domingo, 31 de diciembre de 2017

Víspera de Reyes

Osea, a ver cómo lo explico… Imaginad que congeláis este instante. Así, muy bien.
Como podréis ver, estamos en el interior de un banco. La Caixa, en concreto. No os preocupéis: los dos personajes que salen en primerísimo plano, el rey Melchor que está asestando un puñetazo en plena cara a un Santa Claus bastante desastrado, no son verdaderos. Melchor es Juan Antonio Bedoya, un delincuente especializado en golpes a sucursales bancarias. El Santa Claus al que se le está cayendo la barba y porta una AK-47 en la mano, es un albano kosovar cuyo nombre es Tarek. Si examináis bien la imagen, veréis al Rey Gaspar al fondo, con cara de aprehensión. Ése soy yo. Al otro lado hay una elfa rubia, bastante más interesante. Además, se puede ver al rey Baltasar, el de la cara pintada de negro. Ése es Paco Medina, alias el Belloto, y está intentando evitar que Juan Antonio le parta la cara a Tarek. Detrás de éste, hay otro elfo. Es muy distinto de la rubia. Es un rumano, Andrei, a quien el disfraz le queda pequeño. Normal. Andrei mide casi dos metros. Es un elfo talla extra-grande, supongo. Ignorad al resto. Son clientes y trabajadores de La Caixa en perfecto estado de pánico.
¡Ah, ya veo que los más avispados van enhebrando el hilo! En efecto. Este instante en particular es consecuencia de, no uno, sino dos intentos de atraco. Al mismo banco. Al mismo tiempo. Por dos bandos disfrazados con motivos navideños.
Obviamente esto comenzó más atrás, y probablemente mucha de la culpa sea mía. Veréis… Me había llegado el soplo de que en aquella sucursal de La Caixa se iba a ingresar una millonada: la mayor parte de lo recaudado por los décimos de lotería del sorteo del Niño. Como habréis adivinado, estamos a 5 de enero. Ése mismo día estaba planeada una manifestación, no recuerdo ahora si pro-independencia, contra-independencia, pluri-dependencia, o lo que quiera que fuese. El caso es que la Policía estaría ocupada al otro lado de la ciudad, lo cual nos daría unos minutos extras para escapar con el botín. Todo esto se lo conté a Juan Antonio. ¿Por qué? Porque le debía dinero, y porque necesitaba músculo para la operación. Él, como siempre, terminó adjudicándose la autoría intelectual del plan y reclutó a alguien que no lo pusiera en duda: el Belloto. La idea de disfrazarnos de Reyes Magos también fue mía: podíamos camuflar fácilmente los fusiles en los amplios trajes de sus majestades y, además, una vez que saliéramos de la sucursal, nos desharíamos de los disfraces, con lo que nadie nos reconocería. Ésa era la idea. Cuando el Belloto apareció con la cara pintada de negro me di cuenta de que esa parte del plan no la había terminado de entender.
Al entrar en la sucursal y ver a Santa Claus con sus dos elfos y, sobre todo, al constatar cómo, en lugar de juguetes, extraía unas automáticas del saco, Juan Antonio entró en cólera.
            - ¡Me cago en Dios! Este atraco es nuestro – gritó.
- Pero ¿qué dices? Si hemos llegado antes – respondió Tarek con su acento de la Europa del Este.
El vigilante de seguridad no daba crédito a lo que veía. Aun así, pretendió desenfundar su revólver. La elfa, no obstante, estuvo rápida, encañonándole con su AK-47 y recomendándole que, en tanto no se aclarara la cosa, se mantuviera calmadito.
- A ver, todo el mundo quieto que esto es un atraco. Un atraco español, como dios manda – dijo Juan Antonio a voz en grito.
- A ver si me voy a cagar en tu puta madre – le respondió Tarek, que otra cosa no, pero los tacos en castellano los había aprendido rápido.
Y a continuación, pues ya saben ustedes lo que pasó. El puñetazo de Juan Antonio, los disparos al suelo y al cielo, el pandemónium, vamos.
