El cabo Ramírez se dejó caer bajo el árbol. A menos de
cien pasos, atravesando una huerta que las malas yerbas amenazaban con malograr,
se encontraba la casa. Era poco más que una chabola, cuatro maderos que
sostenían un techo que resguardaba del sol, pero que apenas sería capaz de
proteger de la lluvia a sus habitantes. Ramírez hubiera dado tres cuartas partes
de su paga como granadero del Rey por haber sido capaz de arrastrar su cuerpo
hasta allí. No era de cristianos morirse a la intemperie, como un perro. Pero sólo
hasta el árbol le llegaron las fuerzas.
Cuando abrió los ojos, se llevó una desilusión. Seguía
vivo: la muerte no había aprovechado para llevárselo sin mayor sufrimiento durante
aquel sueño que le había llegado quién sabe de dónde. Y ahora, despierto, el
terrible dolor del costado seguía insistiendo en hacer de sus últimas horas un
infierno, quizás para irle acostumbrando a lo que le esperaba en la otra vida.
Retiró con cuidado la mano del agujero que una bala de mosquete inglés le había
abierto en la emboscada del arroyo, y reprimió un grito al sentir una punzada envenenada,
como si se le clavara un hierro candente en las tripas. La mano estaba empapada
en sangre, todavía fresca. “Pero, cuánta sangre tiene uno dentro, la Virgen. Si
fuera vino, mejor nos fuera”, pensó con una mueca irónica al darse cuenta de lo
reseca que tenía la garganta.
Fue entonces cuando lo vio. Igual llevaba ya un tiempo
allí, delante suya. O no. Tal vez el niño, un mestizo de cabellos largos y
mirada curiosa, había esperado hasta darse cuenta de que aquel hombre que
agonizaba, apoyada su espalda en el tronco del árbol, no era un peligro. Al
menos si mantenía las distancias. El caso es que Ramírez se encontró frente a
si al chaval, que le observaba con mirada dubitativa.
Como si la herida de su costado fuera algo obsceno que hubiera
que ocultar de la vista de un niño, el granadero volvió a taparla con su mano,
reprimiendo una maldición.
- Chico, agua, tráeme agua – le dijo con una voz pastosa
y ronca.
El niño le miró asombrado, mientras que Ramírez juraba
por lo bajo. Con su suerte, aquel chico no hablaba castellano, y él, el único
inglés que sabía era el que había aprendido de los labios de mujeres en algunos
puertos en los que… en fin, no era apropiado para los oídos de un menor.
- Agua, me cago en Dios, tráeme agua – repitió, esta vez,
intentando remedar el gesto de beber agua de un botijo.
- Oh, water? – preguntó el mestizo.
- Eso, uota por tus muertos, tráeme uota.
El niño salió a la carrera. El granadero moribundo lo vio
como atravesaba la huerta, y con movimientos casi felinos, como si se quisiera
ocultar de alguien, rodeaba la casa y desaparecía tras ella. Ramírez cerró los
ojos.
- Water! – le dijo
el niño despertándole.
Ramírez tomó la jarra de barro que el niño le tendía, y sintió
cómo el agua fresca se deslizaba por su enfebrecida garganta. Dejó caer la
jarra en la tierra y volvió a cerrar los ojos.
El niño le tiró de la manga.
- Now you come and
kill the red coats! – dijo, en voz baja, aunque con tono urgente.
- No te entiendo, niño. Gracias por el agua, pero ahora
déjame morirme en paz, joder.
El mestizo señaló al mosquete que descansaba en el suelo
junto al cabo, e hizo el gesto de sostenerlo, y disparar, apuntando hacia la
casa.
- Mother is in
there. With the English – dijo, clavando su mirada furiosa en los ojos del
granadero.
- Inglis? – preguntó Ramírez, que sí entendía esa palabra
- ¿Allí, en la casa? ¿Madre?
- Mother, yes! –
respondió el niño.
- Vamos, no me jodas – suspiró Ramírez – Aunque, ¿qué más
da? Al menos palmaremos bajo techo.
Con dificultad, apoyándose en el mosquete, y con la ayuda
del niño, consiguió ponerse en pie. Avanzó hacia la cabaña, paso a paso,
sintiendo como el averno se abría camino por entre sus entrañas.
El cabo Ramírez se detuvo, oculto, a un lado de la
puerta. Del interior emanaban ronquidos de al menos dos hombres. Con la
respiración entrecortada, intentando no hacer ruido, echó un vistazo dentro. En
una cama, desnuda, atada y amordazada, estaba una mujer india. Le miró
fijamente, en silencio. Junto a ella, dormido, un inglés con los pantalones
bajados. En el otro extremo de la habitación, dormitaba también sobre una
silla, otro inglés, con la casaca desabrochada. Frente a él, una botella
abierta y vacía que el granadero apostaba estuvo llena, hasta hacía poco, de
whisky de maíz. Si tenía suerte, ambos estarían borrachos. Ajustó la bayoneta,
se persignó y entró en el interior de la cabaña.
Se dirigió en primer lugar hacia el de la silla. Apenas
le dio tiempo al inglés a abrir los ojos y jurar en su idioma cuando la
bayoneta le atravesó el pecho. Ramírez empujó con rabia el mosquete, a modo de
pica. Por el rabillo del ojo, el cabo de granaderos observó cómo el otro inglés
se incorporaba y buscaba su espada por el suelo. Su plan había sido disparar el
mosquete contra éste, pero su compañero había arrastrado su arma consigo en su
caída. Fue entonces cuando la india, aún con las manos atadas, apresó al inglés
por el cuello, por la espalda. Aprovechando el momento de desconcierto, Ramírez
asió la botella de whisky y se la estampó en la cabeza, regando la cabaña de
cristales. En ese momento, una sombra que en un principio tomó por un demonio,
pasó a su lado como un rayo y un cuchillo de dos palmos de largo se clavó en el
cuello del inglés.
Ramírez observó cómo brillaban los ojos del mestizo y se
preguntó de dónde había sacado aquel cuchillo. No lo hizo mucho tiempo,
mientras caía al suelo y ahora, definitivamente, cerraba los ojos para siempre.
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