domingo, 28 de octubre de 2018

Mictēcacihuātl


Mictēcacihuātl miró extrañada al hombre que frente a ella sonreía. Nadie hasta ahora le había llamado de tan lejos. Aquella era una tierra extraña, vieja, cansada, por la que nunca había sentido atracción y de donde nadie la había requerido hasta ahora. Pero aquel hombre de la sonrisa blanca no era de allí, tenía el olor de su hogar aún bajo la piel, un olor que ni el tiempo ni la distancia parecían capaces de borrar.
—¿Por qué me llamas? — dijo la dama de la muerte.
—Es el día de los muertos—dijo el hombre.
—Pero no hay flores de cempasúchil, ni copales en tu altar —respondió Mictēcacihuātl confusa.
—No, no hay, aquí no tengo nada de esto. Hace años me metieron en un barco y me trajeron aquí lejos de mi casa, de mi tierra, que ellos llaman México y a la que yo no había puesto nombre. Me dijeron que ahora tengo que adorar a otro dios, uno cuyo hijo murió en la cruz por mis pecados.
—¿Y tú les creíste? —preguntó Mictēcacihuātl.
El hombre se encogió de hombros. Al fin y al cabo, qué más daba lo que hubiera creído antes. Lo importante era lo que creía en aquel momento.
—¿Y por qué ahora, después de todo este tiempo? —preguntó Mictēcacihuātl.
—Siento que llega el final, y quería volver a casa, con mis antepasados. Pero está tan lejos que necesitaba tu ayuda para encontrar el camino —dijo el hombre, cuyo rostro no perdía la sonrisa.
Mictēcacihuātl se acercó para contemplar al hombre. Vio entonces su rostro arrugado, y su mirada mortecina y supo que era verdad, que pronto lo tendría en su reino. También entonces se fijó en la soga que rodeaba su cuello.
—Sea, vamos —dijo Mictēcacihuātl y el hombre saltó del taburete sobre el que estaba encaramado, quedando su cuerpo inerte colgando de aquella horca improvisada.