Finalmente, como anunciaba la escasa longitud de sus telómeros, la continua
regeneración celular llegó a su fin. Los radicales libres habían aumentado exponencialmente,
y las células que componían aquél cuerpo eran destruidas, una tras otra, sin ser
sustituidas por nuevas copias. En otras palabras, el humano moría.
Jen sostenía la arrugada y
débil mano del anciano, aún sorprendida de la ineficiencia y fragilidad del cuerpo
humano. Ella podía sobrevivir eternamente, siempre que encontrara materias
primas con las que construir recambios para las partes que necesitaran ser
sustituidas. En cambio, aquellos seres orgánicos, vivían sabiendo que su fin
llegaría de una forma o de otra, y que nada ni nadie podría evitarlo. Simplemente,
había que esperar a que el inexorable paso del tiempo hiciera su trabajo.
El cuerpo que en aquellos
momentos agonizaba sobre la camilla en poco se parecía al que hacía años
recibió a la androide. Y a pesar de ello, aunque ya no era joven y poderoso,
aunque sus músculos hubieran perdido la elasticidad, y sus piernas la fuerza
para sostenerlo, seguía siendo él. Aquel humano al que había servido, al que
había protegido y del que…
¿Podía ser cierto? Jen llevaba
años pensándolo, intentando llegar a una conclusión razonada. ¿Acaso podía
sentir amor un androide? Quizás no era más que una imposición en su
programación, una directiva que alguien (¿su creador?) le había introducido, un
detalle más para que pareciera “viva”. Y si así fuera… ¿Es que era menos real? Tal
vez aquel “amor” no fuera más que un fallo en su código. Al fin y al cabo, daba
igual. Aquella imperfección le había hecho feliz.
El sensor que controlaba
el latido del corazón del anciano se encendió repentinamente, alertando del
fallo cardiaco. La mano que Jen sostenía siguió inerte entre las de ella. Aunque,
en apariencia, los ojos artificiales de la androide eran una copia perfecta de
los de un humano, carecían de lagrimales, por lo que ninguna lágrima corrió por
sus mejillas.
Jen dejó de funcionar en
aquel mismo momento.