- Hey – grité, intentando poner un poco de paz – En breve llega la poli, porque me imagino que estos señores habrán aprovechado para apretar el botón de alarma. O compartimos, o nos vamos sin nada.
Miré alrededor, y la mayoría de las caras parecían darme la razón. Muchas de ellas pertenecían a clientes del banco que se habían tirado al suelo al primer disparo y no pintaban mucho a la hora de decidir, pero Juan Antonio y Tarek, al menos, no argumentaron en contra.
- A ver, vacía la caja. La mitad en esta bolsa, para nosotros, y la mitad en esta otra, para los Reyes Magos – le indicó la elfa rubia al cajero. Éste no tardó en ponerse manos a la obra. Los AK-47 en las narices tienen ese poder de convicción.
- Bien, nos quedan exactamente, dos minutos antes de que …
- ¡Alto, policía! – escuchamos a nuestras espaldas. Dos minutos antes de lo esperado.
Y en fin, ésa es la razón por las que me encuentro ahora en la parte de atrás de un coche patrulla, vestido de Melchor, esposado. A mi lado, la elfa, esposada también.
***
- Se te está despegando el bigote – le digo al policía que conduce. No quiero engañarles, realmente, no es un policía. Es Fernando, mi cuñado. Y el coche ha sido tuneado para que parezca un coche patrulla, pero tampoco es real.
- ¿Llevas las bolsas atrás con el dinero? – pregunta Irina. Como sospecharán, no es una elfa verdadera. Es mi novia desde hace tres meses, aunque llevo sin verla un par de semanas. Las que lleva infiltrada en la banda de Tarek.
- Joder, que sí. Hemos salido de allí justo antes de que llegara la poli de verdad.
- ¿Y qué cara ha puesto Juan Antonio?
- Pues yo creo que todavía no lo ha entendido. Me imagino que para cuando pillen el engaño, tanto él como Tarek, ya estaremos en Brasil. – dice Fernando arrancándose el bigote de pega, y dirigiéndose al aeropuerto.

- Pues felices reyes – les deseo, entre risas, un poco más rico y menos honrado.

jueves, 28 de diciembre de 2017

Nochebuena en Sbrenica

Aquella noche no caían bombas en Sbrenica. Era Nochebuena, y aunque no se había firmado ninguna tregua oficial, los habituales fogonazos y estelas que imprimían las baterías antiaéreas en la noche bosnia, permanecían ausentes. El estruendo de los disparos y los bombardeos había dado paso a una descompasada serenata de grillos, felices de recuperar al fin, aunque fuera brevemente, el monopolio de los ruidos nocturnos.
No sonaban grillos en el bar donde nos reuníamos los veteranos de la prensa internacional, sin embargo. A través de los viejos bafles de aquella cantina infame que se había convertido en una segunda casa para muchos de nosotros, tronaban sobre todo los AC/DC, los Led Zeppelin, y de vez en cuando, Manolo Escobar cantando “Mi Carro”, para el descojono del personal español. Ya habíamos cenado, pavo por supuesto, gentileza del destacamento de cascos azules americanos. Les había sobrado de Acción de Gracias, y los habían mantenido congelados en unas cámaras frigoríficas que debían consumir la mitad de la electricidad de todo el campamento.
Paco estaba de una mala ostia impresionante. Bebía su whisky en un rincón, con cara de pocos amigos. No debía abusar del alcohol, al fin y al cabo, se había inflado a calmantes antes y después de que le amputaran lo que quedaba de las dos primeras falanges del dedo meñique, pero no iba a ser yo el loco que le quitara el whisky y le plantara una coca-cola en su lugar. Quería seguir vivo, y si ni bosnios ni serbios habían logrado mandarme al otro barrio, no era cuestión de que lo hiciera mi cámara.
