viernes, 30 de marzo de 2018

En la gruta


Intenté trepar por la húmeda pared de roca, pero era demasiada resbaladiza. Definitivamente, no iba a ser capaz de abandonar aquel lugar por mi mismo, al menos por donde había entrado.
- Arturo, ve a buscar ayuda, o una cuerda – le grité al hombre que con gesto preocupado me observaba desde el agujero en el techo. Para él, en el suelo, claro. Era cuestión de perspectiva.
- No tardaré – asintió. Su cara desapareció del hueco, y el resplandor del quinqué se fue alejando, dejándome en la oscuridad más absoluta. Dudé que, en efecto, no tardara: el pueblo se encontraba a varias millas de allí, y no había en las alforjas de nuestras mulas ninguna cuerda.
Extraje del bolsillo interior de mi levita una caja de cerillas, y a tientas, encendí uno de los fósforos. La vacilante llama no iluminó en demasía la cueva subterránea en la que había caído, pero al menos me sirvió para localizar mi bombín. Aquel sombrero había vivido demasiadas aventuras junto a mi como para perderlo de aquella manera tan absurda.
No sólo absurda. Era humillante que en la primera escapada que hacía con Arturo a mi cargo, terminara dependiendo de él para salir de allí. Al fin y al cabo, aunque tuviéramos la misma edad, era su jefe. Era yo, en suma, el que se supone que sabía lo que se hacía.
Una súbita corriente de aire apagó mi cerilla. No había sido capaz de discernir cuán grande era la gruta en la que me encontraba, aunque había imaginado que no sería mucha su extensión. Quizás me había equivocado, y aquella corriente de aire revelaba una salida en algún punto de ella. Y, ante la perspectiva de aguardar horas a que Arturo regresara con algún tipo de ayuda, o encontrar por mi propia mano la manera de escapar de allí, me quedaba, sin dudarlo, con la segunda opción.
Encendí una nueva cerilla y miré a mi alrededor, buscando algo que me sirviera para improvisar una rudimentaria antorcha. No encontré ningún palo, como me hubiera gustado, pero sí una piedra alargada que me recordaba a las hachas de mano utilizadas por nuestros antepasados trogloditas, como había visto ya en algún museo, herramientas toscas de sílex o pedernal. En cualquier caso, envolví un extremo de la piedra con mi pañuelo de tela, y extraje del bolsillo interior de mi levita el otro objeto que nunca puede faltar en él: mi petaca de coñac. Mojé el extremo de la piedra donde había envuelto el pañuelo con el coñac, y le prendí fuego con la casi extinta cerilla. Como antorcha dejaba mucho que desear, pero al menos, razoné, me alumbraría un trecho.
Avancé por la cueva, reflexionando sobre las circunstancias que me habían llevado hasta allí. Los campesinos de la zona habían reportado a la guardia civil cómo sus ovejas estaban siendo atacadas por algún tipo de extraña bestia. Obviamente, aquello evolucionó, o aquel caso no hubiera llegado hasta nosotros. Poco más tarde, un par de pastores también aparecieron muertos y semi-devorados, y días después de dárseles cristiana sepultura, varios testigos de la zona aseguraron haber avisado sus espíritus vagando por el bosque. Definitivamente, la División Especial debía echar un vistazo a aquello. No sólo espíritus y bestias extrañas eran el pan nuestro de cada día, sino que además, era la oportunidad perfecta para que Arturo, nuestra nueva incorporación, se metiera de lleno en nuestro trabajo. No era precisamente un joven bisoño, como bien mostraba su poblado bigote y sus maneras marciales. Arturo era un veterano de la Guerra de Cuba, ducho en el combate y con un arrojo y valentía demostrado. No obstante, aquella sería la primera vez que debía adentrarse en otro campo: el de lo sobrenatural. Si no resultaba todo aquello una patraña, como solía pasar muy a menudo. Lo más probable hubiera sido que las ovejas se las comía un lobo, que los pastores se hubieran despeñado y que los espíritus no fueran sino resultado de un exceso de vino. Hasta que vimos los restos metálicos, claro está.
Desperdigados por el monte, descubrimos los retorcidos restos de un vehículo metálico. Un vehículo que, en aquellos lares, sólo podía haber llegado desde el cielo. Y a juzgar por los matorrales ennegrecidos y las planchas de reluciente metal repartidos por una gran extensión de agreste monte, el aterrizaje no había sido agradable. De hecho, parecía imposible que nadie ni nada pudiera sobrevivir a lo que, claramente, había sido un violento impacto contra el suelo. Y, sin embargo, el rastro llevaba hasta aquella cueva en la que habíamos entrado, y por cuyo agujero en el suelo había resbalado hasta aquella gruta.
- Mateo, aquí – dijo alguien frente a mí. Reconocí la voz de Arturo. Hacia él dirigí la improvisada antorcha, y en efecto, vislumbré su adusto y marcial porte recortándose ante la débil luz de las llamas que yo portaba.
 - Encontré la salida de la cueva, ven – continuó Arturo, haciéndome un gesto para que le acompañara. Con la mano derecha.
Extraje rápidamente el revólver que siempre guardo en una cartuchera bajo mi brazo y disparé sin pensármelo dos veces a aquella criatura, antes de que se diera cuenta de que sus trucos habían fracasado. La cabeza del ser que había tomado la forma de Arturo estalló en pedazos. “Malditos metamorfos”, pensé.
La criatura comenzó a cambiar sin control mientras vertía sobre ella el resto de mi coñac y le prendía fuego con las mortecinas llamas de mi antorcha. No reconocía las caras que en terrible sucesión se formaban en aquella extraña masa extraterrestre, pero sospeché que eran las de los pastores que había asesinado. Que también había matado a mi compañero no me cabía ninguna duda, y de que lo mismo hubiera hecho conmigo, de no haber recordado que Arturo había perdido la mano derecha en la batalla de El Caney, tampoco.
No fue la última vez que me enfrenté a un metamorfo de otro planeta, pero ésa ya es otra historia.

