Llegué a la casa de Jorge y Maruja poco antes de que
salieran con sus hijos a celebrar Halloween. Estaba claro que aquella costumbre
había triunfado en Madrid. Y, ¿por qué no? Definitivamente ganaba por goleada,
en diversión, a la aburrida visita al cementerio que había sufrido de niño
durante tantos años.
- Vente con nosotros, pues, te lo pasarás de pelos – me dijo
Maruja, que a pesar de llevar ya tres años en la capital de España mantenía su
habla natal bien engrasada, lo cual añadía al encanto que ya de por si tenía la
mujer de mi amigo.
- Muchas gracias, pero mañana el avión sale temprano, y
si te digo la verdad, no me encuentro muy bien – me excusé.
- A ver si me vas a dejar la casa llena de virus – intervino
Jorge con su marcado acento madrileño.
- Oye, ¿no tendré que pasarme la noche abriendo la puerta
y repartiendo caramelos a las pequeñas bestias? – pregunté.
- Tranquilo. En la puerta dejamos una bandeja con todas
las golosinas, y que se sirvan ellos mismos.
Yo, sinceramente, sospechaba que la bandeja únicamente
aguantaría una visita. ¿Realmente pretendía que los niños se autorregularan? En
fin, aquella solución me venía de perlas. Así podía descansar antes de que
llegara el taxi que me llevaría al aeropuerto. Mis amigos me permitían pasar
allí la noche antes de emprender mi viaje, lo cual me venía muy bien para mi
maltrecha economía, por lo que, si a cambio, me hubiera tenido que pasar la
tarde repartiendo caramelos a fantasmas, hombres lobo y vampiros en miniatura,
lo hubiera acatado obedientemente. No obstante, prefería la solución de aquel improvisado
autoservicio. Sinceramente, me encontraba demasiado cansado y enfermo para
lidiar con niños hambrientos de azúcar.
- Oye, ¿no me dices nada del altar de muertos? – me preguntó
Maruja, expectante.
Dirigí la vista a donde señalaba: un pequeño altar
portátil, de cartón, decorado a la manera mejicana, con sus calaveritas pintadas,
sus flores y velas, y la foto de un señor muy serio entre ellas.
- ¿Es tu papá? – pregunté.
Sabía que a principios de año el padre de Maruja había
fallecido. Llevaba un tiempo enfermo, así que, aunque la pena para ella, fuera
igual de honda, al menos la sorpresa no fue tanta.
- Ésta es la ofrenda que ponía él cada año, ya ves. –
respondió – Me la traje de México, me dio pena verla allí. Así que esta noche,
aquí está mi papá conmigo.
Asentí, mientras por detrás de Maruja, Jorge ponía cara
de “qué se le va a hacer, son sus costumbres”. Como si lo de salir disfrazado a
pedir caramelos a los vecinos fuera algo tradicional en España de toda la vida.
- Volveremos tarde, no nos esperes levantado – dijo, al
salir.
Cuando la puerta se cerró y todo quedó en silencio,
suspiré aliviado. Me dolía la cabeza, y podía jurar que tenía fiebre. Desde
luego, no era lo más indicado para viajar al día siguiente. Fui a la cocina e
inspeccioné entre los cajones. Me había tomado ya varias aspirinas, pero necesitaba
algo más. Notaba que comenzaba a arderme el cuerpo, y tenía que estar en forma
para tomar aquel avión. Iba a una entrevista de trabajo, y eso era sagrado en
los tiempos que corrían. Finalmente, en uno de los cajones encontré unas pastillas.
La etiqueta estaba borrosa, y no podía leer exactamente qué eran, pero el
envase me recordaba a las genéricas de ibuprofeno que mi madre me proporcionaba
en su casa, las escasas veces que iba de visita.
- De perdidos al río – me dije, y me tomé dos con un vaso
de agua.
Después, con paso cansado me dirigí a mi habitación y,
sin siquiera llegar a desvestirme, me tumbé en mi cama y me quedé dormido al
instante.
Cuando desperté todo estaba oscuro y en silencio. Me
sobresalté. No estaba seguro si había puesto la alarma en mi teléfono móvil
para poder levantarme de madrugada y no perder mi taxi. Busqué en la mesilla,
en mi bolsillo… nada. No tenía conmigo el móvil. Sospeché que me lo había
dejado en la cocina. Al menos, la cabeza ya no me dolía.
Supuse que mis amigos y los niños ya habrían vuelto y
dormían, así que con cuidado de no despertarles salí de la habitación. Excepto
por la vela que Maruja había dejado prendida en el altar de muertos, no había
ninguna luz que me orientara. Avancé con cuidado y casi a tientas hasta la
cocina. Palpé por la encimera, buscando el móvil. Suspiré aliviado al
encontrarlo.
- ¿Dónde está el tequila en esta casa, carajo? – dijo repentinamente
una voz desconocida a mi espalda.
Tenía el móvil en mi mano, y el leve resplandor de la
pantalla me dejó entrever a un hombre mayor, pálido y arrugado.
- Ah, aquí está. Tomemos una copa, pinche compadre – me dijo,
sirviéndome de una botella en el mismo vaso que había utilizado yo para tomarme
las pastillas, y me rodeó, amigable, con un brazo tan gélido que me estremecí.
Asustado, no supe resistirme. Cogí el vaso que me tendía y
me bebí su contenido del tirón. El alcohol me quemó la garganta, pero me
proporcionó algo de aplomo.
- Ven siéntate conmigo, frente a la ofrenda. Hoy es un
día de celebración – me dijo, arrastrándome con una mano helada hasta el sofá
que se encontraba mirando al altar de Maruja. Descubrí, para mi horror, que la
foto de su padre ya no estaba allí.
Prácticamente me desvanecí frente al sofá. La oscuridad se
hizo aún mayor a mi alrededor, y ya no sentí nada.
Una hora más tarde, mis amigos volvieron a casa y me
encontraron tumbado en el sofá. Alguien había entrado en la casa y la había
desvalijado. Se habían llevado casi todo. Eso incluía mi maleta y hasta la foto
del padre de Maruja.
- Pero vamos a ver, ¿es que no viste nada? – me preguntó
Jorge enfurecido. Nunca me atreví a decirle la verdad.