lunes, 4 de junio de 2018

Las últimas horas del cabo Ramírez


El cabo Ramírez se dejó caer bajo el árbol. A menos de cien pasos, atravesando una huerta que las malas yerbas amenazaban con malograr, se encontraba la casa. Era poco más que una chabola, cuatro maderos que sostenían un techo que resguardaba del sol, pero que apenas sería capaz de proteger de la lluvia a sus habitantes. Ramírez hubiera dado tres cuartas partes de su paga como granadero del Rey por haber sido capaz de arrastrar su cuerpo hasta allí. No era de cristianos morirse a la intemperie, como un perro. Pero sólo hasta el árbol le llegaron las fuerzas.
Cuando abrió los ojos, se llevó una desilusión. Seguía vivo: la muerte no había aprovechado para llevárselo sin mayor sufrimiento durante aquel sueño que le había llegado quién sabe de dónde. Y ahora, despierto, el terrible dolor del costado seguía insistiendo en hacer de sus últimas horas un infierno, quizás para irle acostumbrando a lo que le esperaba en la otra vida. Retiró con cuidado la mano del agujero que una bala de mosquete inglés le había abierto en la emboscada del arroyo, y reprimió un grito al sentir una punzada envenenada, como si se le clavara un hierro candente en las tripas. La mano estaba empapada en sangre, todavía fresca. “Pero, cuánta sangre tiene uno dentro, la Virgen. Si fuera vino, mejor nos fuera”, pensó con una mueca irónica al darse cuenta de lo reseca que tenía la garganta.
Fue entonces cuando lo vio. Igual llevaba ya un tiempo allí, delante suya. O no. Tal vez el niño, un mestizo de cabellos largos y mirada curiosa, había esperado hasta darse cuenta de que aquel hombre que agonizaba, apoyada su espalda en el tronco del árbol, no era un peligro. Al menos si mantenía las distancias. El caso es que Ramírez se encontró frente a si al chaval, que le observaba con mirada dubitativa.
Como si la herida de su costado fuera algo obsceno que hubiera que ocultar de la vista de un niño, el granadero volvió a taparla con su mano, reprimiendo una maldición.
- Chico, agua, tráeme agua – le dijo con una voz pastosa y ronca.
El niño le miró asombrado, mientras que Ramírez juraba por lo bajo. Con su suerte, aquel chico no hablaba castellano, y él, el único inglés que sabía era el que había aprendido de los labios de mujeres en algunos puertos en los que… en fin, no era apropiado para los oídos de un menor.
- Agua, me cago en Dios, tráeme agua – repitió, esta vez, intentando remedar el gesto de beber agua de un botijo.
- Oh, water? – preguntó el mestizo.
- Eso, uota por tus muertos, tráeme uota.
El niño salió a la carrera. El granadero moribundo lo vio como atravesaba la huerta, y con movimientos casi felinos, como si se quisiera ocultar de alguien, rodeaba la casa y desaparecía tras ella. Ramírez cerró los ojos.
- Water! – le dijo el niño despertándole.
Ramírez tomó la jarra de barro que el niño le tendía, y sintió cómo el agua fresca se deslizaba por su enfebrecida garganta. Dejó caer la jarra en la tierra y volvió a cerrar los ojos.
El niño le tiró de la manga.
- Now you come and kill the red coats! – dijo, en voz baja, aunque con tono urgente.
- No te entiendo, niño. Gracias por el agua, pero ahora déjame morirme en paz, joder.
El mestizo señaló al mosquete que descansaba en el suelo junto al cabo, e hizo el gesto de sostenerlo, y disparar, apuntando hacia la casa.
- Mother is in there. With the English – dijo, clavando su mirada furiosa en los ojos del granadero.
- Inglis? – preguntó Ramírez, que sí entendía esa palabra - ¿Allí, en la casa? ¿Madre?
- Mother, yes! – respondió el niño.
- Vamos, no me jodas – suspiró Ramírez – Aunque, ¿qué más da? Al menos palmaremos bajo techo.
Con dificultad, apoyándose en el mosquete, y con la ayuda del niño, consiguió ponerse en pie. Avanzó hacia la cabaña, paso a paso, sintiendo como el averno se abría camino por entre sus entrañas.  
El cabo Ramírez se detuvo, oculto, a un lado de la puerta. Del interior emanaban ronquidos de al menos dos hombres. Con la respiración entrecortada, intentando no hacer ruido, echó un vistazo dentro. En una cama, desnuda, atada y amordazada, estaba una mujer india. Le miró fijamente, en silencio. Junto a ella, dormido, un inglés con los pantalones bajados. En el otro extremo de la habitación, dormitaba también sobre una silla, otro inglés, con la casaca desabrochada. Frente a él, una botella abierta y vacía que el granadero apostaba estuvo llena, hasta hacía poco, de whisky de maíz. Si tenía suerte, ambos estarían borrachos. Ajustó la bayoneta, se persignó y entró en el interior de la cabaña.
Se dirigió en primer lugar hacia el de la silla. Apenas le dio tiempo al inglés a abrir los ojos y jurar en su idioma cuando la bayoneta le atravesó el pecho. Ramírez empujó con rabia el mosquete, a modo de pica. Por el rabillo del ojo, el cabo de granaderos observó cómo el otro inglés se incorporaba y buscaba su espada por el suelo. Su plan había sido disparar el mosquete contra éste, pero su compañero había arrastrado su arma consigo en su caída. Fue entonces cuando la india, aún con las manos atadas, apresó al inglés por el cuello, por la espalda. Aprovechando el momento de desconcierto, Ramírez asió la botella de whisky y se la estampó en la cabeza, regando la cabaña de cristales. En ese momento, una sombra que en un principio tomó por un demonio, pasó a su lado como un rayo y un cuchillo de dos palmos de largo se clavó en el cuello del inglés.
Ramírez observó cómo brillaban los ojos del mestizo y se preguntó de dónde había sacado aquel cuchillo. No lo hizo mucho tiempo, mientras caía al suelo y ahora, definitivamente, cerraba los ojos para siempre.

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