A Álvaro le encantaban las películas antiguas, sobre todo
las de blanco y negro. Por eso había intentado coger a Jaime por las solapas,
como había visto hacer a James Cagney en una de gánsteres. Por desgracia, ni
Jaime, ni probablemente ningún otro niño del barrio, vestía chaqueta y corbata,
por lo que el gesto, aunque aún amenazante, carecía de la belleza plástica que
tanto le había impresionado cuando vio la película, al no contar el jersey de
Jaime con solapas por las que sostenerlo.
- Retíralo ahora mismo – le instó Álvaro al que, hasta
hacía apenas unos minutos, era su mejor amigo.
- No me da la gana. Y suéltame el jersey, que me lo vas a
agrandar – respondió Jaime, al que ese tipo de avasallamientos no le eran tan
ajenos, puesto que llevaba gafas desde los tres años.
Álvaro dudó por un instante. No se esperaba que Jaime se
negara a retirar que su padre estaba tan gordo como Papá Noel. Él había contado
con ello, para poder después continuar jugando a las chapas como si no hubiera
pasado nada. De hecho, al no tener Álvaro un plan B ni Jaime ganas de moverse
mucho, siguieron ambos en la misma posición y en silencio durante unos largos e
incómodos instantes.
- A lo mejor es que tu padre es en realidad Papá Noel –
intervino Alicia, apaciguadora.
Tanto Álvaro como Jaime volvieron su mirada hacia ella.
Alicia era normalmente la más lista de los tres. De hecho, “normalmente” quizás
no fuera el adverbio apropiado: hasta entonces Alicia había sido SIEMPRE la más
lista de los tres.
- Pero, ¿cómo va a ser mi padre Papá Noel? – protestó Álvaro de mal humor, aunque relajando
su asimiento del jersey de Jaime.
- Éso – asintió Jaime – Si Papá Noel es del Polo Norte.
Eso lo sabe hasta… hastaaaa… hasta el Sánchez Poch.
Javier Sánchez Poch era el niño de su clase al que
invariablemente torturaba públicamente don Aurelio con preguntas más o menos
pertinentes con lo explicado en clase. Jaime le hubiera compadecido de no
dedicarse Sánchez Poch a resarcirse de la manía que le tenía don Aurelio con
sus compañeros más débiles, entre los que a menudo se encontraba él.
Convertirlo en ejemplo de ignorancia era su venganza particular.
- ¿Y de dónde es tu padre? – preguntó Alicia.
- Pues… del pueblo – respondió Álvaro.
- Ya, pero cómo se llama el pueblo, listo.
Álvaro se rascaba la cabeza confundido. Ya había soltado
el jersey de Jaime, que efectivamente, se había agrandado un poco más.
- Pues no me acuerdo.
- Pero una vez nevó. Me acuerdo que nos lo contaste,
¿verdad Jaime?
Jaime asintió, muy serio, aunque no tenía ni idea de qué
tenía que ver aquello.
- Ya, pero…
- ¿Y quién te dice a ti que no está el pueblo de tu padre
en el Polo Norte? – preguntó Alicia - Allí también nieva.
- Sí, pero en el Polo Norte nieva todo el rato, y en el
pueblo de mi padre no. – respondió Álvaro, aunque comenzaba a no tenerlas todas
consigo.
- Y tu padre tiene barba, como Papá Noel – añadió en ese
momento Jaime.
- Pero la barba de Papá Noel es blanca, no como la de mi
padre – contestó Álvaro, cruzándose de brazos, pretendiendo dar por zanjado el
asunto con aquel gesto.
- A lo mejor se tiñe el pelo para que no sospechemos –
apuntó Alicia quien o bien no había observado los brazos cruzados de Álvaro, o
bien le importaba bien poco – Mi madre se tiñe el pelo.
- ¡Y mi abuela! – gritó Jaime.
- ¿Sabéis qué? ¡Que tú, Alicia y tu abuela, os podéis ir
a la EME! – gritó Álvaro, harto ya de aquella conversación, utilizando el
improperio más fuerte al que se atrevía, aunque sólo fuera mediante su letra inicial.
A continuación les dio la espalda y se dirigió a grandes zancadas hacia su
casa.
- ¿La “eme”? ¿Qué es la eme? – oyó decir a Jaime a sus
espaldas.
- ¡Pues eso lo sabe hasta Sánchez Poch! – gritó Álvaro de
nuevo mientras entraba en el portal.
Subió los peldaños de las escaleras de dos en dos, y
entró en casa enfadado. Rara vez estaba echado el pestillo, así que ni se
molestó en llamar a la puerta. Entró en la cocina con cara de pocos amigos,
para detenerse repentinamente, transmutando su expresión en una de
desconcierto. Encima de la mesa, a medio envolver con papel de regalo se
encontraba nada más y nada menos que el cofre con la colección completa de
películas de John Wayne. Precisamente, el regalo que había colocado en
primerísimo lugar en su carta a los Reyes Magos. Y, completando el cuadro, su
padre y su madre, cada uno a un lado de la mesa, con cinta adhesiva en las
manos y mirándole con expresión culpable.
- ¡Álvaro! ¿Pero tú no estabas jugando con Jaime en la
calle? – preguntó su madre azorada.
Clavado en la entrada de la cocina, la mirada de Álvaro
se dirigía desde su padre hasta su madre, deteniéndose en las películas y en el
envoltorio navideño que no había terminado de ocultarlas a su vista.
- Mira Álvaro. Yo creo que tú ya eres mayor, y hay una
cosa que tienes que saber – dijo su padre con un suspiro – Escucha…
Los ojos de Álvaro se abrieron casi tanto como su boca,
ante la revelación que estaba escuchando de boca de su padre.
- Pero Álvaro, hijo, ¿estás bien? – preguntó su madre con
preocupación.
Sin mediar palabra, Álvaro se dirigió al balcón.
- ¡Jaime, Alicia! – gritó a sus amigos, que aún seguían
en la calle - ¿Sabéis eso que decís de que mi padre es Papá Noel? ¡Pues os vais
a la EME, porque resulta que es Melchor! ¡Ja!
El padre de Álvaro miró a su mujer apesadumbrado.
- Me parece que no lo ha terminado de entender – confirmó
con un susurro.
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