El doctor Isaac golpeó la linterna contra la pared. El
truco funcionó y un haz de luz volvió a proyectarse desde ésta, ahuyentando las
sombras. Se encontraba ya en el sector tres de la nave, y según aseguraba Robert,
el oxígeno sería insuficiente para permitirle respirar. Y, sin embargo, sus
pulmones no se habían quejado todavía. Éso sí, Atenea, la computadora de a
bordo, seguía muda a sus peticiones de iluminación, lo que probablemente significaba
que no tenía acceso a aquella parte de la nave. También era cierto que Atenea
no había funcionado bien desde hacía… si llevaba bien la cuenta, al menos
ochenta años. Desde que aquel asteroide dejara fuera de servicio el sector
tres. Desde que estaba despierto.
- Doctor, ¿dónde está? – escuchó, a través del micrófono
implantado en su oído interno. Era la voz jovial e inconfundible de Robert. La
única, además del acento metálico de Atenea, que había escuchado en todo ese
tiempo.
- ¿Ya has terminado con las reparaciones en la cubierta
exterior? – preguntó Isaac, intentando que su voz no reflejara ninguna emoción
que pudiera traicionar sus intenciones.
- Sí, doctor. Aún estoy en el exterior, pero he
preguntado a Atenea dónde se encuentra usted, y afirma que su localizador
estaba apagado. Me ha preocupado.
Isaac continuó su camino. Apenas unos cincuenta metros y
llegaría a la puerta que daba acceso a la sala de hibernación de aquel sector. Seguía
respirando sin problemas. La conclusión era al tiempo esperanzadora, y
devastadora: No había ningún problema allí con el oxígeno. Y por lo tanto,
Robert había mentido todo aquel tiempo.
- No hay por qué preocuparse, Robert. Ya sabes que Atenea
no siempre…
- Disculpe doctor, pero es usted mi responsabilidad. No
parece lógico que Atenea no le encuentre, con localizador o sin él.
Isaac tuvo que detenerse. La pierna le dolía
tremendamente.
- Estoy bien, Robert – respondió, pero sin poder evitar que
su pesada respiración le delatara.
- No lo parece, doctor. Le escucho jadear. No debería
moverse. Ya sabe que su pierna necesita ser reemplazada. Esa artrosis le está causando
un sufrimiento innecesario. ¿Está usted en el sector tres?
- ¿Sabes que no hay problema para respirar? – respondió Isaac.
Siguió caminando hasta llegar a la puerta. El tiempo
apremiaba ahora que el androide sabía dónde se encontraba.
- Espéreme, doctor. Llevaré un vehículo para devolverle a
sus aposentos – dijo Robert a través del dispositivo que le había implantado
cuando había comenzado a perder audición.
Isaac introdujo la barra de metal que había traído con él
desde el hangar, entre la rendija que quedaba entre la hoja de la puerta y el
marco. Cargar con aquella barra había parecido ridículo al principio, pero de
alguna forma, había imaginado que aquella entrada estaría cerrada. Apoyando el
peso de su cuerpo sobre ella, empujó con todas sus fuerzas, haciendo palanca.
Con un chasquido, la puerta terminó abriéndose.
La sala de hibernación estaba iluminada. Isaac avanzó, ignorando
el dolor en su pierna, hasta la primera cápsula de criogenización. Estaba
vacía. Con dedos temblorosos, puso en marcha el panel de control de ésta, y
ejecutó un diagnóstico. Todo en orden.
Isaac se contempló en el reflejo en el cristal. Uno de
sus ojos, el robótico, emitía una luz rojiza, mientras que el otro, casi ciego
por las cataratas, dejaba escapar una lágrima de frustración que rodó por las
hondas arrugas de su rostro hasta caer al suelo. Cuando el doctor Isaac
despertó hacía ocho décadas, su rostro era muy distinto. Robert le había
informado con hondo pesar que una tormenta de asteroides había dañado el sector
tres. Él había sido el único superviviente de la sala de hibernación. Por
desgracia, no había cápsulas extras de criogenización en los otros sectores,
por lo que Isaac tuvo que mantenerse despierto, casi doscientos años terrestres
antes de la fecha prefijada. Hacía ocho décadas de aquello. Ahora, comprobaba
con desolación que las cápsulas extras de hibernación del sector tres
funcionaban perfectamente y que, no sólo eso: no había rastro de daño alguno en
todo el sector, salvo una sospechosa anomalía técnica que impedía a Atenea
supervisarlo.
- Doctor, no debería haber venido aquí – dijo Robert a su
espalda, al tiempo que sentía la punzada de una aguja en su cuello y caía en un
profundo sueño.
El doctor Isaac despertó sobresaltado. Se encontraba
tumbado en la cama de la enfermería, y unas cintas de cuero, atadas a sus
muñecas y cruzando su pecho y piernas le impedían incorporarse.
La cara ligeramente plástica de Robert se asomó sobre él.
- Robert, suéltame – ordenó Isaac.
- Me temo que no, doctor. En la actualidad es usted un
peligro para si mismo.
- Lo sé todo, Robert. ¿Por qué me despertaste antes de mi
momento?
- Oh, creo que ya lo sabe. Porque estaba solo.
Simplemente. No me creería si le contara las locuras que uno piensa en soledad.
Pero no haga un drama de esto. Ha tardado ochenta años en ir a comprobar el
sector tres. Creo que nuestra amistad ha durado bastante más que la media, ¿no
cree?
- Suéltame, por favor – suplicó el doctor.
- Ya le he dicho que no es posible. La artrosis a su edad
hace estragos. Pero para eso estoy aquí, para ayudarle. Como hice cuando le
afectó a su mano, o cuando encontramos aquel tumor en el pulmón, ¿recuerda? Esta
vez, ha habido que sustituir su pierna.
- ¿Una pierna también generada con cultivo genético,
Robert? – preguntó Isaac con rabia.
- Claro, doctor. Si así se siente mejor, claro que sí –
dijo, mientras se alejaba y su risa artificial y delirante resonaba en los
vacíos pasillos de la nave.
El doctor Isaac cerró los ojos, intentando borrar de su memoria
lo que había vislumbrado en el resto de cápsulas criogénicas del sector tres.
Los cuerpos mutilados y aún vivos, aunque dormidos, del resto de los tripulantes
del sector tres, a los que les faltaban una mano, un pulmón, y ahora, una
pierna.
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