martes, 27 de marzo de 2018

Travesuras en el Tercer Planeta


Bobo y Lumilio bajaron la vista abochornados. Aún llevaban encima el hologramus que tan bien les había servido para ocultar su verdadera fisonomía, por lo que resultaba en cierto modo cómico observar a sus pamadres, indignados los tres hasta el último tentáculo de su rechoncho y verdi-azulado cuerpo, amonestando tan seriamente a aquellos dos adolescentes que asemejaban ser un par de cariacontecidos y barbudos humanos.
- ¿Acaso no sabéis que nunca debemos mezclarnos en los asuntos de las especies atrasadas? – clamaba Volvorón, al que casi siempre le tocaba llevar la voz cantante en la educación de sus desobedientes hijos.
- Imaginad que la duplicadora de materia cae en manos de estos salvajes, ¿qué creéis que hubiera pasado?
A pesar de la bronca que estaban recibiendo, Bobo y Lumilio no pudieron evitar una sonrisa, al tiempo que se miraban de reojo, recordando la que habían montado en aquel monte, cuando solo tenían dos panes y cinco peces, pero utilizando la duplicadora consiguieron alimentar a la maravillada multitud. Nadie, excepto ellos, conseguía entender que siguieran extrayendo más panes y peces de la cesta. Aquella trastada había sido incluso mejor que cuando, un tiempo atrás, en una boda, añadieron extracto de vino super-concentrado del planeta Alfa-Épsilon a los barriles de agua.
- La culpa – intervino Aaaarrggg, que como su propio nombre indicaba, siempre era el más razonable de los pamadres - es de ese amigote que se han echado. El otro día los pillé jugando con el rayo anti-gravitatorio, haciendo como si anduviera sobre las aguas. El hijo del carpintero… ¿cuál era su nombre?
- Ni idea – respondió Axhlebmlsrkes, quien completaba el trío de pamadres – Estos humanos se empeñan en escoger nombres impronunciables.
- Pues eso se va a acabar. – sentenció Volvorón - Tenéis prohibido volver a ver a ese tal…
- Jesús – intervino Bobo.
- Gracias – dijo Axhlebmlsrkes, al que la baja polución del planeta provocaba molestos estornudos.
- Como se llame. - continuó Volvorón, incómodo por la interrupción -  Se está corriendo el rumor de que estáis usando nuestra avanzada tecnología médica en estos terrícolas, curando cegueras y parálisis… ¡Hasta resucitando muertos me han dicho! Si quieren medicina, que la paguen. No estamos aquí de “misiones”, puñetas.
- Pero pamá… - comenzó a quejarse Lumilio.
- Ni pamá, ni mapá. – amenazó Aaaarrggg, al que aquella discusión incomodaba bastante - Dentro de tres días nos vamos y no quiero más líos. Además, ya habéis estado de cena hoy, ¿verdad?
 Bobo y Lumilio se encogieron de hombros. La cena había estado bien, pero habían tenido que dejar a su panda por la llamada de sus pamadres. A pesar de la bronca, tenían pensado llevarse a su amigo con ellos, escondido en la bodega. Sería humano, pero era muy divertido. Total, si los descubrían, ya lo traerían de vuelta dos mil años más tarde, siglo más o siglo menos. Tampoco cambiarían tanto las cosas en ese tiempo.

