Era ya noche cerrada cuando Ramón salió de la oficina. En
la parte más alejada del parking, mal alumbrado por una farola sólo quedaba su
coche. Resonaba el eco de sus pasos, lúgubres y nocturnos en el solitario
descampado. Tenía frío y hambre, pero sabía que le quedaba aún media hora, al
menos, para llegar a casa, así que introdujo las manos en los bolsillos del
abrigo, apretó el paso y pretendió ignorar los quejidos de su estómago.
A medio camino de donde le esperaba su coche, el viento
comenzó a soplar con fuerza. Ramón lo sintió azotándole el rostro, intentando
colarse por entre las costuras de su abrigo. Levantó la vista, paladeando ya el
resguardo de las inclemencias que su auto le prometía. Fue entonces cuando Ramón
detuvo sus pasos, paralizado.
El aparcamiento debía terminar justo donde esa misma
mañana había dejado su coche. A partir de allí, sólo debía haber campo. En
cambio, ahora, el parking… ¿cuál era la palabra para describirlo? ¿Se repetía? A
lo lejos podía visualizar un edificio exactamente igual al que acababa de dejar
a su espalda. Entre el coche y aquel edificio gemelo a las oficinas donde había
pasado más de doce horas entre cuadres, balances y asientos contables, Ramón
podía ver a una persona detenida. Vestido igual que él. Dubitativo, asombrado.
Como él mismo.
Se le ocurrió que aquello era como si alguien hubiera
plantado un espejo justo a la altura en la que se encontraba su coche, y ahora
todo estuviera duplicado, incluso el propio Ramón.
Dio un paso hacia delante y su doble avanzó un paso
también.
Levantó la mano izquierda. El Ramón que frente a él le
miraba asombrado, levantó su mano al mismo tiempo.
Ramón se tapó la cara con las manos. No podía ser. Tenía
que ser un sueño. Miró entre sus dedos, y en efecto, el otro Ramón había
ocultado su cara también, y arriesgaba, asimismo, una mirada furtiva para
espiarle.
Todo estaba duplicado: la farola, las plazas de
aparcamiento, el edificio, Ramón… Todo, excepto el coche.
Su Ford Focus era único. El punto a partir del que, hacia
un lado y hacia otro, el mundo se repetía. Su coche estaba completo. No había
sido cortado a la mitad, longitudinalmente, y duplicado hasta formar un Focus
simétrico. No tenía, por ejemplo, dos volantes. Sólo uno. Y estaba en su lado,
no en el del otro Ramón.
Buscó en los bolsillos de su abrigo hasta encontrar las
llaves de su vehículo. Las sacó y apuntando hacia el coche, pulsó el botón para
desbloquear las puertas. Un fugaz destello en los intermitentes le confirmó que
su acción había tenido éxito. El otro Ramón también había intentado hacerlo.
Exactamente al mismo tiempo. Una corazonada, no obstante, le decía que había
sido él a quien el vehículo había respondido.
De alguna forma, el Ford Focus era la respuesta, lo único
que había mantenido su propia individualidad en aquel mundo de simetrías. Los
dos Ramones corrieron hacia el coche, cada uno desde su lado. Ambos llegaron al
mismo tiempo, pero únicamente la puerta del conductor se abrió.
Ramón introdujo las llaves en el contacto, intentando no
mirar al otro, que golpeaba la puerta con desesperación, y gritaba algo que él no
entendía. Ignoraba si, a pesar de la exactitud con la que sus facciones y ropas
coincidían, no hablaban el mismo idioma, o si era la tensión la que le hacía
incapaz de comprender lo que su duplicado le decía. Con manos temblorosas, giró
la llave, aterrado ante la posibilidad de que el coche no arrancara. El motor
rugió, no obstante, y Ramón pisó el acelerador con todas sus fuerzas. Las
ruedas del Ford resbalaron en el asfalto mal cuidado del aparcamiento, para a
continuación ganar tracción, lanzando hacia delante, con violencia, al vehículo
y clavando en el asiento a su aterrorizado ocupante.
Ramón, con los ojos muy abiertos, observó cómo la farola que
proveía de luz al aparcamiento se abalanzaba sobre él. Por un instante, fue
incapaz de reaccionar. En el siguiente, sin embargo, casi instintivamente, el
joven se percató que no era la farola la que se movía, sino el coche en el que
se encontraba. Dio un volantazo, y consiguió evitar estrellarse contra ella. Un
chirrido que helaba la sangre sonó en el desierto aparcamiento, y el Ford se
detuvo al fin, intacto y envuelto en una nube de humo con olor a gasolina y
goma quemada.
Ramón miró a través de una ventana. La oficina.
Lentamente, giró su cabeza hacia el otro lado, la ventana opuesta. El parking,
y más allá, sólo campo. No estaba su doble. Tampoco la copia de la oficina.
Todo volvía a ser como debía. No había duplicados. No había reflejos.
Ramón dejó escapar un suspiro. Sin darse cuenta, había contenido
la respiración. Su corazón aún iba a mil por hora.
¿Qué había pasado allí? ¿Un mundo simétrico alternativo? Era
increíble y, sin embargo, hacía apenas unos segundos, todo aquello había sido
tan real como… como todo lo que ahora le rodeaba. No tenía ningún sentido. Y que
su propio Ford Focus se erigiera en la clave para escapar de aquella pesadilla;
éso era sin ninguna duda lo más extraño. ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido el
otro Ramón el que entrara en el coche? ¿Acaso habría desaparecido él y todo su
mundo, como había pasado con aquellos duplicados?
Ramón se secó el sudor de la frente, y arrancó de nuevo
el coche. Quizás era mejor olvidar todo aquello. ¿Quién podría creerle? Sólo
conseguiría que le tacharan de loco. Es lo que él pensaría del que le viniera
con aquella historia. Era mejor seguir siendo Ramón “el contable”, quizás menos
excitante, pero sin lugar a dudas, más seguro que Ramón “el tarado”.
Un poco más relajado, Ramón condujo su Ford Focus hacia
el familiar letrero que decía .“Salida”
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