Intenté trepar por la húmeda pared de roca, pero era
demasiada resbaladiza. Definitivamente, no iba a ser capaz de abandonar aquel
lugar por mi mismo, al menos por donde había entrado.
- Arturo, ve a buscar ayuda, o una cuerda – le grité al
hombre que con gesto preocupado me observaba desde el agujero en el techo. Para él, en el suelo, claro. Era cuestión de perspectiva.
- No tardaré – asintió. Su cara desapareció del hueco, y
el resplandor del quinqué se fue alejando, dejándome en la oscuridad más
absoluta. Dudé que, en efecto, no tardara: el pueblo se encontraba a varias
millas de allí, y no había en las alforjas de nuestras mulas ninguna cuerda.
Extraje del bolsillo interior de mi levita una caja de
cerillas, y a tientas, encendí uno de los fósforos. La vacilante llama no
iluminó en demasía la cueva subterránea en la que había caído, pero al menos me
sirvió para localizar mi bombín. Aquel sombrero había vivido demasiadas
aventuras junto a mi como para perderlo de aquella manera tan absurda.
No sólo absurda. Era humillante que en la primera
escapada que hacía con Arturo a mi cargo, terminara dependiendo de él para
salir de allí. Al fin y al cabo, aunque tuviéramos la misma edad, era su jefe.
Era yo, en suma, el que se supone que sabía lo que se hacía.
Una súbita corriente de aire apagó mi cerilla. No había
sido capaz de discernir cuán grande era la gruta en la que me encontraba,
aunque había imaginado que no sería mucha su extensión. Quizás me había
equivocado, y aquella corriente de aire revelaba una salida en algún punto de
ella. Y, ante la perspectiva de aguardar horas a que Arturo regresara con algún
tipo de ayuda, o encontrar por mi propia mano la manera de escapar de allí, me
quedaba, sin dudarlo, con la segunda opción.
Encendí una nueva cerilla y miré a mi alrededor, buscando
algo que me sirviera para improvisar una rudimentaria antorcha. No encontré
ningún palo, como me hubiera gustado, pero sí una piedra alargada que me
recordaba a las hachas de mano utilizadas por nuestros antepasados trogloditas,
como había visto ya en algún museo, herramientas toscas de sílex o pedernal. En
cualquier caso, envolví un extremo de la piedra con mi pañuelo de tela, y
extraje del bolsillo interior de mi levita el otro objeto que nunca puede
faltar en él: mi petaca de coñac. Mojé el extremo de la piedra donde había
envuelto el pañuelo con el coñac, y le prendí fuego con la casi extinta
cerilla. Como antorcha dejaba mucho que desear, pero al menos, razoné, me
alumbraría un trecho.
Avancé por la cueva, reflexionando sobre las
circunstancias que me habían llevado hasta allí. Los campesinos de la zona
habían reportado a la guardia civil cómo sus ovejas estaban siendo atacadas por
algún tipo de extraña bestia. Obviamente, aquello evolucionó, o aquel caso no
hubiera llegado hasta nosotros. Poco más tarde, un par de pastores también
aparecieron muertos y semi-devorados, y días después de dárseles cristiana
sepultura, varios testigos de la zona aseguraron haber avisado sus espíritus vagando
por el bosque. Definitivamente, la División Especial debía echar un vistazo a
aquello. No sólo espíritus y bestias extrañas eran el pan nuestro de cada día,
sino que además, era la oportunidad perfecta para que Arturo, nuestra nueva
incorporación, se metiera de lleno en nuestro trabajo. No era precisamente un
joven bisoño, como bien mostraba su poblado bigote y sus maneras marciales. Arturo
era un veterano de la Guerra de Cuba, ducho en el combate y con un arrojo y
valentía demostrado. No obstante, aquella sería la primera vez que debía
adentrarse en otro campo: el de lo sobrenatural. Si no resultaba todo aquello
una patraña, como solía pasar muy a menudo. Lo más probable hubiera sido que
las ovejas se las comía un lobo, que los pastores se hubieran despeñado y que los
espíritus no fueran sino resultado de un exceso de vino. Hasta que vimos los restos
metálicos, claro está.
Desperdigados por el monte, descubrimos los retorcidos
restos de un vehículo metálico. Un vehículo que, en aquellos lares, sólo podía
haber llegado desde el cielo. Y a juzgar por los matorrales ennegrecidos y las
planchas de reluciente metal repartidos por una gran extensión de agreste monte,
el aterrizaje no había sido agradable. De hecho, parecía imposible que nadie ni
nada pudiera sobrevivir a lo que, claramente, había sido un violento impacto
contra el suelo. Y, sin embargo, el rastro llevaba hasta aquella cueva en la
que habíamos entrado, y por cuyo agujero en el suelo había resbalado hasta
aquella gruta.
- Mateo, aquí – dijo alguien frente a mí. Reconocí la voz
de Arturo. Hacia él dirigí la improvisada antorcha, y en efecto, vislumbré su adusto
y marcial porte recortándose ante la débil luz de las llamas que yo portaba.
- Encontré la
salida de la cueva, ven – continuó Arturo, haciéndome un gesto para que le
acompañara. Con la mano derecha.
Extraje rápidamente el revólver que siempre guardo en una
cartuchera bajo mi brazo y disparé sin pensármelo dos veces a aquella criatura,
antes de que se diera cuenta de que sus trucos habían fracasado. La cabeza del
ser que había tomado la forma de Arturo estalló en pedazos. “Malditos
metamorfos”, pensé.
La criatura comenzó a cambiar sin control mientras vertía
sobre ella el resto de mi coñac y le prendía fuego con las mortecinas llamas de mi
antorcha. No reconocía las caras que en terrible sucesión se formaban en
aquella extraña masa extraterrestre, pero sospeché que eran las de los pastores
que había asesinado. Que también había matado a mi compañero no me cabía ninguna
duda, y de que lo mismo hubiera hecho conmigo, de no haber recordado que Arturo
había perdido la mano derecha en la batalla de El Caney, tampoco.
No fue la última vez que me enfrenté a un metamorfo de
otro planeta, pero ésa ya es otra historia.