domingo, 9 de septiembre de 2018

Una tarde de verano


Jugábamos a la Vuelta a España sobre el suelo rojizo de la terraza. Habíamos marcado con tiza blanca en el terrazo una carretera sinuosa por donde corrían las chapas. Cada una era única, como atestiguaban los redondeles de papel cuadriculado, recortados de los cuadernos del cole. Los habíamos pintado con los colores de cada equipo, y habíamos escrito en ellos los nombres de los ciclistas. No sé cuántos equipos hicimos, se me ha olvidado ya. Me acuerdo solo del Kelme y del Reynolds, pero hicimos más, seguro. Apuntábamos lo que cada corredor tardaba en recorrer aquella carretera que cada día trazábamos distinta, y hacíamos clasificaciones diarias de montaña, metas volantes, y claro, la general. Mi favorito era Vicente Belda, y el de Jaime era José Luis Laguia. Cada etapa duraba una tarde entera. Una tarde lenta y pegajosa de verano. Era lo único en lo que le ganaba a mi hermano.
El recuerdo de aquellos días es vaporoso, etéreo. Me asalta como la niebla que se cuela por la ventanilla del coche que mi padre ha bajado para disipar el olor acre de su sudor.
—¿Vas a bajar conmigo?  —dice con cierta brusquedad, como si llevara tiempo pensando hacer esa pregunta y no se atreviera hasta ahora.
Mamá le mira y mueve la cabeza a uno y otro lado. Se muerde el labio para no llorar, pero las lágrimas se agolpan en sus ojos, y parece querer gritar como otras veces «tú se la compraste, es culpa tuya».
Y entonces me acuerdo otra vez de Jaime, de su sonrisa pletórica cuando llegó papá con la bicicleta de carreras. El marco era rojo, de Otero, y los cambios y los frenos eran Shimano. Aquella bicicleta daba mil vueltas a mi Orbea verde de manillar alto, con timbre y bocina. Porque la suya era una bicicleta de carreras, una bicicleta que ya no era de niño, como la mía. Para entonces él ya había entrado en el equipo, y no tenía ya tiempo de jugar a las chapas conmigo. Todos los domingos, a las siete de la mañana, bajaba enfundado en sus culottes y su maillot de Talleres Armesto, que aquel año les patrocinaba, y junto al resto de chavales se echaban a la carretera. Yo a esa hora apenas era capaz de abrir un ojo con legañas y verlo vestirse en silencio.
Ahora, borroso, como si saliera de ese mismo sueño en el que reside el Jaime de doce años, papá abre la puerta del coche y sale al exterior con la cabeza baja. Pero no es mi padre de aquel tiempo en el que Jaime corría por el arcén con su Otero. Papá lleva en sus hombros el peso del mundo, y en su mano un ramo pequeño, de flores que recogió ayer en el campo y que ha mantenido toda la noche con agua en una jarra. Son flores sencillas y humildes, de ésas que no vas a comprar en la tienda, pero son bonitas. Mamá se queda en el coche, y apoya su frente en la ventana, sintiendo el frío de la mañana en su piel, los ojos ya cerrados, las palabras ahogadas en su garganta. No ve como papá se arrodilla y deja el ramo con delicadeza en esa cuneta en la que el viento y la lluvia se ha llevado los de otros años pasados.
Jaime ya no monta su bicicleta, y yo quiero sostener la mano de papá mientras busca una razón para seguir sintiendo. Quiero abrazar a mamá y secar las lágrimas que se escapan por sus mejillas, y pienso si algún día recuperará la sonrisa, aunque de sobra sé que no, que algo en su alma se ha roto y ya nunca nadie podrá repararlo. Quiero decirles que nadie tiene la culpa de lo que sucedió. Simplemente quería sentir lo que él, el viento en mi cara, las ruedas sobre el asfalto, los platos y piñones coordinados para que cada pedalada me llevara lejos, lejos. Quería conducir la Otero con cambios Shimano de Jaime como él hacía. Quería ser mayor, quería ser ciclista, como mi hermano. Por eso la cogí sin su permiso. Por eso salí a la carretera sin que nadie lo supiera.
No me acuerdo ya de qué pasó. ¿Un accidente? ¿un conductor borracho? No sé. Todo se desvanece en esta bruma esponjosa que oculta otra vez a papá y a mamá. Jaime ya hace tiempo que no viene, él tiene el alivio y la maldición de poder pasar página. O quizás viene a diario, ya no lo sé, podría estar equivocado porque los recuerdos van perdiendo los hilos y las costuras de este mundo de donde aún no me he ido, están tan holgadas que se van perdiendo las sedosas telas que lo cubren, y apenas el eco de un reflejo queda. Pero me acuerdo, eso sí, de cuando Vicente Belda le ganó la Vuelta a José Luis Laguia, por tres toques de chapa, una tarde lenta y pegajosa de verano.
                           

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