Altos acantilados recorren la orilla. Deben ser unos
precipicios aterradores para todo aquel que se atreva a asomarse a ellos en sus
lejanas y altas cumbres. En cambio, desde nuestro barco, se tornan en
impresionantes muros verticales de roca blanca, sobrenaturalmente lisos, una
barrera que se cierne sobre nosotros y que no podemos traspasar de ninguna de
las maneras. Varios hombres han intentado escalarlos, para terminar, sin
remisión, resbalando en la piedra pulida y cayendo en las calientes pero
inmisericordes aguas. Desde el fondo, nos contemplan los marineros ahogados,
mirándonos con ojos abiertos y acusadores. Al menos ellos descansan. Nosotros,
en cambio, seguimos adelante, rehuyendo su mirada para siempre atrapada en una
mueca de sorpresa. Aún conservamos, los vivos, la esperanza de encontrar una
salida y, sospecho, eso es algo que los muertos no comprenden. Quizás fuera
mejor abandonarlo todo y saltar por la borda, haciéndoles compañía en el lecho
de roca blanca donde yacen sus cuerpos por el resto de los tiempos.
Es en efecto, el tiempo, el que corre en nuestra contra.
En el centro de la bahía, un ser gigantesco, de proporciones tan descomunales
que escapan a la razón, descansa en un reposo que sabemos pronto acabará. Cuando
aquel letargo que le mantiene inmóvil llegue a su fin, su colosal envergadura provocará
que cualquier movimiento que realice, forme violentas olas que, sin duda, harán
zozobrar nuestro barco, arrojándonos la marea contra los impertérritos muros
blancos que nos rodean. También puede que el gigante se percate de nuestra
existencia y nos ataque, en cuyo caso, ninguna posibilidad tendremos de hacerle
frente. Debemos huir, por tanto, antes de que despierte. Es por ello por lo que
el capitán ha tomado la decisión de cambiar el rumbo. Pasaremos, dice, cerca de
una rodilla del monstruo, que sobresale entre las aguas como una pequeña isla.
Debemos tener cuidado, eso sí, de no adentrarnos en la extraña espuma que la
rodea, o correremos el riesgo de que ésta detenga nuestro avance y quedemos
allí encallados y a la merced del monstruo.
El mar está tan en calma que parece un espejo, y el
viento pareció morir en el mismo momento en que aparecimos en esta cárcel blanca.
Nos ponemos a los remos, intentando mantener el silencio más absoluto. Casi con
delicadeza, las palas apenas chapotean en el agua. Avanzamos con lentitud
exasperante, sí, pero a pesar de todo, nuestro barco va dejando una estela. Nos
movemos. Hasta nosotros llegan, empero, los terribles aromas dulces y especiados de aquella espuma antinatural, y sólo nuestra fuerza de voluntad y los
grilletes con los que nos hemos atado a los bancos, nos impiden saltar, una vez
más, al mar.
Dejamos atrás la espuma y aquella isla viviente, cuando
de repente, todas nuestras esperanzas de volver al mar abierto se desvanecen.
Más allá de las murallas que conforman nuestro encierro, un gigante de
dimensiones aún mayores a las del que ahora se despereza, se perfila en las
alturas, y brama:
- A ver si sales ya de la bañera, Luisito, que te vas a
encoger.