viernes, 28 de julio de 2017

Encerrados

Altos acantilados recorren la orilla. Deben ser unos precipicios aterradores para todo aquel que se atreva a asomarse a ellos en sus lejanas y altas cumbres. En cambio, desde nuestro barco, se tornan en impresionantes muros verticales de roca blanca, sobrenaturalmente lisos, una barrera que se cierne sobre nosotros y que no podemos traspasar de ninguna de las maneras. Varios hombres han intentado escalarlos, para terminar, sin remisión, resbalando en la piedra pulida y cayendo en las calientes pero inmisericordes aguas. Desde el fondo, nos contemplan los marineros ahogados, mirándonos con ojos abiertos y acusadores. Al menos ellos descansan. Nosotros, en cambio, seguimos adelante, rehuyendo su mirada para siempre atrapada en una mueca de sorpresa. Aún conservamos, los vivos, la esperanza de encontrar una salida y, sospecho, eso es algo que los muertos no comprenden. Quizás fuera mejor abandonarlo todo y saltar por la borda, haciéndoles compañía en el lecho de roca blanca donde yacen sus cuerpos por el resto de los tiempos.
Es en efecto, el tiempo, el que corre en nuestra contra. En el centro de la bahía, un ser gigantesco, de proporciones tan descomunales que escapan a la razón, descansa en un reposo que sabemos pronto acabará. Cuando aquel letargo que le mantiene inmóvil llegue a su fin, su colosal envergadura provocará que cualquier movimiento que realice, forme violentas olas que, sin duda, harán zozobrar nuestro barco, arrojándonos la marea contra los impertérritos muros blancos que nos rodean. También puede que el gigante se percate de nuestra existencia y nos ataque, en cuyo caso, ninguna posibilidad tendremos de hacerle frente. Debemos huir, por tanto, antes de que despierte. Es por ello por lo que el capitán ha tomado la decisión de cambiar el rumbo. Pasaremos, dice, cerca de una rodilla del monstruo, que sobresale entre las aguas como una pequeña isla. Debemos tener cuidado, eso sí, de no adentrarnos en la extraña espuma que la rodea, o correremos el riesgo de que ésta detenga nuestro avance y quedemos allí encallados y a la merced del monstruo.
El mar está tan en calma que parece un espejo, y el viento pareció morir en el mismo momento en que aparecimos en esta cárcel blanca. Nos ponemos a los remos, intentando mantener el silencio más absoluto. Casi con delicadeza, las palas apenas chapotean en el agua. Avanzamos con lentitud exasperante, sí, pero a pesar de todo, nuestro barco va dejando una estela. Nos movemos. Hasta nosotros llegan, empero, los terribles aromas dulces y especiados de aquella espuma antinatural, y sólo nuestra fuerza de voluntad y los grilletes con los que nos hemos atado a los bancos, nos impiden saltar, una vez más, al mar.
Dejamos atrás la espuma y aquella isla viviente, cuando de repente, todas nuestras esperanzas de volver al mar abierto se desvanecen. Más allá de las murallas que conforman nuestro encierro, un gigante de dimensiones aún mayores a las del que ahora se despereza, se perfila en las alturas, y brama:
- A ver si sales ya de la bañera, Luisito, que te vas a encoger.

lunes, 24 de julio de 2017

No me llaméis Ismael.