No era el súbito acortamiento de su dedo meñique lo que provocaba el mal humor de mi compañero, sino el hecho de que la misma metralla que le había llevado a la enfermería de campaña, se había cargado la cámara que había llevado a hombros. Probablemente le había salvado la vida, o al menos, le había ahorrado una abultada factura en cirugía estética, al interponerse entre la esquirla y su cara, pero aquello no era consuelo para Paco. Habíamos perdido la cámara, junto con lo grabado en los dos o tres días anteriores y además, aunque pudiéramos hacernos con otra, que no era el caso, la escayola que lucía en su mano le impediría manejarla. Los compañeros de la RAI nos hicieron el favor de grabar mi crónica para la televisión española, pero Marcello no estaba dispuesto a dejar que fuera otro el que manejara su cámara, por mucho que Paco asegurara que se arrancaría la escayola. “Ni la cámara, ni la mujer se prestan, por ese orden”, decía un viejo proverbio italiano. O eso afirmaba Marcello. Así que la guerra, para Paco, se había terminado. Mandarían una nueva cámara, y con él un nuevo operador. Y Paco, de baja, a ver la guerra desde la retaguardia. Esperaba que el descanso no durara mucho. Si transcurrían más de dos meses sin volver al curro, lo más probable es que Paco se saltara la tapa de los sesos. Afortunadamente, había guerras de sobra para cubrir. Bueno, ya me entienden.
El caso es que el resto estábamos celebrando la Nochebuena a base de envenenar nuestro cuerpo a base de alcohol y los panetones que Marcello había traído de contrabando, cuando de repente se abrió la puerta y por ella entró nada más y nada menos que Papá Noel. Solo que, sospechosamente, este Papá Noel se parecía mucho a Ahmed, el más simpático de los periodistas de Al-Jazeera. Fue por todo el bar, repartiendo caramelos, y posando para los selfies que todos queríamos sacarnos con aquel Santa Claus moruno.
Paco seguía en su rincón, rumiando su desdicha, hasta que me acerqué a él.
- Paco, joder, sácate una foto con Papá Noel – le dije.
- Ni Mamá Tampoco. Anda y vete a la mierda – respondió.
- ¿Apostamos a que te ríes? – pregunté.
- ¿Apostamos a que te meto el taburete por el ojete?
- Joder, escucha. ¿Te acuerdas de la visita de la ministra?
- Claro – respondió Paco – Si tuvimos que irnos a tomar por culo para que se hiciera la fotito oficial, muy digna, con su chaleco antibalas. Como si le hiciera falta. Allí donde fue no se ha disparado una bala en toda la guerra, coño, si casi se veía Grecia desde allí. Putos políticos.
- ¿Y te acuerdas de la que lió con su abrigo?
- Sí, que se lo quitó para salir en la foto con el chaleco antibalas – rememoró Paco - y después no aparecía por ningún lado. La bronca que le montó al general Carreras, delante de todo el mundo. Para nada, al final se tuvo que volver sin el abrigo.
- ¿Y cómo era el abrigo?
- Joder, la que me estás dando con el puto abrigo.
- Venga, Paco. ¿Cómo era el abrigo de la ministra? – insistí.
- Pues era un plumas rojo chillón, lo más apropiado para traerse a la guerra. Para cuando tienes un blanco bien claro, resulta que no hay un francotirador serbio a mano.
- ¿Un plumas rojo como el que lleva Santa Claus? – pregunté guiñándole un ojo.
- ¡No me jodas! – dijo Paco, levantándose de repente y acercándose hasta donde Ahmed se abrazaba con un fotógrafo alemán.
Paco cogió a Ahmed por los hombros mientras admiraba el improvisado disfraz de Papá Noel. El periodista de Al-Jazeera no mediría más de 1’70 y no pesaría ni 50 kilos, pero con el plumas aquel, simulaba la corpulencia del barbudo Santa Claus. Ni que decir tiene que gané la apuesta: Paco se descojonó.
Al día siguiente las bombas volvieron a asolar Sbrenica, y Paco volvió a Madrid con medio dedo menos. Llevaba el plumas rojo de la ministra en la maleta. Lo mandó encuadrar, y lo colgó de la pared de su apartamento. Unos años antes de volarse la cabeza, me confesó que aquella fue la mejor nochebuena que había pasado en su puta vida. Y yo, por supuesto, le di la razón.








lunes, 25 de diciembre de 2017

Papá no es.

