sábado, 9 de junio de 2018

Baton Rouge


En la taberna, la llama temblorosa que bailaba en los candiles de latón apenas ahuyentaba la oscuridad, aunque aquello no parecía importar demasiado a su heterogénea parroquia. Normalmente eran los acadianos los que mayor escándalo montaban, aunque desde que se había tomado la ciudad, quizás aún embriagados por el éxito de aquella gesta, era la soldadesca española la que más alto cantaba, juraba y porfiaba por todos los establecimientos de Baton Rouge. Entre los muros del rebautizado Fuerte de San Carlos, el rojo de los uniformes de los súbditos del Rey Jorge había dejado paso al blanco de los granaderos españoles, y por las calles de la ciudad aún se podían ver a muchos de los integrantes de las fuerzas que Gálvez, el gobernador de la Luisiana, había reunido en su empeño de reclamar la Florida de vuelta a la corona de España.
Diego Ramírez, recién ascendido cabo de granaderos, ocupaba una mesa solitaria, casi oculta por las sombras de aquella taberna. Allí, apuraba en silencio una botella de un vino oscuro y áspero, de ésos que dejan carraspera en la garganta y maldiciones al día siguiente. Bebía con lúgubre parsimonia, alejado de otras mesas en las que algunos compañeros de armas celebraban entre juramentos, risotadas y mujeres de la vida, que a la mañana siguiente se jugarían la propia, puesto que muchos de ellos dejarían Baton Rouge y continuarían la campaña de la conquista de Nueva Orleans. Así lo había ordenado Bernardo de Gálvez, en nombre de Su Majestad Carlos III. El cabo Ramírez se encontraba entre los que a la mañana siguiente debían liar su petate y lanzarse una vez más al camino, a arriesgar el pellejo para mayor gloria de su rey y, de paso, aumentar así la honra y honor de quien, en su nombre, gobernaba en aquellos lares. No es que Ramírez tuviera nada en contra del monarca, que sería tan blasfemo como tenerlo en contra del Altísimo, ni mucho menos contra Gálvez, cuya bravura en el campo de batalla era muy comentada. Por lo visto, llevaba en el pecho un par de cicatrices causadas por los apaches, o por los navajos, o por vete a saber qué otra tribu de indios, o eso decían. Que aquellas marcas en la piel eran prueba de la valentía de Bernardo de Gálvez no lo ponía el granadero en duda, pero el caso es que, para los que no tenían donde caerse muerto, como era su caso, los lugares donde efectivamente hacerlo, se multiplicaban cuando alguien como el gobernador decidía que ya era hora de continuar la trifulca, ya fuera con los ingleses, con los alemanes o contra quien fuera que España había entrado en guerra.
Quizás era por eso que el cabo de granaderos Ramírez no se unía a la jarana de sus compañeros de armas, y bebía despacio, acordándose sobre todo de Pazos, del que nunca se sabía si iba o venía, que para eso era de Orense; y pensando, asimismo, en lo poco que había quedado del gallego cuando un cañonazo de los ingleses se lo llevó por delante. Quién iba a imaginar que precisamente a él, a Ramírez, de lo poco que se pudo recomponer de Pazos, le tocó la peor parte: los galoncillos de cabo.
 Cuando Diego levantó los ojos del vaso, se encontró con otros dos clavados en los suyos. Pertenecían éstos a Marie, una negra habitual en aquella taberna. A pesar de que Marie era más joven de lo que parecía, y de que de vez en cuando algún cliente no habitual le ofrecía subir a la habitación de arriba, la risa estridente de la negra pronto dejaba a las claras que ella no era como el resto de chicas que populaban la taberna. Su carcajada dolía como una cuchillada en las tripas, y el interesado o bien intentaba disimular, o terminaba abandonando el establecimiento con el embarazo dibujado en el rostro. Ramírez y Marie no habían cruzado hasta entonces palabra, aunque el cabo sabía de ella más o menos lo que todos: que era una esclava liberada de un rico hacendado francés, que veía el futuro en una baraja de naipes franceses, y que no había nadie en Baton Rouge que se atreviera a ponerla en duda.
Diego no era un hombre ni más ni menos cobarde que cualquier otro, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo al sentir la intensa mirada de Marie clavada en la suya. La negra sacó una baraja y comenzó a colocar las cartas sobre la mesa, en la que, de alguna parte, había aparecido un vaso extra. Ramírez llenó los dos vasos, el suyo y el de la mujer que frente a él descubría una carta tras otra, sin siquiera mirarlas. Un olor, mezcla de sudor femenino y de un perfume denso y dulce, llegó hasta el cabo de granaderos, causándole una cierta excitación, aunque al ver como Marie esbozaba una sonrisa de dientes blanquísimos y un poco separados, como si pudiera adivinar sus secretos, el español bajó la mirada de nuevo al fondo de su vaso.
- ¿Qué quieres saber, mi cabo? – preguntó Marie con acento francés, mientras cogía el vaso de vino que Ramírez le había llenado.
- ¿No te dicen las cartas qué es lo que quiero saber? – preguntó él, rehuyendo la mirada de la negra.
Marie sonrió de nuevo. Las cartas no le decían nada. Todo estaba en la mirada de los hombres, pero si lo supieran no le dejarían asomarse al fondo de sus almas, donde estaba escrito el destino de cada uno. Marie hacía tiempo que sabía todo lo que había de saber del español.
- Quieres saber si regresarás de Pensacola, o terminarás como el hombre del que has heredado tus galones – dijo Marie lentamente.
Ramírez volvió la mirada hacia ella, sin decir nada.
- Sí – mintió ella - ¿o crees que bebería con un hombre muerto?
- ¿Acaso no lo estamos todos? – dijo Ramírez, levantando la botella y llenando los dos vasos.
Marie sonrió con tristeza.

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