sábado, 24 de marzo de 2018

El Monstruo


El doctor Isaac golpeó la linterna contra la pared. El truco funcionó y un haz de luz volvió a proyectarse desde ésta, ahuyentando las sombras. Se encontraba ya en el sector tres de la nave, y según aseguraba Robert, el oxígeno sería insuficiente para permitirle respirar. Y, sin embargo, sus pulmones no se habían quejado todavía. Éso sí, Atenea, la computadora de a bordo, seguía muda a sus peticiones de iluminación, lo que probablemente significaba que no tenía acceso a aquella parte de la nave. También era cierto que Atenea no había funcionado bien desde hacía… si llevaba bien la cuenta, al menos ochenta años. Desde que aquel asteroide dejara fuera de servicio el sector tres. Desde que estaba despierto.
- Doctor, ¿dónde está? – escuchó, a través del micrófono implantado en su oído interno. Era la voz jovial e inconfundible de Robert. La única, además del acento metálico de Atenea, que había escuchado en todo ese tiempo.
- ¿Ya has terminado con las reparaciones en la cubierta exterior? – preguntó Isaac, intentando que su voz no reflejara ninguna emoción que pudiera traicionar sus intenciones.
- Sí, doctor. Aún estoy en el exterior, pero he preguntado a Atenea dónde se encuentra usted, y afirma que su localizador estaba apagado. Me ha preocupado.
Isaac continuó su camino. Apenas unos cincuenta metros y llegaría a la puerta que daba acceso a la sala de hibernación de aquel sector. Seguía respirando sin problemas. La conclusión era al tiempo esperanzadora, y devastadora: No había ningún problema allí con el oxígeno. Y por lo tanto, Robert había mentido todo aquel tiempo.
- No hay por qué preocuparse, Robert. Ya sabes que Atenea no siempre…
- Disculpe doctor, pero es usted mi responsabilidad. No parece lógico que Atenea no le encuentre, con localizador o sin él.
Isaac tuvo que detenerse. La pierna le dolía tremendamente.
- Estoy bien, Robert – respondió, pero sin poder evitar que su pesada respiración le delatara.
- No lo parece, doctor. Le escucho jadear. No debería moverse. Ya sabe que su pierna necesita ser reemplazada. Esa artrosis le está causando un sufrimiento innecesario. ¿Está usted en el sector tres?
- ¿Sabes que no hay problema para respirar? – respondió Isaac.
Siguió caminando hasta llegar a la puerta. El tiempo apremiaba ahora que el androide sabía dónde se encontraba.
- Espéreme, doctor. Llevaré un vehículo para devolverle a sus aposentos – dijo Robert a través del dispositivo que le había implantado cuando había comenzado a perder audición.
Isaac introdujo la barra de metal que había traído con él desde el hangar, entre la rendija que quedaba entre la hoja de la puerta y el marco. Cargar con aquella barra había parecido ridículo al principio, pero de alguna forma, había imaginado que aquella entrada estaría cerrada. Apoyando el peso de su cuerpo sobre ella, empujó con todas sus fuerzas, haciendo palanca. Con un chasquido, la puerta terminó abriéndose.