A Álvaro le encantaban las películas antiguas, sobre todo las de blanco y negro. Por eso había intentado coger a Jaime por las solapas, como había visto hacer a James Cagney en una de gánsteres. Por desgracia, ni Jaime, ni probablemente ningún otro niño del barrio, vestía chaqueta y corbata, por lo que el gesto, aunque aún amenazante, carecía de la belleza plástica que tanto le había impresionado cuando vio la película, al no contar el jersey de Jaime con solapas por las que sostenerlo.
- Retíralo ahora mismo – le instó Álvaro al que, hasta hacía apenas unos minutos, era su mejor amigo.
- No me da la gana. Y suéltame el jersey, que me lo vas a agrandar – respondió Jaime, al que ese tipo de avasallamientos no le eran tan ajenos, puesto que llevaba gafas desde los tres años.
Álvaro dudó por un instante. No se esperaba que Jaime se negara a retirar que su padre estaba tan gordo como Papá Noel. Él había contado con ello, para poder después continuar jugando a las chapas como si no hubiera pasado nada. De hecho, al no tener Álvaro un plan B ni Jaime ganas de moverse mucho, siguieron ambos en la misma posición y en silencio durante unos largos e incómodos instantes.
- A lo mejor es que tu padre es en realidad Papá Noel – intervino Alicia, apaciguadora.
Tanto Álvaro como Jaime volvieron su mirada hacia ella. Alicia era normalmente la más lista de los tres. De hecho, “normalmente” quizás no fuera el adverbio apropiado: hasta entonces Alicia había sido SIEMPRE la más lista de los tres.
- Pero, ¿cómo va a ser mi padre Papá Noel?  – protestó Álvaro de mal humor, aunque relajando su asimiento del jersey de Jaime.
- Éso – asintió Jaime – Si Papá Noel es del Polo Norte. Eso lo sabe hasta… hastaaaa… hasta el Sánchez Poch.
Javier Sánchez Poch era el niño de su clase al que invariablemente torturaba públicamente don Aurelio con preguntas más o menos pertinentes con lo explicado en clase. Jaime le hubiera compadecido de no dedicarse Sánchez Poch a resarcirse de la manía que le tenía don Aurelio con sus compañeros más débiles, entre los que a menudo se encontraba él. Convertirlo en ejemplo de ignorancia era su venganza particular.
- ¿Y de dónde es tu padre? – preguntó Alicia.
- Pues… del pueblo – respondió Álvaro.
- Ya, pero cómo se llama el pueblo, listo.
Álvaro se rascaba la cabeza confundido. Ya había soltado el jersey de Jaime, que efectivamente, se había agrandado un poco más.
- Pues no me acuerdo.
- Pero una vez nevó. Me acuerdo que nos lo contaste, ¿verdad Jaime?
Jaime asintió, muy serio, aunque no tenía ni idea de qué tenía que ver aquello.
- Ya, pero…
- ¿Y quién te dice a ti que no está el pueblo de tu padre en el Polo Norte? – preguntó Alicia - Allí también nieva.
- Sí, pero en el Polo Norte nieva todo el rato, y en el pueblo de mi padre no. – respondió Álvaro, aunque comenzaba a no tenerlas todas consigo.
- Y tu padre tiene barba, como Papá Noel – añadió en ese momento Jaime.
- Pero la barba de Papá Noel es blanca, no como la de mi padre – contestó Álvaro, cruzándose de brazos, pretendiendo dar por zanjado el asunto con aquel gesto.
- A lo mejor se tiñe el pelo para que no sospechemos – apuntó Alicia quien o bien no había observado los brazos cruzados de Álvaro, o bien le importaba bien poco – Mi madre se tiñe el pelo.
- ¡Y mi abuela! – gritó Jaime.
- ¿Sabéis qué? ¡Que tú, Alicia y tu abuela, os podéis ir a la EME! – gritó Álvaro, harto ya de aquella conversación, utilizando el improperio más fuerte al que se atrevía, aunque sólo fuera mediante su letra inicial. A continuación les dio la espalda y se dirigió a grandes zancadas hacia su casa.
