domingo, 25 de febrero de 2018

Atilano el africano


Si había algo que definía a Atilano, aparte del asincronismo al que le condenaba el nombre con el que el padre Anselmo le había bautizado, era su amor por África. No era el objeto de su pasión la turgente encargada de la farmacia, que había llegado al pueblo procedente de El Ferrol, y que la casualidad había querido que su nombre fuera África, y su apellido Pazos, para más señas. Lo que a Anselmo le animaba y le movía el corazón era el continente comúnmente llamado "negro" y que, como él gustaba de explicar a quien quisiera oirle, resultaba más bien de color tierra al observarlo desde el espacio, con excepciones claramente verdes, y hasta blancas en las cumbres de sus altas montañas. 

Así, Atilano vivía convencido de que, en realidad, era africano, y que algún tipo de error astral, o divino, o quién sabe qué, le había hecho nacer en un pueblo de Cáceres y no al pie de las colinas del Ngong. No es que sospechara que sus padres no eran tales, ni mucho menos, pero había algo que él sabía que no había funcionado como debiera cuando se sortearon los lugares de nacimiento. Ese sentimiento, que aunque intenso, poco contaba a la hora de demostrar nada, y el hecho de que, además, y para más inri, luciera desde bebé una piel de un color tan rosadito que nadie sabía distinguir su negrura, le hacía sufrir si no diariamente, al menos con mayor frecuencia de la que deseaba. Porque Atilano creía, a pie juntillas, no sólo que era africano, sino que además era de raza negra. Era aquella una cuestión de fe, de la cual ninguna evidencia física existía. Dicha carencia, no obstante, no debilitaba lo más mínimo su convencimiento: ni siquiera las chanzas de los vecinos – Atilano el africano le llamaban - lograban quebrantar su convencimiento.

El día de su cincuenta cumpleaños, para sorpresa de todos, vendió su casa del pueblo y, tras recolectar los ahorros de toda una vida, cerró sus cuentas en la caja rural y abandonó el pueblo para siempre. Una semana más tarde aterrizaba en Nairobi y mezclado entre los kikuyu, los masai y los kamba, Atilano se sintió, por fin, en casa.

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