En la taberna, la llama temblorosa que bailaba en los
candiles de latón apenas ahuyentaba la oscuridad, aunque aquello no parecía
importar demasiado a su heterogénea parroquia. Normalmente eran los acadianos
los que mayor escándalo montaban, aunque desde que se había tomado la ciudad, quizás
aún embriagados por el éxito de aquella gesta, era la soldadesca española la
que más alto cantaba, juraba y porfiaba por todos los establecimientos de Baton
Rouge. Entre los muros del rebautizado Fuerte de San Carlos, el rojo de los
uniformes de los súbditos del Rey Jorge había dejado paso al blanco de los granaderos
españoles, y por las calles de la ciudad aún se podían ver a muchos de los
integrantes de las fuerzas que Gálvez, el gobernador de la Luisiana, había
reunido en su empeño de reclamar la Florida de vuelta a la corona de España.
Diego Ramírez, recién ascendido cabo de granaderos, ocupaba
una mesa solitaria, casi oculta por las sombras de aquella taberna. Allí, apuraba
en silencio una botella de un vino oscuro y áspero, de ésos que dejan
carraspera en la garganta y maldiciones al día siguiente. Bebía con lúgubre
parsimonia, alejado de otras mesas en las que algunos compañeros de armas celebraban
entre juramentos, risotadas y mujeres de la vida, que a la mañana siguiente se
jugarían la propia, puesto que muchos de ellos dejarían Baton Rouge y
continuarían la campaña de la conquista de Nueva Orleans. Así lo había ordenado
Bernardo de Gálvez, en nombre de Su Majestad Carlos III. El cabo Ramírez se
encontraba entre los que a la mañana siguiente debían liar su petate y lanzarse
una vez más al camino, a arriesgar el pellejo para mayor gloria de su rey y, de
paso, aumentar así la honra y honor de quien, en su nombre, gobernaba en
aquellos lares. No es que Ramírez tuviera nada en contra del monarca, que sería
tan blasfemo como tenerlo en contra del Altísimo, ni mucho menos contra Gálvez,
cuya bravura en el campo de batalla era muy comentada. Por lo visto, llevaba en
el pecho un par de cicatrices causadas por los apaches, o por los navajos, o
por vete a saber qué otra tribu de indios, o eso decían. Que aquellas marcas en
la piel eran prueba de la valentía de Bernardo de Gálvez no lo ponía el
granadero en duda, pero el caso es que, para los que no tenían donde caerse
muerto, como era su caso, los lugares donde efectivamente hacerlo, se multiplicaban
cuando alguien como el gobernador decidía que ya era hora de continuar la trifulca,
ya fuera con los ingleses, con los alemanes o contra quien fuera que España
había entrado en guerra.
Quizás era por eso que el cabo de granaderos Ramírez no
se unía a la jarana de sus compañeros de armas, y bebía despacio, acordándose sobre
todo de Pazos, del que nunca se sabía si iba o venía, que para eso era de Orense;
y pensando, asimismo, en lo poco que había quedado del gallego cuando un cañonazo
de los ingleses se lo llevó por delante. Quién iba a imaginar que precisamente a
él, a Ramírez, de lo poco que se pudo recomponer de Pazos, le tocó la peor
parte: los galoncillos de cabo.
Cuando Diego
levantó los ojos del vaso, se encontró con otros dos clavados en los suyos. Pertenecían
éstos a Marie, una negra habitual en aquella taberna. A pesar de que Marie era
más joven de lo que parecía, y de que de vez en cuando algún cliente no
habitual le ofrecía subir a la habitación de arriba, la risa estridente de la
negra pronto dejaba a las claras que ella no era como el resto de chicas que populaban
la taberna. Su carcajada dolía como una cuchillada en las tripas, y el interesado
o bien intentaba disimular, o terminaba abandonando el establecimiento con el
embarazo dibujado en el rostro. Ramírez y Marie no habían cruzado hasta
entonces palabra, aunque el cabo sabía de ella más o menos lo que todos: que
era una esclava liberada de un rico hacendado francés, que veía el futuro en
una baraja de naipes franceses, y que no había nadie en Baton Rouge que se atreviera
a ponerla en duda.
Diego no era un hombre ni más ni menos cobarde que cualquier
otro, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo al sentir la intensa mirada de
Marie clavada en la suya. La negra sacó una baraja y comenzó a colocar las
cartas sobre la mesa, en la que, de alguna parte, había aparecido un vaso extra.
Ramírez llenó los dos vasos, el suyo y el de la mujer que frente a él descubría
una carta tras otra, sin siquiera mirarlas. Un olor, mezcla de sudor femenino y
de un perfume denso y dulce, llegó hasta el cabo de granaderos, causándole una
cierta excitación, aunque al ver como Marie esbozaba una sonrisa de dientes
blanquísimos y un poco separados, como si pudiera adivinar sus secretos, el
español bajó la mirada de nuevo al fondo de su vaso.
- ¿Qué quieres saber, mi cabo? – preguntó Marie con acento
francés, mientras cogía el vaso de vino que Ramírez le había llenado.
- ¿No te dicen las cartas qué es lo que quiero saber? –
preguntó él, rehuyendo la mirada de la negra.
Marie sonrió de nuevo. Las cartas no le decían nada. Todo
estaba en la mirada de los hombres, pero si lo supieran no le dejarían asomarse
al fondo de sus almas, donde estaba escrito el destino de cada uno. Marie hacía
tiempo que sabía todo lo que había de saber del español.
- Quieres saber si regresarás de Pensacola, o terminarás
como el hombre del que has heredado tus galones – dijo Marie lentamente.
Ramírez volvió la mirada hacia ella, sin decir nada.
- Sí – mintió ella - ¿o crees que bebería con un hombre
muerto?
- ¿Acaso no lo estamos todos? – dijo Ramírez, levantando
la botella y llenando los dos vasos.
Marie sonrió con tristeza.
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