domingo, 31 de diciembre de 2017

Víspera de Reyes

Osea, a ver cómo lo explico… Imaginad que congeláis este instante. Así, muy bien.
Como podréis ver, estamos en el interior de un banco. La Caixa, en concreto. No os preocupéis: los dos personajes que salen en primerísimo plano, el rey Melchor que está asestando un puñetazo en plena cara a un Santa Claus bastante desastrado, no son verdaderos. Melchor es Juan Antonio Bedoya, un delincuente especializado en golpes a sucursales bancarias. El Santa Claus al que se le está cayendo la barba y porta una AK-47 en la mano, es un albano kosovar cuyo nombre es Tarek. Si examináis bien la imagen, veréis al Rey Gaspar al fondo, con cara de aprehensión. Ése soy yo. Al otro lado hay una elfa rubia, bastante más interesante. Además, se puede ver al rey Baltasar, el de la cara pintada de negro. Ése es Paco Medina, alias el Belloto, y está intentando evitar que Juan Antonio le parta la cara a Tarek. Detrás de éste, hay otro elfo. Es muy distinto de la rubia. Es un rumano, Andrei, a quien el disfraz le queda pequeño. Normal. Andrei mide casi dos metros. Es un elfo talla extra-grande, supongo. Ignorad al resto. Son clientes y trabajadores de La Caixa en perfecto estado de pánico.
¡Ah, ya veo que los más avispados van enhebrando el hilo! En efecto. Este instante en particular es consecuencia de, no uno, sino dos intentos de atraco. Al mismo banco. Al mismo tiempo. Por dos bandos disfrazados con motivos navideños.
Obviamente esto comenzó más atrás, y probablemente mucha de la culpa sea mía. Veréis… Me había llegado el soplo de que en aquella sucursal de La Caixa se iba a ingresar una millonada: la mayor parte de lo recaudado por los décimos de lotería del sorteo del Niño. Como habréis adivinado, estamos a 5 de enero. Ése mismo día estaba planeada una manifestación, no recuerdo ahora si pro-independencia, contra-independencia, pluri-dependencia, o lo que quiera que fuese. El caso es que la Policía estaría ocupada al otro lado de la ciudad, lo cual nos daría unos minutos extras para escapar con el botín. Todo esto se lo conté a Juan Antonio. ¿Por qué? Porque le debía dinero, y porque necesitaba músculo para la operación. Él, como siempre, terminó adjudicándose la autoría intelectual del plan y reclutó a alguien que no lo pusiera en duda: el Belloto. La idea de disfrazarnos de Reyes Magos también fue mía: podíamos camuflar fácilmente los fusiles en los amplios trajes de sus majestades y, además, una vez que saliéramos de la sucursal, nos desharíamos de los disfraces, con lo que nadie nos reconocería. Ésa era la idea. Cuando el Belloto apareció con la cara pintada de negro me di cuenta de que esa parte del plan no la había terminado de entender.
Al entrar en la sucursal y ver a Santa Claus con sus dos elfos y, sobre todo, al constatar cómo, en lugar de juguetes, extraía unas automáticas del saco, Juan Antonio entró en cólera.
            - ¡Me cago en Dios! Este atraco es nuestro – gritó.
- Pero ¿qué dices? Si hemos llegado antes – respondió Tarek con su acento de la Europa del Este.
El vigilante de seguridad no daba crédito a lo que veía. Aun así, pretendió desenfundar su revólver. La elfa, no obstante, estuvo rápida, encañonándole con su AK-47 y recomendándole que, en tanto no se aclarara la cosa, se mantuviera calmadito.
- A ver, todo el mundo quieto que esto es un atraco. Un atraco español, como dios manda – dijo Juan Antonio a voz en grito.
- A ver si me voy a cagar en tu puta madre – le respondió Tarek, que otra cosa no, pero los tacos en castellano los había aprendido rápido.
Y a continuación, pues ya saben ustedes lo que pasó. El puñetazo de Juan Antonio, los disparos al suelo y al cielo, el pandemónium, vamos.
- Hey – grité, intentando poner un poco de paz – En breve llega la poli, porque me imagino que estos señores habrán aprovechado para apretar el botón de alarma. O compartimos, o nos vamos sin nada.
Miré alrededor, y la mayoría de las caras parecían darme la razón. Muchas de ellas pertenecían a clientes del banco que se habían tirado al suelo al primer disparo y no pintaban mucho a la hora de decidir, pero Juan Antonio y Tarek, al menos, no argumentaron en contra.
- A ver, vacía la caja. La mitad en esta bolsa, para nosotros, y la mitad en esta otra, para los Reyes Magos – le indicó la elfa rubia al cajero. Éste no tardó en ponerse manos a la obra. Los AK-47 en las narices tienen ese poder de convicción.
- Bien, nos quedan exactamente, dos minutos antes de que …
- ¡Alto, policía! – escuchamos a nuestras espaldas. Dos minutos antes de lo esperado.
Y en fin, ésa es la razón por las que me encuentro ahora en la parte de atrás de un coche patrulla, vestido de Melchor, esposado. A mi lado, la elfa, esposada también.
***
- Se te está despegando el bigote – le digo al policía que conduce. No quiero engañarles, realmente, no es un policía. Es Fernando, mi cuñado. Y el coche ha sido tuneado para que parezca un coche patrulla, pero tampoco es real.
- ¿Llevas las bolsas atrás con el dinero? – pregunta Irina. Como sospecharán, no es una elfa verdadera. Es mi novia desde hace tres meses, aunque llevo sin verla un par de semanas. Las que lleva infiltrada en la banda de Tarek.
- Joder, que sí. Hemos salido de allí justo antes de que llegara la poli de verdad.
- ¿Y qué cara ha puesto Juan Antonio?
- Pues yo creo que todavía no lo ha entendido. Me imagino que para cuando pillen el engaño, tanto él como Tarek, ya estaremos en Brasil. – dice Fernando arrancándose el bigote de pega, y dirigiéndose al aeropuerto.

