Mictēcacihuātl miró extrañada al hombre que frente a ella
sonreía. Nadie hasta ahora le había llamado de tan lejos. Aquella era una tierra
extraña, vieja, cansada, por la que nunca había sentido atracción y de donde
nadie la había requerido hasta ahora. Pero aquel hombre de la sonrisa blanca no
era de allí, tenía el olor de su hogar aún bajo la piel, un olor que ni el
tiempo ni la distancia parecían capaces de borrar.
—¿Por qué me llamas? — dijo la dama de la muerte.
—Es el día de los muertos—dijo el hombre.
—Pero no hay flores de cempasúchil, ni copales en tu
altar —respondió Mictēcacihuātl confusa.
—No, no hay, aquí no tengo nada de esto. Hace años me metieron
en un barco y me trajeron aquí lejos de mi casa, de mi tierra, que ellos llaman
México y a la que yo no había puesto nombre. Me dijeron que ahora tengo que
adorar a otro dios, uno cuyo hijo murió en la cruz por mis pecados.
—¿Y tú les creíste? —preguntó Mictēcacihuātl.
El hombre se encogió de hombros. Al fin y al cabo, qué más
daba lo que hubiera creído antes. Lo importante era lo que creía en aquel momento.
—¿Y por qué ahora, después de todo este tiempo? —preguntó
Mictēcacihuātl.
—Siento que llega el final, y quería volver a casa, con
mis antepasados. Pero está tan lejos que necesitaba tu ayuda para encontrar el
camino —dijo el hombre, cuyo rostro no perdía la sonrisa.
Mictēcacihuātl se acercó para contemplar al hombre. Vio
entonces su rostro arrugado, y su mirada mortecina y supo que era verdad, que
pronto lo tendría en su reino. También entonces se fijó en la soga que rodeaba
su cuello.
—Sea, vamos —dijo Mictēcacihuātl y el hombre saltó del
taburete sobre el que estaba encaramado, quedando su cuerpo inerte colgando de
aquella horca improvisada.