- ¿La “eme”? ¿Qué es la eme? – oyó decir a Jaime a sus espaldas.
- ¡Pues eso lo sabe hasta Sánchez Poch! – gritó Álvaro de nuevo mientras entraba en el portal.
Subió los peldaños de las escaleras de dos en dos, y entró en casa enfadado. Rara vez estaba echado el pestillo, así que ni se molestó en llamar a la puerta. Entró en la cocina con cara de pocos amigos, para detenerse repentinamente, transmutando su expresión en una de desconcierto. Encima de la mesa, a medio envolver con papel de regalo se encontraba nada más y nada menos que el cofre con la colección completa de películas de John Wayne. Precisamente, el regalo que había colocado en primerísimo lugar en su carta a los Reyes Magos. Y, completando el cuadro, su padre y su madre, cada uno a un lado de la mesa, con cinta adhesiva en las manos y mirándole con expresión culpable.
- ¡Álvaro! ¿Pero tú no estabas jugando con Jaime en la calle? – preguntó su madre azorada.
Clavado en la entrada de la cocina, la mirada de Álvaro se dirigía desde su padre hasta su madre, deteniéndose en las películas y en el envoltorio navideño que no había terminado de ocultarlas a su vista.
- Mira Álvaro. Yo creo que tú ya eres mayor, y hay una cosa que tienes que saber – dijo su padre con un suspiro – Escucha…
Los ojos de Álvaro se abrieron casi tanto como su boca, ante la revelación que estaba escuchando de boca de su padre.
- Pero Álvaro, hijo, ¿estás bien? – preguntó su madre con preocupación.
Sin mediar palabra, Álvaro se dirigió al balcón.
- ¡Jaime, Alicia! – gritó a sus amigos, que aún seguían en la calle - ¿Sabéis eso que decís de que mi padre es Papá Noel? ¡Pues os vais a la EME, porque resulta que es Melchor! ¡Ja!
El padre de Álvaro miró a su mujer apesadumbrado.
- Me parece que no lo ha terminado de entender – confirmó con un susurro.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Noche de patrulla

Alfredo deja escapar un suspiro de resignación.
- Me cago en mi puta vida – musita para si mientras se pone los guantes. Afuera hace un frío que pela, y aunque los guantes no son exactamente reglamentarios y ya tienen hasta algún agujero, ni se le ocurre salir sin ellos.
Abre la puerta del coche patrulla y sale, sin esperar a su compañero.
- Pero qué mala hostia tienes, joder – le dice Fernando, unos pasos más atrás.
- Mala hostia, tu puta madre – responde.
Fernando, en lugar de cabrearse se ríe. Ya está acostumbrado a sus exabruptos. De hecho, demasiado acostumbrado. "Si es que parecéis que sois pareja, pero de verdad", le suele decir Encarna. Normalmente se lo dice entre risas, pero otras veces se lo suelta con su poquito de bilis. Sólo un poquito, Encarna en el fondo es un cacho de pan.
- Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Pues toca trabajar hoy, y ya está.
Alfredo se detiene, hasta que su compañero llega a su altura.
- Y ya está, no. Nochebuena le tocaba a Ramírez y a Peñalba. Nos la han metido pero bien – le dice aún cabreado – Y además, ¿qué pasa, que no había nadie más cerca para este aviso? Joder, que ésto está en el quinto coño.
Fernando asiente, sin contestar. Sabe que es mejor esperar a que se le pase un poco el cabreo. Por un momento a punto está de decirle que él tendría más razones para estar enfadado, al fin y al cabo, nadie espera a Alfredo en casa y lleva años criticando estas fiestas, pero él en cambio, ha tenido que dejar a Encarna y a Miguel con sus padres, cenando todos juntos. Eso sí que era peligroso, y no el barrio en el que se encontraban. Sin él allí, de mediador, la paz y la armonía podía escapar por la ventana al primer comentario.
- Está tranquilo ésto, ¿no? – dice al fin Fernando, rompiendo el silencio – La última vez que vinimos nos rompieron la luna de una pedrada.