- Pues felices reyes – les deseo, entre risas, un poco más rico y menos honrado.

jueves, 28 de diciembre de 2017

Nochebuena en Sbrenica

Aquella noche no caían bombas en Sbrenica. Era Nochebuena, y aunque no se había firmado ninguna tregua oficial, los habituales fogonazos y estelas que imprimían las baterías antiaéreas en la noche bosnia, permanecían ausentes. El estruendo de los disparos y los bombardeos había dado paso a una descompasada serenata de grillos, felices de recuperar al fin, aunque fuera brevemente, el monopolio de los ruidos nocturnos.
No sonaban grillos en el bar donde nos reuníamos los veteranos de la prensa internacional, sin embargo. A través de los viejos bafles de aquella cantina infame que se había convertido en una segunda casa para muchos de nosotros, tronaban sobre todo los AC/DC, los Led Zeppelin, y de vez en cuando, Manolo Escobar cantando “Mi Carro”, para el descojono del personal español. Ya habíamos cenado, pavo por supuesto, gentileza del destacamento de cascos azules americanos. Les había sobrado de Acción de Gracias, y los habían mantenido congelados en unas cámaras frigoríficas que debían consumir la mitad de la electricidad de todo el campamento.
Paco estaba de una mala ostia impresionante. Bebía su whisky en un rincón, con cara de pocos amigos. No debía abusar del alcohol, al fin y al cabo, se había inflado a calmantes antes y después de que le amputaran lo que quedaba de las dos primeras falanges del dedo meñique, pero no iba a ser yo el loco que le quitara el whisky y le plantara una coca-cola en su lugar. Quería seguir vivo, y si ni bosnios ni serbios habían logrado mandarme al otro barrio, no era cuestión de que lo hiciera mi cámara.
No era el súbito acortamiento de su dedo meñique lo que provocaba el mal humor de mi compañero, sino el hecho de que la misma metralla que le había llevado a la enfermería de campaña, se había cargado la cámara que había llevado a hombros. Probablemente le había salvado la vida, o al menos, le había ahorrado una abultada factura en cirugía estética, al interponerse entre la esquirla y su cara, pero aquello no era consuelo para Paco. Habíamos perdido la cámara, junto con lo grabado en los dos o tres días anteriores y además, aunque pudiéramos hacernos con otra, que no era el caso, la escayola que lucía en su mano le impediría manejarla. Los compañeros de la RAI nos hicieron el favor de grabar mi crónica para la televisión española, pero Marcello no estaba dispuesto a dejar que fuera otro el que manejara su cámara, por mucho que Paco asegurara que se arrancaría la escayola. “Ni la cámara, ni la mujer se prestan, por ese orden”, decía un viejo proverbio italiano. O eso afirmaba Marcello. Así que la guerra, para Paco, se había terminado. Mandarían una nueva cámara, y con él un nuevo operador. Y Paco, de baja, a ver la guerra desde la retaguardia. Esperaba que el descanso no durara mucho. Si transcurrían más de dos meses sin volver al curro, lo más probable es que Paco se saltara la tapa de los sesos. Afortunadamente, había guerras de sobra para cubrir. Bueno, ya me entienden.
El caso es que el resto estábamos celebrando la Nochebuena a base de envenenar nuestro cuerpo a base de alcohol y los panetones que Marcello había traído de contrabando, cuando de repente se abrió la puerta y por ella entró nada más y nada menos que Papá Noel. Solo que, sospechosamente, este Papá Noel se parecía mucho a Ahmed, el más simpático de los periodistas de Al-Jazeera. Fue por todo el bar, repartiendo caramelos, y posando para los selfies que todos queríamos sacarnos con aquel Santa Claus moruno.
Paco seguía en su rincón, rumiando su desdicha, hasta que me acerqué a él.
- Paco, joder, sácate una foto con Papá Noel – le dije.
- Ni Mamá Tampoco. Anda y vete a la mierda – respondió.
- ¿Apostamos a que te ríes? – pregunté.
- ¿Apostamos a que te meto el taburete por el ojete?
- Joder, escucha. ¿Te acuerdas de la visita de la ministra?
- Claro – respondió Paco – Si tuvimos que irnos a tomar por culo para que se hiciera la fotito oficial, muy digna, con su chaleco antibalas. Como si le hiciera falta. Allí donde fue no se ha disparado una bala en toda la guerra, coño, si casi se veía Grecia desde allí. Putos políticos.
- ¿Y te acuerdas de la que lió con su abrigo?
- Sí, que se lo quitó para salir en la foto con el chaleco antibalas – rememoró Paco - y después no aparecía por ningún lado. La bronca que le montó al general Carreras, delante de todo el mundo. Para nada, al final se tuvo que volver sin el abrigo.
- ¿Y cómo era el abrigo?
- Joder, la que me estás dando con el puto abrigo.
- Venga, Paco. ¿Cómo era el abrigo de la ministra? – insistí.
- Pues era un plumas rojo chillón, lo más apropiado para traerse a la guerra. Para cuando tienes un blanco bien claro, resulta que no hay un francotirador serbio a mano.
- ¿Un plumas rojo como el que lleva Santa Claus? – pregunté guiñándole un ojo.
- ¡No me jodas! – dijo Paco, levantándose de repente y acercándose hasta donde Ahmed se abrazaba con un fotógrafo alemán.
Paco cogió a Ahmed por los hombros mientras admiraba el improvisado disfraz de Papá Noel. El periodista de Al-Jazeera no mediría más de 1’70 y no pesaría ni 50 kilos, pero con el plumas aquel, simulaba la corpulencia del barbudo Santa Claus. Ni que decir tiene que gané la apuesta: Paco se descojonó.
Al día siguiente las bombas volvieron a asolar Sbrenica, y Paco volvió a Madrid con medio dedo menos. Llevaba el plumas rojo de la ministra en la maleta. Lo mandó encuadrar, y lo colgó de la pared de su apartamento. Unos años antes de volarse la cabeza, me confesó que aquella fue la mejor nochebuena que había pasado en su puta vida. Y yo, por supuesto, le di la razón.








