martes, 10 de diciembre de 2019

Aventuras en el Mar


La sonrisa blanquísima de Corto resplandecía.
—Pon ya el cacharro ese en el ordenador —ordenó, haciendo un gesto apremiante con el revólver.
Mi primer instinto fue tirárselo a la cabeza, pero un gemido de Hugo me hizo entrar en razón. El torniquete y la venda improvisada que le había hecho para tapar la herida de bala evitarían que se desangrara, al menos a muy corto plazo, pero dos cosas estaban claras: que tenía que llevarlo a un hospital a la mayor brevedad, y que a Corto poco le importaba volver a apretar el gatillo.
—No es un «cacharro». En la antigüedad uno de estos costaba para muchos la totalidad de su salario mensual —le dije, mientras sostenía el objeto en mi mano.
—Vaya idiotas que eran —dijo.
Di un paso hacia atrás, a estribor, acercándome a la borda, y la sonrisa se borró de la cara de Corto. Alargué el brazo por encima de la barandilla.
—Lo puedo dejar caer, si te parece. —Las olas balanceaban el barco suavemente. El mar estaba en calma, pero si abría la mano y el objeto caía al mar, iba a ser casi imposible que Corto diera con él. Nunca fue un buen buceador.
—¿Estás loca? —dijo Corto. Y casi creí oír a Hugo decir lo mismo.
—Hagamos un trato. Te quedas con el «cacharro» y su contenido, pero nos dejas cerca de un hospital.
—¿Qué creías que os iba a dejar tirados en cualquier parte? —dijo Corto, otra vez su sonrisa malvada y blanquísima asomando entre la barba hirsuta.
—En efecto es lo que creo. Y si haces eso, Hugo no lo cuenta, y yo vete a saber. Así que igual lo dejo caer y así acabamos antes, ¿qué te parece?
—Está bien —asintió—, pero date prisa, o nos descubrirá algún satélite y en un abrir y cerrar de ojos tenemos aquí una patrullera.
—Tan lejos de la costa no creo —respondí, pero me alejé de la baranda. Ni por un momento creí que nuestro asaltante fuera a cumplir su palabra, pero al menos había que intentarlo.
La máquina en la que introduje el «cacharro», como le llamaba Corto, no era en realidad un ordenador como tal. Lo habíamos adaptado para recuperar la información de aquellos objetos que a principios del siglo XXI llamaban teléfonos móviles. Introduje aquel teléfono —el «cacharro»— en un compartimento estanco y la radiación infrarroja comenzó a liberarlo de la sal y la humedad de siglos bajo las aguas. De todos los que había recuperado hasta ahora, Hugo y yo, ése era el que estaba mejor conservado. Por alguna razón alguien lo había guardado en una caja de plástico hermética. Uno de los famosos «Tupperware». Y, si algo tiene el plástico, es que, a pesar de llevar siglos en las aguas saladas del océano Atlántico, no se había degradado ni una pizca
—¿Falta mucho? —preguntó Corto sobresaltándome. Me estaba concentrando en aquel teléfono, y debería hacerlo en Hugo, pero me asustaba encontrarme que el pobre idiota se me hubiera muerto ya.
