Era uno de esos días en los que el mar está tan en calma
que hasta el graznido de una gaviota a varias leguas de distancia se escuchaba
tan claro como si sus carroñeros tejemanejes los llevara a cabo en la cubierta
del barco. Fue entonces cuando escuchamos los gritos. El capitán extrajo sus
prismáticos de la caja forrada en fieltro en la que los guardaba, como un gran
tesoro, y una mueca de consternación oscureció su rostro. En los minúsculos
islotes a estribor, alguien intentaba llamar nuestra atención, con alaridos y
aspavientos. Ese alguien sólo podía tratarse de un superviviente en un
naufragio.
- No creo que llegue vivo – me dijo, pasándome los
prismáticos.
Ciertamente, el náufrago había dejado de gritar y se
había derrumbado en la arena, aparentemente extenuado. Incluso a través de las
lentes del prismático se podía apreciar su delgadez extrema, y si juzgábamos
por sus barbas desastradas y por el estado de sus ropas – ya harapos – llevaba mucho
tiempo abandonado en aquel yermo trozo de tierra en medio del océano.
Botamos la lancha y varios marineros nos dirigimos a la
pequeña playa sobre la que el hombre yacía inconsciente, o al menos, demasiado
cansado para moverse. Al tiempo que la lancha se posaba en el mar, un lejano
trueno sonaba en lontananza y el mar empezaba a agitarse. A lo lejos, una tormenta
se descubría, amenazadora, oscureciendo el horizonte. Debíamos haber sabido que
la calma que hasta entonces habíamos disfrutado no era más que la forma en la
que el mar anunciaba la próxima tempestad. Incluso antes de poner nuestro pie
en la playa, una lluvia fina y helada había comenzado a azotarnos la cara.
Cuando llegamos hasta el náufrago, el pronóstico del
capitán se mostró más que certero. La piel de aquel hombre estaba quemada por
el sol, y sus labios resecos apenas tenían fuerza para beber el agua que le
tendíamos. Estaba tan delgado que cuando lo sostuve en mis brazos para llevarlo
hasta la lancha, me daba la impresión de que no cargaba con un hombre, sino con
un saco de huesos. Un relámpago cruzó el horizonte mientras lo acomodaba en la embarcación.
Las olas, en tanto, rompían ya amenazadoras contra la lancha.
Pusimos proa hacia el barco, pero la tormenta ya se
cernía sobre nosotros. A pesar de que todos teníamos experiencia en el mar y no
era aquel el primer temporal para ninguno, pude observar el miedo en los
rostros de mis compañeros. Su expresión era, sin duda, la misma que mi cara
arrojaba. Cuando el mar y el viento juntan sus fuerzas, el terror es lo único
que le queda al marino.
Subíamos y bajábamos olas como pequeñas montañas,
amenazando a cada momento con volcar, y allí, a merced del oleaje y el viento, a
medio camino entre el barco y el islote, parecía que habíamos llegado a nuestro
final. El náufrago, sosteniendo mi mano, me hizo un ademán para que acercara mi
cara hasta él, puesto que ya el mar callaba cualquier palabra que acertáramos a
pronunciar.
- Creí que podía escapar de la historia – susurró, en
apenas un suspiro. No obstante, lo escuché claramente, como si me hablara
directamente en la parte más profunda del cerebro.
Fue entonces, cuando de entre sus harapos, extrajo un libro
ya sin tapas, desgastado por el uso, la arena y el salitre del mar. Lo puso
entre mis manos. Guardé el libro en el bolsillo interior de mi abrigo, y a
continuación hice lo que debía hacer.
Cuando la lancha llegó al fin al barco, la tormenta,
milagrosamente, había pasado. El capitán aún sostenía sus prismáticos, con los
que me había visto izarme con el náufrago en mis brazos y tirarlo al mar.
Ninguno de los hombres que iban conmigo en la lancha habían pronunciado palabra
desde entonces. Tampoco el capitán dijo nada, ni dejó apunte alguno en la
bitácora de todo aquel suceso. No obstante, en el primer puerto al que
arribamos, me pagó mi sueldo al completo y concluimos nuestra asociación. No lo
culpé. Sospecho que tampoco él a mí, puesto que entre mis enseres apareció una
caja forrada en fieltro, con unos prismáticos en su interior.
Ahora, en esta tarde de primavera, mientras por mi ventana
se cuelan los sonidos del zoco y el olor de las especias morunas, he recuperado
el libro que aquel moribundo puso en mis manos. He vuelto a leer la historia de
aquel personaje que quería escapar del libro para terminar atrapado en aquella
isla. No me sorprendió saber que yo también aparezco entre sus páginas. Me
consuela, así, pensar que el final de aquel náufrago ya estaba escrito y que,
por tanto, poco podía hacer yo contra el destino.
Las últimas páginas del libro, no obstante, están tan
gastadas y emborronadas que aún no las he descifrado. Supongo que allí
estará mi conclusión, y que alguna vez llegaré a leerla. Entretanto, soy libre para seguir viviendo
mi historia.
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