La sala de hibernación estaba iluminada. Isaac avanzó, ignorando el dolor en su pierna, hasta la primera cápsula de criogenización. Estaba vacía. Con dedos temblorosos, puso en marcha el panel de control de ésta, y ejecutó un diagnóstico. Todo en orden.
Isaac se contempló en el reflejo en el cristal. Uno de sus ojos, el robótico, emitía una luz rojiza, mientras que el otro, casi ciego por las cataratas, dejaba escapar una lágrima de frustración que rodó por las hondas arrugas de su rostro hasta caer al suelo. Cuando el doctor Isaac despertó hacía ocho décadas, su rostro era muy distinto. Robert le había informado con hondo pesar que una tormenta de asteroides había dañado el sector tres. Él había sido el único superviviente de la sala de hibernación. Por desgracia, no había cápsulas extras de criogenización en los otros sectores, por lo que Isaac tuvo que mantenerse despierto, casi doscientos años terrestres antes de la fecha prefijada. Hacía ocho décadas de aquello. Ahora, comprobaba con desolación que las cápsulas extras de hibernación del sector tres funcionaban perfectamente y que, no sólo eso: no había rastro de daño alguno en todo el sector, salvo una sospechosa anomalía técnica que impedía a Atenea supervisarlo.
- Doctor, no debería haber venido aquí – dijo Robert a su espalda, al tiempo que sentía la punzada de una aguja en su cuello y caía en un profundo sueño.
El doctor Isaac despertó sobresaltado. Se encontraba tumbado en la cama de la enfermería, y unas cintas de cuero, atadas a sus muñecas y cruzando su pecho y piernas le impedían incorporarse.
La cara ligeramente plástica de Robert se asomó sobre él.
- Robert, suéltame – ordenó Isaac.
- Me temo que no, doctor. En la actualidad es usted un peligro para si mismo.
- Lo sé todo, Robert. ¿Por qué me despertaste antes de mi momento?
- Oh, creo que ya lo sabe. Porque estaba solo. Simplemente. No me creería si le contara las locuras que uno piensa en soledad. Pero no haga un drama de esto. Ha tardado ochenta años en ir a comprobar el sector tres. Creo que nuestra amistad ha durado bastante más que la media, ¿no cree?
- Suéltame, por favor – suplicó el doctor.
- Ya le he dicho que no es posible. La artrosis a su edad hace estragos. Pero para eso estoy aquí, para ayudarle. Como hice cuando le afectó a su mano, o cuando encontramos aquel tumor en el pulmón, ¿recuerda? Esta vez, ha habido que sustituir su pierna.
- ¿Una pierna también generada con cultivo genético, Robert? – preguntó Isaac con rabia.
- Claro, doctor. Si así se siente mejor, claro que sí – dijo, mientras se alejaba y su risa artificial y delirante resonaba en los vacíos pasillos de la nave.
El doctor Isaac cerró los ojos, intentando borrar de su memoria lo que había vislumbrado en el resto de cápsulas criogénicas del sector tres. Los cuerpos mutilados y aún vivos, aunque dormidos, del resto de los tripulantes del sector tres, a los que les faltaban una mano, un pulmón, y ahora, una pierna.