—Ahora se conectará físicamente y le suministrará energía, descifrará el sistema operativo y descargará el contenido multimedia. —Tal y como terminé de hablar, un mensaje apareció en la pantalla del ordenador.
—Un fichero encontrado —leyó Corto—. ¿Sólo uno?
Me encogí de hombros. Yo también estaba decepcionada. El contenido multimedia de aquellos artefactos antiguos estaba muy valorado. Aún así, un solo vídeo era algo ridículo. Apenas pagaría por el alquiler de la lancha, y desde luego no hubiera merecido la pena arriesgarnos a que las patrulleras pudieran atraparnos. Al fin y al cabo, rescatar «cachivaches» en esa zona era ilegal. Aunque ya daba igual todo eso. Con Corto al mando, no íbamos a ver ni un céntimo.
—Ponlo —dijo, y me apuntó con el revólver. Me vi reflejada en las gafas de sol de Corto. Mi cuerpo blanco lechoso por la crema protectora que tanto Hugo como yo nos habíamos puesto contrastaba con la piel morena y cuarteada por el salitre de la persona que me amenazaba. Decían que la capa de ozono se estaba recuperando, pero lo que hacía Corto era puro suicidio. Seguro que el cáncer de piel si no había aparecido ya, aparecería pronto. Supongo que era un consuelo.
En la pantalla apareció un señor mayor, con barriga y poco pelo, vestido con la ridícula indumentaria que usaban en el XXI.
—¡Qué calentamiento global, ni qué leches! —dijo a la cámara— Os tienen comido el coco, como cuando lo de que aterrizamos en la luna. ¡Sí hombre, en la luna! Como si no se notara que es una película.
—No es una «teoría», es una realidad. Y siempre igual, cada vez que refresca, vienes con la misma historia. —La voz femenina que le respondía no salía en pantalla. Era probable que fuera la que estaba grabando el vídeo.
—Vaya idiota —se rió Corto de la grabación. Para él era difícil entender cómo pensaban en aquel tiempo y, a decir verdad, para mí también.
De pronto, todo se aceleró. Hugo se había levantado en silencio, a espaldas de Corto. No estaba muerto después de todo. Corto no era tonto, y en seguida adivinó que algo ocurría. Hugo, bastante más alto que Corto fue rápido, a pesar de la sangre que había perdido, y lo apresó por el cuello con su brazo, mientras se dejaba caer hacia atrás. Desesperado, Corto se agarró al ordenador modificado en el que estábamos viendo el vídeo rescatado del mar.
Todo acabó en un momento, Hugo y Corto cayeron por la borda, y con ellos el revólver, y el ordenador, con el teléfono móvil aún en su interior. Me asomé a la barandilla, esperando ver a alguien subir a la superficie, vivo o muerto. Pero nada subió. No perdí un segundo y me largué de allí con la lancha, ni siquiera apunté mi posición. Ya recuperaría el teléfono móvil o el cadáver de Hugo, sabía bien donde estábamos: justo encima de la Catedral de Cádiz. Otro día.