Haced el favor de no llamadme Ismael.
Me embarqué en este maldito buque por equivocación. Yo quería ir a El Ferrol, y en cambio, llevo cuatro meses atrapado en el Pequod, que resulta que es un ballenero, y que con la suerte que tengo, no se va a acercar ni de lejos al terruño. Qué razón tenía mi santa madre cuando me dijo que me aplicara más con el inglés, que me iba a hacer falta. Yo, como soy un poco cabezón, por llevar la contraria le decía que no, que mejor el francés, que es como el galego pero más afectado. Y así estamos, que en lugar de al Ferrol vete a saber tú donde terminamos, porque yo a estos no les entiendo y ni idea a donde vamos, que ni castellano, ni francés, ni galego, y mira que hay gente de sitios raros. Pues nada, ninguno habla como se debe. A ver si hay suerte y paramos en Coruña, o aunque sea en la isla de la Toja, y me bajo, que tengo ya morriña.
Además, resulta que el capitán lo que quiere es cazar una ballena. Eso tiene sentido, porque para eso estamos en un ballenero. Pero el hombre, Ahab se llama, no quiere una cualquiera, sino una blanca, bien gorda. Yo he intentado decirle que se deje de ballenas y que pruebe el centollo, pero no me tiene paciencia, me empieza a hablar del mar con cualquier excusa, que si las olas, que si el salitre, que si las gaviotas, y empieza a dar vueltas con la pata de palo, y termina siempre dando la tabarra con Moby Dick, que por lo visto es como se llama la ballena que quiere pescar, y se me ciega el capitán, se me ciega. Es una obsesión la de este hombre. Esto más o menos es lo que he entendido yo, por los gestos, pero vete a saber. Igual en lugar de una ballena lo que quiere es pescar atunes y estoy aquí inventando.
Decía al principio que no me llaméis Ismael porque hay en el barco un polinesio que me está siempre llamando por ese nombre. Por lo visto para él todos los blancos somos iguales y no nos distingue muy bien. Yo por más que le digo que Ismael es otro, uno que le gusta tirar los sombreros de la gente, que yo me llamo Xerardo Pazos, no hay manera. Pero mejor llevarse bien con el polinesio este, porque me han dicho que es caníbal, y digo yo que con un caníbal cuidado. Que habrá caníbales buenos, que no lo niego, pero que mejor que corra el aire, que los carga el diablo. Queequeg se llama el polinesio caníbal, que también digo yo, que no podía tener un nombre cristiano como dios manda. Quequé le llamo, que es más fácil. A Quequé se le ha ido la mano con los tatuajes, y a menudo le digo que se va a arrepentir, que cuando se canse de ser arponero, a ver donde le van a contratar con tanto dibujito en la piel. Pero como no me entiende, cae en saco roto. 
Pues resulta que Quequé se muestra muy cariñoso con el tal Ismael, el de verdad, y como nos confunde todo el rato, un día vamos a tener un disgusto, que tantos arrumacos a mí me dan mala espina. A veces cuando lo veo venir de lejos, me escondo en un ataúd que se mandó hacer, le pongo la tapa y allí me quedo un rato. A menudo termino dormido. Por lo menos le doy una utilidad al ataúd, que también el caníbal mandarse hacer un féretro y no morirse…
En fin, la verdad es que de este viaje poco más hay que resaltar. Está siendo un poco aburrido, eso sí. Bueno, que llevo ya un rato largo en este ataúd y se está notando un poco de humedad, así que voy a salir a ver qué pasa, no sea que me hayan hundido el barco.
Y recordad, no me llaméis Ismael.

