jueves, 28 de diciembre de 2017

Nochebuena en Sbrenica

Aquella noche no caían bombas en Sbrenica. Era Nochebuena, y aunque no se había firmado ninguna tregua oficial, los habituales fogonazos y estelas que imprimían las baterías antiaéreas en la noche bosnia, permanecían ausentes. El estruendo de los disparos y los bombardeos había dado paso a una descompasada serenata de grillos, felices de recuperar al fin, aunque fuera brevemente, el monopolio de los ruidos nocturnos.
No sonaban grillos en el bar donde nos reuníamos los veteranos de la prensa internacional, sin embargo. A través de los viejos bafles de aquella cantina infame que se había convertido en una segunda casa para muchos de nosotros, tronaban sobre todo los AC/DC, los Led Zeppelin, y de vez en cuando, Manolo Escobar cantando “Mi Carro”, para el descojono del personal español. Ya habíamos cenado, pavo por supuesto, gentileza del destacamento de cascos azules americanos. Les había sobrado de Acción de Gracias, y los habían mantenido congelados en unas cámaras frigoríficas que debían consumir la mitad de la electricidad de todo el campamento.
Paco estaba de una mala ostia impresionante. Bebía su whisky en un rincón, con cara de pocos amigos. No debía abusar del alcohol, al fin y al cabo, se había inflado a calmantes antes y después de que le amputaran lo que quedaba de las dos primeras falanges del dedo meñique, pero no iba a ser yo el loco que le quitara el whisky y le plantara una coca-cola en su lugar. Quería seguir vivo, y si ni bosnios ni serbios habían logrado mandarme al otro barrio, no era cuestión de que lo hiciera mi cámara.
No era el súbito acortamiento de su dedo meñique lo que provocaba el mal humor de mi compañero, sino el hecho de que la misma metralla que le había llevado a la enfermería de campaña, se había cargado la cámara que había llevado a hombros. Probablemente le había salvado la vida, o al menos, le había ahorrado una abultada factura en cirugía estética, al interponerse entre la esquirla y su cara, pero aquello no era consuelo para Paco. Habíamos perdido la cámara, junto con lo grabado en los dos o tres días anteriores y además, aunque pudiéramos hacernos con otra, que no era el caso, la escayola que lucía en su mano le impediría manejarla. Los compañeros de la RAI nos hicieron el favor de grabar mi crónica para la televisión española, pero Marcello no estaba dispuesto a dejar que fuera otro el que manejara su cámara, por mucho que Paco asegurara que se arrancaría la escayola. “Ni la cámara, ni la mujer se prestan, por ese orden”, decía un viejo proverbio italiano. O eso afirmaba Marcello. Así que la guerra, para Paco, se había terminado. Mandarían una nueva cámara, y con él un nuevo operador. Y Paco, de baja, a ver la guerra desde la retaguardia. Esperaba que el descanso no durara mucho. Si transcurrían más de dos meses sin volver al curro, lo más probable es que Paco se saltara la tapa de los sesos. Afortunadamente, había guerras de sobra para cubrir. Bueno, ya me entienden.
El caso es que el resto estábamos celebrando la Nochebuena a base de envenenar nuestro cuerpo a base de alcohol y los panetones que Marcello había traído de contrabando, cuando de repente se abrió la puerta y por ella entró nada más y nada menos que Papá Noel. Solo que, sospechosamente, este Papá Noel se parecía mucho a Ahmed, el más simpático de los periodistas de Al-Jazeera. Fue por todo el bar, repartiendo caramelos, y posando para los selfies que todos queríamos sacarnos con aquel Santa Claus moruno.
Paco seguía en su rincón, rumiando su desdicha, hasta que me acerqué a él.
- Paco, joder, sácate una foto con Papá Noel – le dije.
- Ni Mamá Tampoco. Anda y vete a la mierda – respondió.
- ¿Apostamos a que te ríes? – pregunté.
- ¿Apostamos a que te meto el taburete por el ojete?
- Joder, escucha. ¿Te acuerdas de la visita de la ministra?
- Claro – respondió Paco – Si tuvimos que irnos a tomar por culo para que se hiciera la fotito oficial, muy digna, con su chaleco antibalas. Como si le hiciera falta. Allí donde fue no se ha disparado una bala en toda la guerra, coño, si casi se veía Grecia desde allí. Putos políticos.
- ¿Y te acuerdas de la que lió con su abrigo?
- Sí, que se lo quitó para salir en la foto con el chaleco antibalas – rememoró Paco - y después no aparecía por ningún lado. La bronca que le montó al general Carreras, delante de todo el mundo. Para nada, al final se tuvo que volver sin el abrigo.
- ¿Y cómo era el abrigo?
- Joder, la que me estás dando con el puto abrigo.
- Venga, Paco. ¿Cómo era el abrigo de la ministra? – insistí.
- Pues era un plumas rojo chillón, lo más apropiado para traerse a la guerra. Para cuando tienes un blanco bien claro, resulta que no hay un francotirador serbio a mano.
- ¿Un plumas rojo como el que lleva Santa Claus? – pregunté guiñándole un ojo.
- ¡No me jodas! – dijo Paco, levantándose de repente y acercándose hasta donde Ahmed se abrazaba con un fotógrafo alemán.
Paco cogió a Ahmed por los hombros mientras admiraba el improvisado disfraz de Papá Noel. El periodista de Al-Jazeera no mediría más de 1’70 y no pesaría ni 50 kilos, pero con el plumas aquel, simulaba la corpulencia del barbudo Santa Claus. Ni que decir tiene que gané la apuesta: Paco se descojonó.
Al día siguiente las bombas volvieron a asolar Sbrenica, y Paco volvió a Madrid con medio dedo menos. Llevaba el plumas rojo de la ministra en la maleta. Lo mandó encuadrar, y lo colgó de la pared de su apartamento. Unos años antes de volarse la cabeza, me confesó que aquella fue la mejor nochebuena que había pasado en su puta vida. Y yo, por supuesto, le di la razón.








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