Jugábamos a la Vuelta a España sobre el suelo rojizo de
la terraza. Habíamos marcado con tiza blanca en el terrazo una carretera
sinuosa por donde corrían las chapas. Cada una era única, como atestiguaban los
redondeles de papel cuadriculado, recortados de los cuadernos del cole. Los
habíamos pintado con los colores de cada equipo, y habíamos escrito en ellos
los nombres de los ciclistas. No sé cuántos equipos hicimos, se me ha olvidado
ya. Me acuerdo solo del Kelme y del Reynolds, pero hicimos más, seguro.
Apuntábamos lo que cada corredor tardaba en recorrer aquella carretera que cada
día trazábamos distinta, y hacíamos clasificaciones diarias de montaña, metas
volantes, y claro, la general. Mi favorito era Vicente Belda, y el de Jaime era
José Luis Laguia. Cada etapa duraba una tarde entera. Una tarde lenta y
pegajosa de verano. Era lo único en lo que le ganaba a mi hermano.
El recuerdo de aquellos días es vaporoso, etéreo. Me
asalta como la niebla que se cuela por la ventanilla del coche que mi padre ha
bajado para disipar el olor acre de su sudor.
—¿Vas a bajar conmigo?
—dice con cierta brusquedad, como si llevara tiempo pensando hacer esa
pregunta y no se atreviera hasta ahora.
Mamá le mira y mueve la cabeza a uno y otro lado. Se
muerde el labio para no llorar, pero las lágrimas se agolpan en sus ojos, y
parece querer gritar como otras veces «tú se la compraste, es culpa tuya».
Y entonces me acuerdo otra vez de Jaime, de su sonrisa
pletórica cuando llegó papá con la bicicleta de carreras. El marco era rojo, de
Otero, y los cambios y los frenos eran Shimano. Aquella bicicleta daba mil
vueltas a mi Orbea verde de manillar alto, con timbre y bocina. Porque la suya
era una bicicleta de carreras, una bicicleta que ya no era de niño, como la mía.
Para entonces él ya había entrado en el equipo, y no tenía ya tiempo de jugar a
las chapas conmigo. Todos los domingos, a las siete de la mañana, bajaba enfundado
en sus culottes y su maillot de Talleres Armesto, que aquel año les
patrocinaba, y junto al resto de chavales se echaban a la carretera. Yo a esa
hora apenas era capaz de abrir un ojo con legañas y verlo vestirse en silencio.
Ahora, borroso, como si saliera de ese mismo sueño en el
que reside el Jaime de doce años, papá abre la puerta del coche y sale al
exterior con la cabeza baja. Pero no es mi padre de aquel tiempo en el que
Jaime corría por el arcén con su Otero. Papá lleva en sus hombros el peso del
mundo, y en su mano un ramo pequeño, de flores que recogió ayer en el campo y
que ha mantenido toda la noche con agua en una jarra. Son flores sencillas y
humildes, de ésas que no vas a comprar en la tienda, pero son bonitas. Mamá se
queda en el coche, y apoya su frente en la ventana, sintiendo el frío de la
mañana en su piel, los ojos ya cerrados, las palabras ahogadas en su garganta. No
ve como papá se arrodilla y deja el ramo con delicadeza en esa cuneta en la que
el viento y la lluvia se ha llevado los de otros años pasados.
Jaime ya no monta su bicicleta, y yo quiero sostener la
mano de papá mientras busca una razón para seguir sintiendo. Quiero abrazar a
mamá y secar las lágrimas que se escapan por sus mejillas, y pienso si algún
día recuperará la sonrisa, aunque de sobra sé que no, que algo en su alma se ha
roto y ya nunca nadie podrá repararlo. Quiero decirles que nadie tiene la culpa
de lo que sucedió. Simplemente quería sentir lo que él, el viento en mi cara,
las ruedas sobre el asfalto, los platos y piñones coordinados para que cada pedalada
me llevara lejos, lejos. Quería conducir la Otero con cambios Shimano de Jaime
como él hacía. Quería ser mayor, quería ser ciclista, como mi hermano. Por eso
la cogí sin su permiso. Por eso salí a la carretera sin que nadie lo supiera.
No me acuerdo ya de qué pasó. ¿Un accidente? ¿un
conductor borracho? No sé. Todo se desvanece en esta bruma esponjosa que oculta
otra vez a papá y a mamá. Jaime ya hace tiempo que no viene, él tiene el alivio
y la maldición de poder pasar página. O quizás viene a diario, ya no lo sé,
podría estar equivocado porque los recuerdos van perdiendo los hilos y las
costuras de este mundo de donde aún no me he ido, están tan holgadas que se van
perdiendo las sedosas telas que lo cubren, y apenas el eco de un reflejo queda.
Pero me acuerdo, eso sí, de cuando Vicente Belda le ganó la Vuelta a José Luis
Laguia, por tres toques de chapa, una tarde lenta y pegajosa de verano.
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