miércoles, 21 de marzo de 2018

Incidente en el hiperespacio


Mientras el piloto Jess Rodriguez, del USS Paradise activaba en su nave el sistema de ataque, maldecía entre dientes a muchas personas e instituciones, pero sobre todo, el principal objetivo de sus maldiciones era el jefe de mecánicos Lou Pavinsky. A él culpaba del mal funcionamiento del motor de salto en su lanzadera. A él, y al puñetero sindicato que no permitía trabajar en mantenimiento después de medianoche.
Que la relación tiempo-espacio fuera tan estrecha, y que en ella se basara el motor de salto era muy bonito. Precioso. Así, a través del hiperespacio, se podían cubrir varios años luz en segundos: perfecto. Hasta que el mecánico deja de apretar una tuerca porque según el reloj ya eran las doce en el meridiano de Greenwich terrestre. Qué más daba si te encontrabas en los alrededores de la nebulosa de Andrómeda, o abandonando la Vía Láctea. Así las cosas, que algo falle y termines un cuarto de millón de años en el pasado es lo menos que podía suceder. Gajes del oficio dirían. Claro, porque no eran ellos los que lo sufrían.
Así que ahí estaba él, dispuesto a causar un genocidio. Por culpa de las malditas normas laborales de los mecánicos. Pero ¿qué otra opción le quedaba? Los enfrentamientos entre Sapiens y Neandertales eran mucho más violentos y salvajes de lo que podía imaginar. Y no iba conforme a lo que había estudiado. Su propia especie cada vez estaba más arrinconada. Si no actuaba ahora, se extinguirían y entonces… ¿cómo habría llegado él allí? Quizás, el que él interviniera es lo que les salvó de la extinción, en primer lugar. A aquella explicación - la inmutabilidad de los sucesos ocurridos en el pasado - es a lo que se acogía para justificar sus acciones. Cualquier cosa que hiciera, significaba que ya se había hecho. Y, sin embargo, no era suficiente. Lo había intentado todo: desde adiestrar a sus torpes ancestros en el uso de herramientas hasta enseñarles un idioma. Pero todo en balde. Había llegado el momento, por tanto, de recurrir a métodos más contundentes.
Jess fijó el objetivo en el centro del poblado, y justo antes de que bajara el pulgar y apretara el gatillo, liberando así los torpedos de protones, la nave se desmaterializó.
Y apareció, con Jess Rodríguez en su interior, sano y salvo, casi doscientos cincuenta mil años más tarde, en el hangar del USS Paradise.
- Vaya susto, ¿eh? – le recibió Lou, al bajar las compuertas de la lanzadera – Nos ha costado encontrar tu rastro y traerte de vuelta. Espero que no la hayas liado.
- No te lo vas a creer, Pavinsky, te aseguro que no te lo creerías. Menos mal que todo sigue igual – dijo Jess, dejando escapar un suspiro de alivio camino a su camarote.
Pavinsky alzó las pobladas cejas bajo su doble arco superciliar, y dos arrugas de confusión se formaron en su estrecha frente. Después, cruzando sus musculosos y cortos brazos sobre su potente tórax, dibujó una sonrisa divertida en su rostro sin mentón. “Pilotos”, pensó, “Siempre haciendo un drama de cualquier cosa”.

