que de pronto se acabó el mar.
Sí, sí. No me miren así, que yo también me asusté. Toda la vida pensando que el mundo era redondo y resulta que era una leyenda urbana. Menos mal que eché el ancla justo a tiempo, pero aquí estoy, colgando del mundo, como un llavero. He llamado a Comandancia, pero el señor que ha cogido el teléfono es el mismo del incidente de la sal y el azúcar y me ha dicho que me va a ayudar Rita.
No sé si Rita es la sirena, pero ya llevo un rato aquí y me estoy empezando a marear, así que si no les importa preguntar por ahí, a ver si la tal Rita viene a rescatarme. Díganle que es de parte de Roque. Que soy yo. Y a ser posible, no lo vayan diciendo por ciertos pueblos, que ya saben que hay cosas que no me perdonan.



miércoles, 2 de agosto de 2017

Una de piratas

A pesar de ser una noche sin luna, el fuego en cubierta alumbraba la sangrienta lucha que siguió al abordaje, recortando con un rojizo resplandor las siluetas de los tripulantes de ambas embarcaciones. Enfrascados en una lucha desigual, los corsarios del Belle Fille casi doblaban en número a los marineros del Falcon, la balandra que el temerario Joseph Creek había comandado con astucia hasta apenas unos minutos antes, cuando la bala de un mosquete terminó haciéndole perder la cabeza, literalmente.
Joao había guardado el cuerpo del capitán hasta cerciorarse de que, en efecto, pocas esperanzas existían de una recuperación. La tripulación, desconocedora de aquella muerte, se lanzó al ataque, o mejor dicho, a la defensa, con la misma rabia con la que se habían arrojado a otras batallas anteriores. El joven Joao, en cambio, consiguió mantener sus instintos bajo control el tiempo suficiente como para evaluar lo sucedido, sumar dos y dos, y llegar a la conclusión de que aquella contienda estaba perdida. Con sigilo, se escabulló hacia el camarote del legendario capitán Creek y abrió la puerta.
- Lárgate de aquí – le gritó una voz femenina, al tiempo que algo rozaba su cabeza y se estrellaba contra la pared. Una mirada fugaz identificó el objeto, antes de que se hiciera añicos. Se trataba de una de las delicadas tazas de porcelana que el capitán reservaba para tomar el té con sus más elegantes visitas.
- Señorita, soy Joao. Joao do Santos. Me temo que el capitán nos ha dejado.
- ¿Se ha ido? – respondió la mujer con extrañeza, sosteniendo en sus manos otra de las tazas.
- Más que irse, se ha muerto.
- Pero, ¿cómo?
- Mediante una bala de mosquete, mayormente.
- Entonces, ¿es cierto que nos están atacando?
Joao suspiró. El estruendo de la contienda era inequívoco, y los cañonazos que habían precedido al abordaje difícilmente podían haber sido ignorados por aquella joven.
- La Belle Fille nos ha dado alcance, señorita.
- ¿Los franceses? El capitán Creek me aseguró que nuestro barco era mucho más rápido.
Joao se encogió de hombros. Apenas una hora antes, por la cuenta que le traía, hubiera defendido el juicio de su capitán. Ahora, con éste muerto, y con más hombres del bricbarca francés a bordo que los del propio Falcon, de poco serviría.
- No durará mucho la batalla, señorita. Y créame, cuando termine, quedará usted en manos del capitán de la Belle Fille.
- Eso no debe suceder. – dijo la joven con espanto.
- Venga conmigo. Podemos aprovechar la confusión y fletar la lancha con sigilo. La costa está cerca y antes del amanecer podríamos desembarcar cerca de San Juan.
La joven asintió, y Joao, abriendo camino y desenvainando su alfanje, dirigió a la joven a través del barco, poniendo cuidado en evitar la refriega. Cuando llegaron a la lancha, comenzó a deshacer los nudos que la unían a la nave. Una repentina voz a su espalda, no obstante, le hizo girarse sobresaltado.
- Vaya, vaya. El joven Santos quiere quedarse él solo con el botín.
A pesar de que en la penumbra le era imposible distinguir las facciones del que le hablaba, la ronca voz del Turco era inconfundible, así como la daga que brillaba mortífera en su mano derecha. Joao había dejado su alfanje en el suelo mientras bajaba la lancha al mar, por lo que pocas esperanzas tenía de salir por su propio pie de la refriega.
- La señorita, según recuerdo, vale su peso en oro, ¿no es verdad señorita Peñalinda? – continuó el Turco.
- Sinceramente espero que sea algo más – respondió ella, malhumorada – Poco me conoce mi padre, el gobernador, si tan sólo ofrece mi peso. ¡Qué miseria!
Probablemente el Turco no se esperaba tal respuesta, por lo que por un segundo quedó confundido, momento que aprovechó Joao para abalanzarse sobre su alfanje.
En circunstancias normales, el joven Santos ni siquiera hubiera llegado a sostener su arma, puesto que la rapidez y la destreza del Turco con su acero era legendaria, pero ninguno de ellos se esperaba que el Turco recibiera, precisamente en aquel momento, y en plena frente, el impacto de una de las famosas y elegantes tazas del capitán Creek. La joven Elisenda Peñalinda había recorrido, tras Joao, la distancia que mediaba entre el camarote y la lancha, con otra de las tazas en sus manos, olvidada de ella desde que el portugués irrumpiera en los aposentos del capitán. Aquella taza estrellándose en la cabeza del Turco, le proporcionó a Joao el tiempo suficiente para levantar su alfanje del suelo e interponerlo entre su cuerpo y el de su enemigo. Ambos rodaron por el suelo, pero sólo uno consiguió levantarse. Aunque dolorido y ensangrentado, Santos seguía vivo.
Unos minutos más tarde, la pareja se alejaba de los dos barcos, donde la batalla aún continuaba, y remando Santos en silencio, y descansando la joven, pugnaban por obtener una ventaja que les permitiera alcanzar la costa antes de que en la Belle Fille alguien se diera cuenta de lo ocurrido.
- ¿Está usted bien? – preguntó la joven, al notar que a Joao cada vez le costaba más manejar los remos.
- Me temo que no, señorita. El Turco me clavó su daga en el estómago, y creo que no voy a poder vivir para disfrutar las riquezas que me corresponderían por devolverla sana y salva a su señor padre.
- Vaya, pues es una pena.
Los pescadores empezaban a arremolinarse, curiosos por saber quién sería aquella elegante señorita que llegaba hasta su playa en una lancha conducida por un joven marino de dudosa procedencia. Ahora que la mañana había alejado la oscuridad, Joao se volvió para descubrir que el Falcon se hundía y el Belle Fille tiraba la toalla y ponía proa en dirección contraria a ellos.
- Una pena, sí – pensaba Joao mientras cerraba los ojos y se dejaba morir.
Elisenda Peñalinda mientras tanto, disfrutaba de aquella aventura en el mar, pensando ya en cómo contárselo a sus amigas.