- A ver, ¿no va a estar tranquilo? Si es…
- Alfredo, joder, que ya me he enterado, que es Nochebuena y mañana Navidad, ya. Anda, vamos, cuanto antes terminemos mejor.
En aquella parte de la ciudad las casas son de una sola planta. A veces, de una única habitación. Encuentran finalmente la puerta correcta y llaman al timbre. Llega ruido del interior, pero el timbre no funciona. Fernando, temiendo un nuevo estallido de improperios de su compañero, llama con los nudillos.
- Qué frío – dice Alfredo.
Fernando vuelve a llamar, un poco más fuerte, hasta que oyen unos pasos acercarse a la puerta.
- ¿Quién es? – dice una voz de mujer desde el otro lado. Una voz cansada, melancólica. Una voz que la pareja de policías ha escuchado a menudo en el barrio, en boca de mujeres de distinta edad, raza y complexión.
- Policía – dice Alfredo – Hemos recibido una llamada, creo que han encontrado a un anciano extraviado.
Se abre la puerta. Es una mujer de unos treinta años, pero bien podría tener cincuenta. Arrugas prematuras y bolsas debajo de los ojos anuncian que la vida no ha sido fácil para ella. Aún así, sonríe. Hay una luz que parece desprender esa sonrisa y que sorprende a los dos agentes.
- Sí, aquí está. Parece que salió del asilo y no sabe volver. ¡Raúl! – grita de repente.
Un niño responde desde dentro.
- ¡Trae a Nicolás, que ya ha llegado su “taxi”! – dice la mujer a voces, con una sonrisa pícara.
Unos instantes más tarde aparece un niño de unos ocho años que trae de la mano a un anciano. Alfredo y Fernando se miran por un instante. El hombre debe tener como cien años, a tenor de las arrugas que siembran su cara. Está delgado y encorvado, y anda a pasos lentos y cortos, pero en su cara brilla la misma sonrisa radiante que en la de la mujer y el niño.
- Pero ¿cómo ha llegado este hombre desde el asilo hasta aquí? – pregunta Alfredo – Si está en la otra punta de la ciudad.
Es una pregunta retórica, claro. Cosas más extrañas han visto.
La mujer y el niño se abrazan al anciano para despedirse antes de dejarle en manos de la pareja de policías. Alfredo le ofrece su brazo para ayudarle a caminar hasta el coche patrulla.
- Don Nicolás Santos, ¿verdad? – pregunta – No se preocupe que le llevamos de vuelta al asilo. Yo creo que aún alcanza a algo de cena, ¿no crees Fernando?
El interpelado asiente. Siempre le maravilla aquella transformación de su compañero, cómo pasa de ogro a ángel cuando se trata de ancianos y niños. Paso a paso, llegan al vehículo que, sorprendentemente, sigue con los cristales de las ventanas intactas.
Fernando se pone al volante y circulan por calles desiertas, iluminadas por las luces de Navidad. El anciano dormita en el asiento de atrás, y Alfredo está extrañamente silencioso.
- Muchas gracias por el paseo. Está bonita la noche. – dice el anciano, repentinamente lúcido al detenerse el coche en la puerta del asilo – Me recuerda a cuando era joven. Qué tiempos.
En seguida, un empleado de la residencia, solícito, ayuda al anciano a entrar en ella. Fernando saca su teléfono móvil y marca el número de casa.
- Creo que se ha dejado algo – dice Alfredo mientras, recogiendo un paquete del asiento de atrás.
            - Pues ahí pone tu nombre – dice su compañero, señalando una etiqueta adherida al papel de regalo en el que está envuelto el bulto.
Encarna, al fin, descuelga el teléfono de casa.
- ¿Sí? – responde.
- ¿Sabes lo que habíamos hablado de que ya era hora de decirle la verdad sobre Santa Claus a Miguel? – dice Fernando.
Alfredo sonríe ampliamente, los faros del coche patrulla alumbran el letrero de la Residencia de Ancianos Reyes Magos. Tiene unos guantes nuevos, a medio desenvolver en sus manos.
- Que igual no tiene prisa. Ninguna prisa.