sábado, 22 de julio de 2017

En esta playa

De alguna forma este cielo tan azul y despejado me hace acordarme de Catalina. Cuánto le hubiera gustado pisar la blanca y sedosa arena de esta playa, mojarse los pies en el agua salada de la orilla, probar las extrañas frutas que crecen en estos árboles, tan distintos de los que crecen en Trujillo. Cuando partí hacia Sevilla le prometí volver colmado de riquezas de las Indias, como Emiliano, el vecino, que había vuelto tan rico que compró los campos de más allá del río, donde mejor crece el trigo y la cebada. Ni siquiera esas promesas fueron suficientes para arrancarle un beso de despedida, aunque sí que bastaron para que prometiera esperarme. Promesa que ahora dudo que pueda cumplir.
Al llegar a Sevilla, no poco esfuerzo me costó embarcar en un galeón, como grumete, rumbo a las Américas. Navegamos el río sin mayor novedad, pero fue al abandonar el Guadalquivir que, de pronto, me vi frente a la inmensidad del mar. Me lo habían descrito de varias formas y maneras pero, aun así, verme allí, en aquel barco que cruzaría el Atlántico, superaba todo lo que mi pobre imaginación había podido dibujar en el tosco lienzo de mi mente. Creí, en aquellos momentos, que nunca me cansaría de contemplar aquellas olas que, incansables, animaban su superficie tiñéndola de espuma. Siempre, pensaba, estaría dispuesto a admirar el vuelo de las gaviotas en la playa que íbamos dejando atrás. No llegaría jamás el día, me aseguraba, en el que rehuyera el olor al salitre en el viento. No obstante, casi cuatro meses en cubierta me hicieron añorar, también, la tierra firme, y en especial, el campo de Extremadura, donde hasta hacía bien poco, había trabajado de sol a sol, dejándome la vida con cada golpe de azadón. La lejana esperanza de hacer fortuna en las Américas me llevó a dejar atrás mi casa y mi familia, a pesar de las advertencias de mis padres, de los consejos del cura y de la inocente mirada reprobatoria de Catalina. Pero a falta de dinero, tenía sueños, juventud y rebeldía, cualidades capaces de empujarnos a recorrer el cielo y el infierno, para bien o para mal, sin siquiera pensar en los peligros que se ciernen en aquella travesía.
Allí, en medio del océano, sobre la cubierta del barco, me sentía pequeño e insignificante. Un poco asustado también. No sabía nadar y aquello, que era común en casi todos los marineros de aquella nave, suponía una sentencia de muerte para el que cayera por la borda. Pero en la noche, teniendo sobre mi tan solo la inmensidad del cielo estrellado, recordaba a Catalina y me sonreía imaginando su sorpresa cuando llegara a Trujillo montado a lomos de un caballo y poseedor de oro suficiente como para mandar construir nuestra propia casa. Me dejaba llegar por esas ensoñaciones cada vez que el sol se ponía. No me atrevería a presumir que algo sé del alma humana, excepto que siempre deseamos aquello que se encuentra lejos de nuestra mano.
Recuerdo, ahora, aquellos días, desde esta playa en la que me encuentro, con este cielo que no puedo dejar de admirar. Mi espalda morena, curtida por el sol y el salitre, se recuesta sobre esta arena que la marea pronto cubrirá. Sé que es probable que la nostalgia imprima a mis memorias mayor ternura de la que merecen, pero así es este sentimiento que nos atrapa en los momentos menos pensados, tiñéndolo todo de una pátina que suaviza todas las aristas. Si no fuera así, sería duro recordar mi llegada a Perú, pobre como las ratas, aunque más hambriento que ellas. Busqué infructuoso algún conquistador al que servir, hasta que al fin llegó a mis oídos que Pedro de Ursúa se disponía a encontrar el legendario Eldorado. Me uní a su expedición con unos ánimos que el tiempo y las penurias vividas fueron mermando. Cuando Lope de Aguirre lideró una revuelta que terminó con la muerte de Ursúa, y su rabia diabólica comenzó a arrasar con todo a su alrededor, sin importarle si sus víctimas eran cristianos o paganos, españoles o indios, fue el momento en que descubrí que lo único que deseaba era huir de la jungla, y volver a ver el mar.
Siento las olas acariciar mis pies, tumbado en esta arena que el sol calienta lentamente, pero sin pausa, con la paciencia que yo nunca tuve, y pienso en Catalina, en sus pies manchados de tierra allá en los campos que rodean mi Trujillo natal. Me imagino a su lado, contándole el miedo que pasé intentando huir de Aguirre y de los nativos, y de las bestias e insectos que nos diezmaban. Éramos un pequeño grupo al que sólo le importaba vivir un día más y que día a día se iba reduciendo, víctimas de demasiados enemigos. Le contaría a Catalina como, en aquellos días que recuerdo grises y húmedos, llenos de barro y mosquitos, hubiera cambiado todo el oro que nunca llegué a tener por volver al mar y dejar que el agua salada mojara mis piernas, como ahora lo hace. Quizás, pienso, esta vez Catalina me abrazaría y todo lo sufrido quedaría olvidado, aunque lo dudo, porque ya nunca llegaré a Trujillo montado en un caballo. No volveré con el oro para construir nuestra casa y, por tanto, Catalina nunca se casará conmigo.
Intento mover mis brazos y mis piernas, ahora que siento que la marea moja ya mi cabeza, pero no lo consigo. Los indios me capturaron al pisar la playa. Clavaron cuatro postes en la arena y ataron cada una de mis extremidades a uno de ellos, cuando la marea estaba baja. Espero aquí tumbado, boca arriba, bajo este cielo tan azul y tan perfecto, a que el mar me cubra por completo, y pienso en Catalina y en el beso de despedida que nunca me dio, y en la promesa que no va a poder cumplir.