lunes, 25 de diciembre de 2017

Papá no es.

A Álvaro le encantaban las películas antiguas, sobre todo las de blanco y negro. Por eso había intentado coger a Jaime por las solapas, como había visto hacer a James Cagney en una de gánsteres. Por desgracia, ni Jaime, ni probablemente ningún otro niño del barrio, vestía chaqueta y corbata, por lo que el gesto, aunque aún amenazante, carecía de la belleza plástica que tanto le había impresionado cuando vio la película, al no contar el jersey de Jaime con solapas por las que sostenerlo.
- Retíralo ahora mismo – le instó Álvaro al que, hasta hacía apenas unos minutos, era su mejor amigo.
- No me da la gana. Y suéltame el jersey, que me lo vas a agrandar – respondió Jaime, al que ese tipo de avasallamientos no le eran tan ajenos, puesto que llevaba gafas desde los tres años.
Álvaro dudó por un instante. No se esperaba que Jaime se negara a retirar que su padre estaba tan gordo como Papá Noel. Él había contado con ello, para poder después continuar jugando a las chapas como si no hubiera pasado nada. De hecho, al no tener Álvaro un plan B ni Jaime ganas de moverse mucho, siguieron ambos en la misma posición y en silencio durante unos largos e incómodos instantes.
- A lo mejor es que tu padre es en realidad Papá Noel – intervino Alicia, apaciguadora.
Tanto Álvaro como Jaime volvieron su mirada hacia ella. Alicia era normalmente la más lista de los tres. De hecho, “normalmente” quizás no fuera el adverbio apropiado: hasta entonces Alicia había sido SIEMPRE la más lista de los tres.
- Pero, ¿cómo va a ser mi padre Papá Noel?  – protestó Álvaro de mal humor, aunque relajando su asimiento del jersey de Jaime.
- Éso – asintió Jaime – Si Papá Noel es del Polo Norte. Eso lo sabe hasta… hastaaaa… hasta el Sánchez Poch.
Javier Sánchez Poch era el niño de su clase al que invariablemente torturaba públicamente don Aurelio con preguntas más o menos pertinentes con lo explicado en clase. Jaime le hubiera compadecido de no dedicarse Sánchez Poch a resarcirse de la manía que le tenía don Aurelio con sus compañeros más débiles, entre los que a menudo se encontraba él. Convertirlo en ejemplo de ignorancia era su venganza particular.
- ¿Y de dónde es tu padre? – preguntó Alicia.
- Pues… del pueblo – respondió Álvaro.
- Ya, pero cómo se llama el pueblo, listo.
Álvaro se rascaba la cabeza confundido. Ya había soltado el jersey de Jaime, que efectivamente, se había agrandado un poco más.
- Pues no me acuerdo.
- Pero una vez nevó. Me acuerdo que nos lo contaste, ¿verdad Jaime?
Jaime asintió, muy serio, aunque no tenía ni idea de qué tenía que ver aquello.
- Ya, pero…
- ¿Y quién te dice a ti que no está el pueblo de tu padre en el Polo Norte? – preguntó Alicia - Allí también nieva.
- Sí, pero en el Polo Norte nieva todo el rato, y en el pueblo de mi padre no. – respondió Álvaro, aunque comenzaba a no tenerlas todas consigo.
- Y tu padre tiene barba, como Papá Noel – añadió en ese momento Jaime.
- Pero la barba de Papá Noel es blanca, no como la de mi padre – contestó Álvaro, cruzándose de brazos, pretendiendo dar por zanjado el asunto con aquel gesto.
- A lo mejor se tiñe el pelo para que no sospechemos – apuntó Alicia quien o bien no había observado los brazos cruzados de Álvaro, o bien le importaba bien poco – Mi madre se tiñe el pelo.
- ¡Y mi abuela! – gritó Jaime.
- ¿Sabéis qué? ¡Que tú, Alicia y tu abuela, os podéis ir a la EME! – gritó Álvaro, harto ya de aquella conversación, utilizando el improperio más fuerte al que se atrevía, aunque sólo fuera mediante su letra inicial. A continuación les dio la espalda y se dirigió a grandes zancadas hacia su casa.
- ¿La “eme”? ¿Qué es la eme? – oyó decir a Jaime a sus espaldas.
- ¡Pues eso lo sabe hasta Sánchez Poch! – gritó Álvaro de nuevo mientras entraba en el portal.
Subió los peldaños de las escaleras de dos en dos, y entró en casa enfadado. Rara vez estaba echado el pestillo, así que ni se molestó en llamar a la puerta. Entró en la cocina con cara de pocos amigos, para detenerse repentinamente, transmutando su expresión en una de desconcierto. Encima de la mesa, a medio envolver con papel de regalo se encontraba nada más y nada menos que el cofre con la colección completa de películas de John Wayne. Precisamente, el regalo que había colocado en primerísimo lugar en su carta a los Reyes Magos. Y, completando el cuadro, su padre y su madre, cada uno a un lado de la mesa, con cinta adhesiva en las manos y mirándole con expresión culpable.
- ¡Álvaro! ¿Pero tú no estabas jugando con Jaime en la calle? – preguntó su madre azorada.
Clavado en la entrada de la cocina, la mirada de Álvaro se dirigía desde su padre hasta su madre, deteniéndose en las películas y en el envoltorio navideño que no había terminado de ocultarlas a su vista.
- Mira Álvaro. Yo creo que tú ya eres mayor, y hay una cosa que tienes que saber – dijo su padre con un suspiro – Escucha…
Los ojos de Álvaro se abrieron casi tanto como su boca, ante la revelación que estaba escuchando de boca de su padre.
- Pero Álvaro, hijo, ¿estás bien? – preguntó su madre con preocupación.
Sin mediar palabra, Álvaro se dirigió al balcón.
- ¡Jaime, Alicia! – gritó a sus amigos, que aún seguían en la calle - ¿Sabéis eso que decís de que mi padre es Papá Noel? ¡Pues os vais a la EME, porque resulta que es Melchor! ¡Ja!
El padre de Álvaro miró a su mujer apesadumbrado.
- Me parece que no lo ha terminado de entender – confirmó con un susurro.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Noche de patrulla