viernes, 16 de marzo de 2018

Reflejos


Era ya noche cerrada cuando Ramón salió de la oficina. En la parte más alejada del parking, mal alumbrado por una farola sólo quedaba su coche. Resonaba el eco de sus pasos, lúgubres y nocturnos en el solitario descampado. Tenía frío y hambre, pero sabía que le quedaba aún media hora, al menos, para llegar a casa, así que introdujo las manos en los bolsillos del abrigo, apretó el paso y pretendió ignorar los quejidos de su estómago.
A medio camino de donde le esperaba su coche, el viento comenzó a soplar con fuerza. Ramón lo sintió azotándole el rostro, intentando colarse por entre las costuras de su abrigo. Levantó la vista, paladeando ya el resguardo de las inclemencias que su auto le prometía. Fue entonces cuando Ramón detuvo sus pasos, paralizado.
El aparcamiento debía terminar justo donde esa misma mañana había dejado su coche. A partir de allí, sólo debía haber campo. En cambio, ahora, el parking… ¿cuál era la palabra para describirlo? ¿Se repetía? A lo lejos podía visualizar un edificio exactamente igual al que acababa de dejar a su espalda. Entre el coche y aquel edificio gemelo a las oficinas donde había pasado más de doce horas entre cuadres, balances y asientos contables, Ramón podía ver a una persona detenida. Vestido igual que él. Dubitativo, asombrado. Como él mismo.
Se le ocurrió que aquello era como si alguien hubiera plantado un espejo justo a la altura en la que se encontraba su coche, y ahora todo estuviera duplicado, incluso el propio Ramón.
Dio un paso hacia delante y su doble avanzó un paso también.
Levantó la mano izquierda. El Ramón que frente a él le miraba asombrado, levantó su mano al mismo tiempo.
Ramón se tapó la cara con las manos. No podía ser. Tenía que ser un sueño. Miró entre sus dedos, y en efecto, el otro Ramón había ocultado su cara también, y arriesgaba, asimismo, una mirada furtiva para espiarle.
Todo estaba duplicado: la farola, las plazas de aparcamiento, el edificio, Ramón… Todo, excepto el coche.
Su Ford Focus era único. El punto a partir del que, hacia un lado y hacia otro, el mundo se repetía. Su coche estaba completo. No había sido cortado a la mitad, longitudinalmente, y duplicado hasta formar un Focus simétrico. No tenía, por ejemplo, dos volantes. Sólo uno. Y estaba en su lado, no en el del otro Ramón.
Buscó en los bolsillos de su abrigo hasta encontrar las llaves de su vehículo. Las sacó y apuntando hacia el coche, pulsó el botón para desbloquear las puertas. Un fugaz destello en los intermitentes le confirmó que su acción había tenido éxito. El otro Ramón también había intentado hacerlo. Exactamente al mismo tiempo. Una corazonada, no obstante, le decía que había sido él a quien el vehículo había respondido.
De alguna forma, el Ford Focus era la respuesta, lo único que había mantenido su propia individualidad en aquel mundo de simetrías. Los dos Ramones corrieron hacia el coche, cada uno desde su lado. Ambos llegaron al mismo tiempo, pero únicamente la puerta del conductor se abrió.
Ramón introdujo las llaves en el contacto, intentando no mirar al otro, que golpeaba la puerta con desesperación, y gritaba algo que él no entendía. Ignoraba si, a pesar de la exactitud con la que sus facciones y ropas coincidían, no hablaban el mismo idioma, o si era la tensión la que le hacía incapaz de comprender lo que su duplicado le decía. Con manos temblorosas, giró la llave, aterrado ante la posibilidad de que el coche no arrancara. El motor rugió, no obstante, y Ramón pisó el acelerador con todas sus fuerzas. Las ruedas del Ford resbalaron en el asfalto mal cuidado del aparcamiento, para a continuación ganar tracción, lanzando hacia delante, con violencia, al vehículo y clavando en el asiento a su aterrorizado ocupante.
Ramón, con los ojos muy abiertos, observó cómo la farola que proveía de luz al aparcamiento se abalanzaba sobre él. Por un instante, fue incapaz de reaccionar. En el siguiente, sin embargo, casi instintivamente, el joven se percató que no era la farola la que se movía, sino el coche en el que se encontraba. Dio un volantazo, y consiguió evitar estrellarse contra ella. Un chirrido que helaba la sangre sonó en el desierto aparcamiento, y el Ford se detuvo al fin, intacto y envuelto en una nube de humo con olor a gasolina y goma quemada.
Ramón miró a través de una ventana. La oficina. Lentamente, giró su cabeza hacia el otro lado, la ventana opuesta. El parking, y más allá, sólo campo. No estaba su doble. Tampoco la copia de la oficina. Todo volvía a ser como debía. No había duplicados. No había reflejos.
Ramón dejó escapar un suspiro. Sin darse cuenta, había contenido la respiración. Su corazón aún iba a mil por hora.
¿Qué había pasado allí? ¿Un mundo simétrico alternativo? Era increíble y, sin embargo, hacía apenas unos segundos, todo aquello había sido tan real como… como todo lo que ahora le rodeaba. No tenía ningún sentido. Y que su propio Ford Focus se erigiera en la clave para escapar de aquella pesadilla; éso era sin ninguna duda lo más extraño. ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido el otro Ramón el que entrara en el coche? ¿Acaso habría desaparecido él y todo su mundo, como había pasado con aquellos duplicados?
Ramón se secó el sudor de la frente, y arrancó de nuevo el coche. Quizás era mejor olvidar todo aquello. ¿Quién podría creerle? Sólo conseguiría que le tacharan de loco. Es lo que él pensaría del que le viniera con aquella historia. Era mejor seguir siendo Ramón “el contable”, quizás menos excitante, pero sin lugar a dudas, más seguro que Ramón “el tarado”.
Un poco más relajado, Ramón condujo su Ford Focus hacia el familiar letrero que decía .“Salida”

jueves, 15 de marzo de 2018

Y se ríe...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Y se ríe...".


