viernes, 26 de enero de 2018

Yo solo

Adrián lo intentó otra vez. Este era el día, y de aquí no pasaba. Con cuidado, se puso el adhesivo de la bolsa en la piel, esta vez sí, rodeando la colostomía. Había abusado demasiado de Isabel. Es verdad que ella no se quejaba de colocársela, y tenía unos dedos finos y hábiles, aunque con la artritis ya no eran lo que habían sido. Él en cambio, siempre había tenido unos dedazos grandes y toscos, torpes para este tipo de cosas. “A cada uno lo suyo”, pensaba. Isabel había cosido y bordado muchos años con sus manos gráciles y delicadas, y a él las suyas, fuertes y duras, le habían venido bien para el azadón o para descargar sacos de piensos del camión. Ahora, con ochenta años, y setenta y pico ella – juraría que antes tenían la misma edad, pero ya se sabe, algunas mujeres, de vez en cuando, cumplen hacia atrás – todas esas cosas tenían poca importancia. Ni Isabel bordaba ya, ni él tenía que pasarse el día doblando el lomo bajo el sol. “Y ya era hora”, pensó. No lo echaba de menos. Llevaba toda la vida trabajando. Cuando se jubiló, muchos de sus compañeros le preguntaron, con guasa, qué iba a hacer con tanto tiempo. Entre risas aseguraban que Adrián, siempre el primero en el curro sin importar el día, no aguantaría sin volver al tajo. Adrián los miraba con una sonrisa irónica. Que trabajen los jóvenes, él ya había hecho su parte. En todos los años que tan rápido habían pasado desde entonces, no se arrepintió ni por un segundo. Dedicar sus tardes a pasear con Isabel, o ver tranquilo el futbol en la tele, éso era el paraíso para él. Se lo había ganado.
Se miró en el espejo. La bolsa colgaba en su costado, todavía limpia, discreta. Así vista, no era para tanto, y sin embargo... Llevaba meses aterrado de que los demás la descubrieran y se dieran cuenta de que, al final, también él sucumbía a los años y la enfermedad. Porque Adrián, cuando se miraba al espejo no veía un señor mayor con cáncer. Él seguía viendo al Adrián invencible, el que había sido toda su vida y que siempre había ido con la cabeza bien alta. O así había sido hasta hacía bien poco. Hasta que apareció la maldita bolsa. Desde entonces, prácticamente sólo salía de casa para ir a la quimio. Le daba vergüenza que se le notara, bajo sus ropas, aquella bolsa del infierno. Entretanto, Isabel se ocupaba de todo. De poner y quitar la bolsa, de ir a la compra, hacer las camas y limpiar, de cocinar, de esperar pacientemente en la sala de espera cuando le tocaba quimio… Bendita mujer.
Se vistió la camisa, con cuidado de no tocar la bolsa, y sobre ella un jersey, granate y amplio, y salió del baño, en silencio, sin despertarla.
La noche anterior lo había dejado todo preparado: la ropa, en el baño, debajo de unas toallas; los zapatos, detrás del sofá; incluso el audífono, con pilas, encima de la mesilla. En secreto, para que no se enterara Isabel. Se guardó las llaves en el bolsillo, y de puntillas salió de casa.
Cuando Adrián volvió a casa, Isabel ya estaba en pie, y la expresión de su cara no terminaba de decidirse entre mostrar sorpresa, enfado o preocupación, o las tres al mismo tiempo.
- Te he traído churros – dijo Adrián. Su plan había sido traerle un regalo un poco más emotivo, pero había salido tan temprano que la churrería de Maricarmen era lo único que encontró abierto.
- ¿Y la bolsa? – dice Isabel, que no acierta a entender lo sucedido.
- ¿La de los churros?
- Déjame de churros. La tuya, Adrián.
- Pues me la he puesto yo solito. Como voy a hacer a partir de ahora, cuando salga a hacer los recados. Mientras pueda, ¿no?
A Isabel, un par de lágrimas se le agolparon en los ojos, aunque ella no era mujer de llorar, y menos de alegría. Sabía que Adrián, a veces, se tomaba su tiempo, pero al final, cogía el toro por los cuernos. Como siempre había hecho.
- ¿Qué pasa, ahora no te gustan los churros? – preguntó Adrián.

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