Alfredo deja escapar un suspiro de resignación.
- Me cago en mi puta vida – musita para si mientras se pone los guantes. Afuera hace un frío que pela, y aunque los guantes no son exactamente reglamentarios y ya tienen hasta algún agujero, ni se le ocurre salir sin ellos.
Abre la puerta del coche patrulla y sale, sin esperar a su compañero.
- Pero qué mala hostia tienes, joder – le dice Fernando, unos pasos más atrás.
- Mala hostia, tu puta madre – responde.
Fernando, en lugar de cabrearse se ríe. Ya está acostumbrado a sus exabruptos. De hecho, demasiado acostumbrado. "Si es que parecéis que sois pareja, pero de verdad", le suele decir Encarna. Normalmente se lo dice entre risas, pero otras veces se lo suelta con su poquito de bilis. Sólo un poquito, Encarna en el fondo es un cacho de pan.
- Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Pues toca trabajar hoy, y ya está.
Alfredo se detiene, hasta que su compañero llega a su altura.
- Y ya está, no. Nochebuena le tocaba a Ramírez y a Peñalba. Nos la han metido pero bien – le dice aún cabreado – Y además, ¿qué pasa, que no había nadie más cerca para este aviso? Joder, que ésto está en el quinto coño.
Fernando asiente, sin contestar. Sabe que es mejor esperar a que se le pase un poco el cabreo. Por un momento a punto está de decirle que él tendría más razones para estar enfadado, al fin y al cabo, nadie espera a Alfredo en casa y lleva años criticando estas fiestas, pero él en cambio, ha tenido que dejar a Encarna y a Miguel con sus padres, cenando todos juntos. Eso sí que era peligroso, y no el barrio en el que se encontraban. Sin él allí, de mediador, la paz y la armonía podía escapar por la ventana al primer comentario.
- Está tranquilo ésto, ¿no? – dice al fin Fernando, rompiendo el silencio – La última vez que vinimos nos rompieron la luna de una pedrada.
- A ver, ¿no va a estar tranquilo? Si es…
- Alfredo, joder, que ya me he enterado, que es Nochebuena y mañana Navidad, ya. Anda, vamos, cuanto antes terminemos mejor.
En aquella parte de la ciudad las casas son de una sola planta. A veces, de una única habitación. Encuentran finalmente la puerta correcta y llaman al timbre. Llega ruido del interior, pero el timbre no funciona. Fernando, temiendo un nuevo estallido de improperios de su compañero, llama con los nudillos.
- Qué frío – dice Alfredo.
Fernando vuelve a llamar, un poco más fuerte, hasta que oyen unos pasos acercarse a la puerta.
- ¿Quién es? – dice una voz de mujer desde el otro lado. Una voz cansada, melancólica. Una voz que la pareja de policías ha escuchado a menudo en el barrio, en boca de mujeres de distinta edad, raza y complexión.
- Policía – dice Alfredo – Hemos recibido una llamada, creo que han encontrado a un anciano extraviado.
Se abre la puerta. Es una mujer de unos treinta años, pero bien podría tener cincuenta. Arrugas prematuras y bolsas debajo de los ojos anuncian que la vida no ha sido fácil para ella. Aún así, sonríe. Hay una luz que parece desprender esa sonrisa y que sorprende a los dos agentes.
- Sí, aquí está. Parece que salió del asilo y no sabe volver. ¡Raúl! – grita de repente.
Un niño responde desde dentro.
- ¡Trae a Nicolás, que ya ha llegado su “taxi”! – dice la mujer a voces, con una sonrisa pícara.
Unos instantes más tarde aparece un niño de unos ocho años que trae de la mano a un anciano. Alfredo y Fernando se miran por un instante. El hombre debe tener como cien años, a tenor de las arrugas que siembran su cara. Está delgado y encorvado, y anda a pasos lentos y cortos, pero en su cara brilla la misma sonrisa radiante que en la de la mujer y el niño.
- Pero ¿cómo ha llegado este hombre desde el asilo hasta aquí? – pregunta Alfredo – Si está en la otra punta de la ciudad.
Es una pregunta retórica, claro. Cosas más extrañas han visto.
La mujer y el niño se abrazan al anciano para despedirse antes de dejarle en manos de la pareja de policías. Alfredo le ofrece su brazo para ayudarle a caminar hasta el coche patrulla.
- Don Nicolás Santos, ¿verdad? – pregunta – No se preocupe que le llevamos de vuelta al asilo. Yo creo que aún alcanza a algo de cena, ¿no crees Fernando?
El interpelado asiente. Siempre le maravilla aquella transformación de su compañero, cómo pasa de ogro a ángel cuando se trata de ancianos y niños. Paso a paso, llegan al vehículo que, sorprendentemente, sigue con los cristales de las ventanas intactas.
Fernando se pone al volante y circulan por calles desiertas, iluminadas por las luces de Navidad. El anciano dormita en el asiento de atrás, y Alfredo está extrañamente silencioso.
- Muchas gracias por el paseo. Está bonita la noche. – dice el anciano, repentinamente lúcido al detenerse el coche en la puerta del asilo – Me recuerda a cuando era joven. Qué tiempos.
En seguida, un empleado de la residencia, solícito, ayuda al anciano a entrar en ella. Fernando saca su teléfono móvil y marca el número de casa.
- Creo que se ha dejado algo – dice Alfredo mientras, recogiendo un paquete del asiento de atrás.
            - Pues ahí pone tu nombre – dice su compañero, señalando una etiqueta adherida al papel de regalo en el que está envuelto el bulto.
Encarna, al fin, descuelga el teléfono de casa.
- ¿Sí? – responde.
- ¿Sabes lo que habíamos hablado de que ya era hora de decirle la verdad sobre Santa Claus a Miguel? – dice Fernando.
Alfredo sonríe ampliamente, los faros del coche patrulla alumbran el letrero de la Residencia de Ancianos Reyes Magos. Tiene unos guantes nuevos, a medio desenvolver en sus manos.
- Que igual no tiene prisa. Ninguna prisa.