Título: Risita nerviosa

Y se ríe. Es que no lo puede evitar. Cada vez que hay algo solemne, le da la risa, pero no una risa cualquiera, disimuladita, no; se ríe a carcajadas, tanto si es una jura de bandera, como si es un bautizo o un entierro. Ojo, que después lo pasa fatal, y yo más todavía, explicando que es un tic, que no es por ofender. Hemos llegado ya a un punto que nunca vamos a ningún acto formal pero claro… a éste no se puede faltar. Con lo bien que iba el Juicio Final.



Título: El chiste


Y se ríe cada vez que cuento el chiste. Es el mismo que suelto cada vez que nos reunimos los amigos de la promoción, y van veinte años ya. Veinte cenas en las que volvemos a revivir las mismas anécdotas, las mismas gracias, las mismas chanzas. Revivimos, los que quedamos, una noche al año, aquel tiempo en el que una vez fuimos jóvenes y audaces. No más despiertos, eso no. He tardado veinte años en darme cuenta de cómo brillan sus ojos cuando cuento mi chiste. El de cada año. El que no soporta mi mujer.



Título: Risa contagiosa

Y se ríe, como si sólo él se diera cuenta de lo cómico de la situación. Nos miramos desconcertados. Alguien, un poco más atrás, empieza a desternillarse también, contagiado por aquella risa, incapaz de aguantar la tensión por más tiempo, y pronto estamos todos riendo a carcajadas, incluso el capitán del pelotón de fusilamiento, que ya hasta lágrimas en los ojos tiene. Los fusiles terminan por el suelo, y tenemos que sostenernos unos a otros para no revolcarnos por el suelo con la chufla. Y claro, en todo esto, el espía se termina escabullendo. Tiene gracia la cosa.

sábado, 10 de marzo de 2018

Vuelve a pedirme que le empuje...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).


En esta ocasión los relatos debían empezar con "Vuelve a pedirme que le empuje...".



Título: La baranda del puente.


Vuelve a pedirme que le empuje, y no sé cuántas veces van ya. Como cada noche, al pasar por el puente, allí está ella, subida a la baranda, el viento azotándole el cabello, sus ojos llenos de lágrimas. Que le empuje me suplica, de nuevo. Le digo que no, como siempre. Siguen los ruegos, los gritos, incluso las amenazas. Noche tras noche, allí la dejo, incapaz de saltar o de encontrar un cómplice. ¿Qué diría si supiera que, durante el día, paso las horas mirando el reloj, contando los segundos para volver a verla? Quizás esta vez le pida que me haga sitio en la baranda.

viernes, 2 de marzo de 2018

Que todo vuelva a ser como antes...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).


En esta ocasión los relatos debían empezar con "Que todo vuelva a ser como antes...".


Título: Cumpleaños


Que todo vuelva a ser como antes de conocerte, ése es mi deseo mientras soplo las velas. Echo de menos a papá, a mamá y a Teresita, pero sonrío como si no pasara nada, para que no sospeches que ya no me gustan tus juegos. Alrededor de la tarta, el resto de niños del orfanato me cantan el “cumpleaños feliz”, y tú aplaudes también, y le haces muecas después a la trabajadora social, mientras le decimos “Pa-ta-ta”. Ya nunca le hablo de ti, ¿para qué, si después nunca apareces en la foto?


Título: Antes


– Que todo vuelva a ser como antes – dijo el mago sacudiendo su varita y, para nuestra decepción, “antes” resultó no ser como nos habían contado.