La sonrisa blanquísima de Corto resplandecía.
—Pon ya el cacharro ese en el ordenador —ordenó, haciendo
un gesto apremiante con el revólver.
Mi primer instinto fue tirárselo a la cabeza, pero un
gemido de Hugo me hizo entrar en razón. El torniquete y la venda improvisada
que le había hecho para tapar la herida de bala evitarían que se desangrara, al
menos a muy corto plazo, pero dos cosas estaban claras: que tenía que llevarlo
a un hospital a la mayor brevedad, y que a Corto poco le importaba volver a
apretar el gatillo.
—No es un «cacharro». En la antigüedad uno de estos
costaba para muchos la totalidad de su salario mensual —le dije, mientras sostenía
el objeto en mi mano.
—Vaya idiotas que eran —dijo.
Di un paso hacia atrás, a estribor, acercándome a la
borda, y la sonrisa se borró de la cara de Corto. Alargué el brazo por encima
de la barandilla.
—Lo puedo dejar caer, si te parece. —Las olas balanceaban
el barco suavemente. El mar estaba en calma, pero si abría la mano y el objeto
caía al mar, iba a ser casi imposible que Corto diera con él. Nunca fue un buen
buceador.
—¿Estás loca? —dijo Corto. Y casi creí oír a Hugo decir
lo mismo.
—Hagamos un trato. Te quedas con el «cacharro» y su
contenido, pero nos dejas cerca de un hospital.
—¿Qué creías que os iba a dejar tirados en cualquier
parte? —dijo Corto, otra vez su sonrisa malvada y blanquísima asomando entre la
barba hirsuta.
—En efecto es lo que creo. Y si haces eso, Hugo no lo
cuenta, y yo vete a saber. Así que igual lo dejo caer y así acabamos antes, ¿qué
te parece?
—Está bien —asintió—, pero date prisa, o nos descubrirá
algún satélite y en un abrir y cerrar de ojos tenemos aquí una patrullera.
—Tan lejos de la costa no creo —respondí, pero me alejé
de la baranda. Ni por un momento creí que nuestro asaltante fuera a cumplir su
palabra, pero al menos había que intentarlo.
La máquina en la que introduje el «cacharro», como le
llamaba Corto, no era en realidad un ordenador como tal. Lo habíamos adaptado
para recuperar la información de aquellos objetos que a principios del siglo
XXI llamaban teléfonos móviles. Introduje aquel teléfono —el «cacharro»— en un
compartimento estanco y la radiación infrarroja comenzó a liberarlo de la sal y
la humedad de siglos bajo las aguas. De todos los que había recuperado hasta
ahora, Hugo y yo, ése era el que estaba mejor conservado. Por alguna razón alguien
lo había guardado en una caja de plástico hermética. Uno de los famosos «Tupperware».
Y, si algo tiene el plástico, es que, a pesar de llevar siglos en las aguas
saladas del océano Atlántico, no se había degradado ni una pizca
—¿Falta mucho? —preguntó Corto sobresaltándome. Me estaba
concentrando en aquel teléfono, y debería hacerlo en Hugo, pero me asustaba
encontrarme que el pobre idiota se me hubiera muerto ya.
—Ahora se conectará físicamente y le suministrará energía,
descifrará el sistema operativo y descargará el contenido multimedia. —Tal y
como terminé de hablar, un mensaje apareció en la pantalla del ordenador.
—Un fichero encontrado —leyó Corto—. ¿Sólo uno?
Me encogí de hombros. Yo también estaba decepcionada. El
contenido multimedia de aquellos artefactos antiguos estaba muy valorado. Aún
así, un solo vídeo era algo ridículo. Apenas pagaría por el alquiler de la
lancha, y desde luego no hubiera merecido la pena arriesgarnos a que las patrulleras
pudieran atraparnos. Al fin y al cabo, rescatar «cachivaches» en esa zona era
ilegal. Aunque ya daba igual todo eso. Con Corto al mando, no íbamos a ver ni
un céntimo.
—Ponlo —dijo, y me apuntó con el revólver. Me vi
reflejada en las gafas de sol de Corto. Mi cuerpo blanco lechoso por la crema
protectora que tanto Hugo como yo nos habíamos puesto contrastaba con la piel
morena y cuarteada por el salitre de la persona que me amenazaba. Decían que la
capa de ozono se estaba recuperando, pero lo que hacía Corto era puro suicidio.
Seguro que el cáncer de piel si no había aparecido ya, aparecería pronto.
Supongo que era un consuelo.
En la pantalla apareció un señor mayor, con barriga y
poco pelo, vestido con la ridícula indumentaria que usaban en el XXI.
—¡Qué calentamiento global, ni qué leches! —dijo a la
cámara— Os tienen comido el coco, como cuando lo de que aterrizamos en la luna.
¡Sí hombre, en la luna! Como si no se notara que es una película.
—No es una «teoría», es una realidad. Y siempre igual,
cada vez que refresca, vienes con la misma historia. —La voz femenina que le
respondía no salía en pantalla. Era probable que fuera la que estaba grabando
el vídeo.
—Vaya idiota —se rió Corto de la grabación. Para él era
difícil entender cómo pensaban en aquel tiempo y, a decir verdad, para mí también.
De pronto, todo se aceleró. Hugo se había levantado en
silencio, a espaldas de Corto. No estaba muerto después de todo. Corto no era
tonto, y en seguida adivinó que algo ocurría. Hugo, bastante más alto que Corto
fue rápido, a pesar de la sangre que había perdido, y lo apresó por el cuello
con su brazo, mientras se dejaba caer hacia atrás. Desesperado, Corto se agarró
al ordenador modificado en el que estábamos viendo el vídeo rescatado del mar.
Todo acabó en un momento, Hugo y Corto cayeron por la
borda, y con ellos el revólver, y el ordenador, con el teléfono móvil aún en su
interior. Me asomé a la barandilla, esperando ver a alguien subir a la superficie,
vivo o muerto. Pero nada subió. No perdí un segundo y me largué de allí con la
lancha, ni siquiera apunté mi posición. Ya recuperaría el teléfono móvil o el
cadáver de Hugo, sabía bien donde estábamos: justo encima de la Catedral de
Cádiz. Otro día.