sábado, 11 de noviembre de 2017

Sólo tequila

El bar está desierto, salvo por un hombre que se sienta frente a una de las mesas. Se abre la puerta y una figura entra silenciosamente en la sala.  
- ¿Qué pasa hoy que está esto vacío? – dice Luis Alfredo cuando su compadre Manuel se sienta a su mesa.
Manuel toma la botella de tequila que hay sobre la mesa y se sirve un trago antes de contestar.
- ¿Pero en qué mundo vives, pinche huevón? ¿Pues acaso no te das cuenta que es el Día de los Muertos? La gente está celebrando con sus familias y amigos ¿Qué no sabes que en todo México hoy se honra a los que se llevó la Catrina?
- Bah, yo no creo en esas mamarrachadas. ¿Cuándo has visto tú que regresen los muertos?
- Luis Alfredo, tú cómo vas a creer, si nunca hiciste bien a nadie – responde Manuel - ¿Quién quieres que ponga tu foto, si todos se alegraron de que te fueras? Si estás aquí hoy, más solo que la una, es porque nadie quiere que vuelvas, nomás. Nadie te va a levantar una ofrenda, nadie te pondrá una vela. Recoges lo que sembraste.
- Pero ¿qué dices? ¿Y tú qué, quién te crees que eres?
- Yo tampoco fui la mejor persona, cierto, pero al menos a los míos los quise, y ellos a mí. Pero ya hace mucho tiempo que me vine a este lado, ya no queda nadie que me recuerde. ¿No ves cómo estoy desapareciendo?
- Pues vete a otra parte, mal amigo – responde Luis Alfredo con rabia.
- Yo nunca fui tu amigo, Luis Alfredo. Tú nunca tuviste amigos, a todos traicionaste  – dice Manuel mientras termina de disolverse en el aire – Pero antes de irme quería tomarme un trago, para celebrar que me iba, y eso es todo lo que te queda a ti, Luis Alfredo. Sólo te queda tequila.
Luis Alfredo mira alrededor, el bar iluminado por las lámparas de bombillas rojas. Intenta levantarse, pero no puede, y comprende que seguirá allí, solo, con su botella de tequila, por toda la eternidad.