sábado, 9 de marzo de 2019

A que va a ser amor


Parece mentira. Que a mis años me enamore como un chaval. Seguro que es un desajuste de las hormonas, o que me he dado un golpe al salir de la ducha, vete a saber. Aunque siempre he tenido la cabeza muy dura, y en los análisis salvo el azúcar, todo bien. O, al menos, no mal del todo. Igual es amor, ya ves. El otro día me contaron un chiste: le preguntan a uno «¿Tú te casaste por interés o por amor?» y el tipo responde «Yo interés no tengo ninguno, así que va a ser que por amor». Pues éso. Que va a ser que es amor.
Y la cosa es que, si la miro, no veo en ella la cara más hermosa del mundo. A ver si me entiendes, no es una belleza que haga a los demás darse la vuelta cuando pasa. A lo mejor en algún momento lo fue, o quizás nunca llegó a serlo, no lo sé. Yo sé del aquí y el ahora, yo sólo sé de la cara que veo con estos ojos, este rostro que me dice del tiempo vivido y de las tristezas y los sinsabores, de las decepciones y los fracasos, pero también de las alegrías, las grandes y las pequeñas. Sobre todo, veo en ella las esperanzas y los sueños que a pesar de la vida y sus vueltas, se niegan a claudicar en su mirada. Si fuera amor, como el que cuentan los poetas y los escritores y toda esa gente almibarada, ¿no debía verla como salida de un cuadro, un ser angelical y perfecto, delicado y etéreo? A ver si no es amor, porque yo veo a una mujer real, con los pies en el suelo, que llora cuando está triste y ríe cuando está contenta, que a veces disimula una arruga, coqueta, y otras le da igual y dice que total para qué.  Y aún así, siento mariposas en el estómago cuando voy a verla, cuando voy a hablar con ella y le pregunto que qué tal y ella me dice «pues si no entramos en detalles, bien», y nos reímos los dos. A nuestra edad quizás es mejor no entrar en detalles.
Quizás sería mejor, pero entonces no podría preguntarle por la cicatriz en su brazo, y que ella me responda que es de cuando era capitán pirata en el Caribe, o cuando me sorprenda que yo cocine mejor que ella y se defienda diciendo que poco podía ella andar entre pucheros el tiempo que fue ladrona de guante blanco en Montecarlo. Otras veces me cuenta que también fue piloto de cazas en la RAF y guardia civil en Utrera, científica en la NASA y agente doble en Moscú, violinista ciega quién sabe dónde, si era ciega, limpiabotas en Berlín —pero el Berlín del otro lado, que estos jóvenes no saben—, miembro de la resistencia, manifestante en Tian Nan Meng, costurera en Sevilla y vedette en el Moulin Rouge. O puede que tan solo fuera maestra y ama de casa. Nada más y nada menos, porque a mi todo me embelesa de ella. Que es una mentirosa está claro, pero a quién vamos a culpar, quién no se inventa ésto o aquello, o pinta todo del color que mejor nos viene. En fin, no vamos a estropear una buena historia con la verdad. Qué necesidad habrá.
Así que Carmen —si ése es tu verdadero nombre, le digo—, sobrevuela mis pensamientos día sí y noche también. Alguna de sus historias será verdad, y yo lo que saco en claro es que es una mujer leal y cariñosa, luchadora y fantasiosa. Pero si me he equivocado, ¿qué? El amor es ciego ¿no? Así que qué más da. No será la primera vez que me equivoque, ni la última. Carmen dice que le gusta mi actitud, que hago como que estoy de vuelta de todo, pero que no la engaño. Ella lo sabe bien: durante un tiempo echaba las cartas y veía el futuro en una bola de cristal. Eso fue cuando se recorrió el país en una feria ambulante. Y lo dice sin pestañear.
«Háblame de ti», me dice ella. Pero a mí no me sale inventarme esas vidas extravagantes y fantásticas que tan bien le salen a Carmen. Yo soy más aburrido, más serio. Una vecina de mi madre le decía, cuando era joven, que yo era un niño viejo. Ahora ya perdí al niño, y me quedé solo con el viejo. Y es que lo mío no es interesante. Prefiero mil veces sentarme junto a ella, junto a Carmen, y que me cuente sus historias. ¿Me gustarían tanto si no estuviera enamorado? Pues igual sí, o igual no. A mis años no hay agua que no haya bebido ni verdades absolutas.
En fin, que tú dirás que por qué te doy esta charla. Vaya lata, pensarás. Bueno, pues tengo mis razones. Lo primero, porque tengo una recortada apuntándote, lo que implica que no te queda más remedio que hacerme caso. Esa es una buena razón. Lo segundo, pues supongo que por justificarme. Tú que eres cajero en este banco estarás acostumbrado a atracadores de todos los colores. A lo mejor hasta no te llaman tanto la atención unos vejetes como nosotros, con la media ocultándonos la cara y pegando tiros al techo. Pero es mi primer atraco, entiéndeme. Dice Carmen que con el botín nos iremos a Nueva York. O a Bombay, no me acuerdo. A vivir la gran vida, como cuando fue amante del Sha de Persia. Tampoco importa mucho.
Mírala, con qué desparpajo amenaza al director y le obliga a llenar la saca. En fin. A mí esto me da un poco igual. Es estar con ella lo importante, ¿sabes? Que yo con cualquier cosa me arreglo. Pero con ella. Siempre con ella.
Va a ser que es amor, ¿verdad?