miércoles, 8 de noviembre de 2017

La noche en vela

María Elena abre la puerta, y se me aparece tan hermosa como siempre.
- ¡Goyo, por fin, qué alegría! – dice, emocionada, y al hacerlo me recuerda tanto a la María Elena de hace veinte años que casi se me saltan las lágrimas.
Nos fundimos en un abrazo. Alberto nos observa con una sonrisa divertida. Es un buen tipo y la trata no sólo como un marido tiene que tratar a su esposa, sino como ella se merece. Me hubiera gustado un tipo más… no sé… más arrojado quizás, pero si a María Elena le parece bien, quién soy yo para opinar otra cosa.
- Pero qué guapo estás – me dice María Elena. Yo me río, porque sé que es una enorme mentira. Siempre fui un tipo grande, pero ahora la panza y la papada son imposibles de ocultar.
- Male estaba contando las horas hasta que llegaras –dice Alberto. No me entusiasma que la llame así, “Male”, aunque a ella no parece importarle, e incluso parece que le gusta. Para mí siempre será María Elena, con todas las letras. Así es como la conocí en Cuernavaca, y así le he llamado siempre.
- Ay Alberto, pero ofrécele algo nomás. ¿Te quieres quitar la chamarra? – me dice - Hace calor aquí dentro.
- No, no, estoy bien – le respondo – Pero sí que me tomaría un tequilita con mi compadre. Que se note que estamos en México.
- No manches – se ríe María Elena - ¿Sólo con él? ¿Y conmigo no?
Vamos a la cocina y Alberto sirve los tequilas, y brindamos por la amistad.
- Pero esta vez te quedarás un poco más, ¿no? Un par de días, aunque sea – dice Alberto. María Elena ya ni se molesta en pedirlo, sabe que cuando termina el 2 de noviembre siempre encuentro una excusa para irme.
- Gracias, pero tengo una reunión el 3 a la que no puedo faltar – miento. Hace mucho que no tengo reuniones con nadie. Sólo con los médicos, y ya ni eso.
- Ven – me dice María Elena arrastrándome hacia el altar que ha montado. Es el mismo de todos los años, sólo las flores son frescas, y las calaveritas, pero aún falta un elemento importante, el que hace que año tras año me presente en su casa dispuesto a pasarme la noche frente a la ofrenda de María Elena.
- Aquí traigo la foto. Ya sabes que te prometí que hasta que no estuvieras tú presente, no la pondría. – me dice, y coloca la foto de Héctor delante de una vela todavía apagada. Es una foto de estudio, en color, y luce una sonrisa imponente.
Héctor siempre fue un hombre guapo, casi avasallador. Eso le hizo muy atractivo para las mujeres, y le granjeó también mucha envidia entre los hombres. Y el tipo de negocios entre los que se movía no eran lo más apropiado para éso. Ahí entraba yo. Porque, en realidad, aunque Héctor me presentaba a todos, incluso a María Elena, como su primo, nunca tuvimos parentesco. De las mentiras de Héctor sabía mucho. Al fin y al cabo, yo era su guardaespaldas.
- Tengo que decirles que me parece muy bonito esto que hacen; velar la memoria de este hombre así, durante veinte años – dice Alberto – Hasta me causa un poco de celos, ya ven.
- Oh, no seas tonto. Héctor fue mi primer amor – responde María Elena – Nos íbamos a casar, ya estaba todo preparado cuando un malnacido lo mató.
- Lo sé amor… es sólo que no sé si alguna vez me querrás igual que le quisiste a él – dice su marido.
Me da un poco de reparo que aireen sus intimidades y sentimientos delante de mi. Yo no soy así. Yo soy más de guardarme las cosas, sobre todo cuando desvelar secretos no sirve para nada. Por ejemplo, ¿qué hubiera sido de María Elena si se hubiera enterado de que, para Héctor, ella fue al principio tan sólo una conquista más? Hasta que se enteró del dinero de la familia de ella, claro. Se prometieron justo cuando los turbios negocios en los que él andaba mezclado empezaron a irle mal. Su plan era eliminarla una vez casados y quedarse así con toda su fortuna.
- Héctor se hacía querer – dice María Elena mientras enciende la vela frente a la foto de su antiguo prometido – Pero está ya en el pasado. Goyo me ayudó a superar el trance. ¿Te acuerdas cuánto buscaron a su asesino y nunca apareció, Goyito?
Asiento con la cabeza. Cómo olvidarlo. Lo maté yo. Tres tiros en la cabeza. Podía perdonar que engañara a la mujer que yo amaba en secreto, pero no que le quisiera hacer daño.
María Elena sigue hablando, pero yo tengo la vista fija en la foto de Héctor. Desde que la luz de la vela iluminó su foto, le veo, como cada Día de Muertos. Y sé que él me ve a mí.
Por eso vengo, aunque María Elena piense que es por respeto, o por cariño hacia el que nunca fue mi primo. Vengo porque sé que nada le gustaría más a Héctor que atacarla a ella, llevar a cabo sus planes que yo desbaraté. Llevo veinte años mirándole a los ojos, sin quitarme la chaqueta, para que nadie vea que en la cartuchera guardo una pistola -  la misma con la que le mandé al otro mundo - y que todavía tiene unas balas con su nombre, por si se le ocurre saltar hasta aquí.

Temía no poder estar siempre aquí, en este día en el que los muertos se asoman a nuestro mundo, por eso convencí a María Elena de que éste sería nuestro particular homenaje a tu memoria, Héctor.  Ella no sabrá nunca tus intenciones, ni que te maté yo, ni tampoco le diré que este es el último año que estaré a este lado del altar. El cáncer ya está avanzado. A partir de ahora, la protegeré desde el otro lado. Por siempre.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Mijita, despierta

Mijita despierta, que hoy vamos a montar la ofrenda. Sí, ya sé que es temprano, pero hoy es el Día de los Muertos, mijita, ya vamos tarde. ¡Venga, apúrale que vamos a ser las últimas de todo México, no manches!
Primero el altar, claro, es la base para todo. En el armario está guardado el que ponemos siempre, agárralo ¿quieres? Es bonito, de cartón, adornado con muchos colores. Súbete en la silla, así, ¿llegas? Claro que llegas ya, qué mayor estás.
Lo adornamos con flores, las de cempasúchil florecen después de las lluvias, y están los mercados llenos de ellas en estas fechas. Huelen muy bien, dicen que son para guiar a los que vuelven. Mira aquí están, en la cocina, las compró la abuelita, junto con el pan de muerto, que no puede faltar. Pon las flores y el pan en el altar, así, muy bien, mijita. Y ahora las calaveritas de azúcar, son mis favoritas. Las tuyas también, ¿verdad? Sí, claro, puedes comerte una, qué ricas. Yo las pruebo luego, niña linda, muchas gracias.
Ya casi estamos, falta el papel picado, en mi casa nunca falta. Después, con los años, tú ya añades lo que veas, la botana, la cruz, la sal, el espejo… En cada sitio lo hacen de una forma, todas valen, claro.

¡Ay, las fotos! Qué tonta, se nos olvidaban las fotos, son casi lo más importante, para que sepan que nos acordamos de ellos, aunque falten el resto del año. Sí, mijita, pon la mía también, claro. Yo ya sé que no sólo te acuerdas de mí estos días, pero poco a poco te irás olvidando. Es normal, es ley de vida. Pon la ofrenda cada año, que no se te olvide, para que pueda venir a ver cómo creces y te conviertes en una mujer. Yo no faltaré a mi cita, niña linda, aquí estaré todos los años, mi amor, mijita.

martes, 31 de octubre de 2017

Noche de difuntos

Llegué a la casa de Jorge y Maruja poco antes de que salieran con sus hijos a celebrar Halloween. Estaba claro que aquella costumbre había triunfado en Madrid. Y, ¿por qué no? Definitivamente ganaba por goleada, en diversión, a la aburrida visita al cementerio que había sufrido de niño durante tantos años.
- Vente con nosotros, pues, te lo pasarás de pelos – me dijo Maruja, que a pesar de llevar ya tres años en la capital de España mantenía su habla natal bien engrasada, lo cual añadía al encanto que ya de por si tenía la mujer de mi amigo.
- Muchas gracias, pero mañana el avión sale temprano, y si te digo la verdad, no me encuentro muy bien – me excusé.
- A ver si me vas a dejar la casa llena de virus – intervino Jorge con su marcado acento madrileño.
- Oye, ¿no tendré que pasarme la noche abriendo la puerta y repartiendo caramelos a las pequeñas bestias? – pregunté.
- Tranquilo. En la puerta dejamos una bandeja con todas las golosinas, y que se sirvan ellos mismos.
Yo, sinceramente, sospechaba que la bandeja únicamente aguantaría una visita. ¿Realmente pretendía que los niños se autorregularan? En fin, aquella solución me venía de perlas. Así podía descansar antes de que llegara el taxi que me llevaría al aeropuerto. Mis amigos me permitían pasar allí la noche antes de emprender mi viaje, lo cual me venía muy bien para mi maltrecha economía, por lo que, si a cambio, me hubiera tenido que pasar la tarde repartiendo caramelos a fantasmas, hombres lobo y vampiros en miniatura, lo hubiera acatado obedientemente. No obstante, prefería la solución de aquel improvisado autoservicio. Sinceramente, me encontraba demasiado cansado y enfermo para lidiar con niños hambrientos de azúcar.
- Oye, ¿no me dices nada del altar de muertos? – me preguntó Maruja, expectante.
Dirigí la vista a donde señalaba: un pequeño altar portátil, de cartón, decorado a la manera mejicana, con sus calaveritas pintadas, sus flores y velas, y la foto de un señor muy serio entre ellas.
- ¿Es tu papá? – pregunté.
Sabía que a principios de año el padre de Maruja había fallecido. Llevaba un tiempo enfermo, así que, aunque la pena para ella, fuera igual de honda, al menos la sorpresa no fue tanta.
- Ésta es la ofrenda que ponía él cada año, ya ves. – respondió – Me la traje de México, me dio pena verla allí. Así que esta noche, aquí está mi papá conmigo.
Asentí, mientras por detrás de Maruja, Jorge ponía cara de “qué se le va a hacer, son sus costumbres”. Como si lo de salir disfrazado a pedir caramelos a los vecinos fuera algo tradicional en España de toda la vida.
- Volveremos tarde, no nos esperes levantado – dijo, al salir.
Cuando la puerta se cerró y todo quedó en silencio, suspiré aliviado. Me dolía la cabeza, y podía jurar que tenía fiebre. Desde luego, no era lo más indicado para viajar al día siguiente. Fui a la cocina e inspeccioné entre los cajones. Me había tomado ya varias aspirinas, pero necesitaba algo más. Notaba que comenzaba a arderme el cuerpo, y tenía que estar en forma para tomar aquel avión. Iba a una entrevista de trabajo, y eso era sagrado en los tiempos que corrían. Finalmente, en uno de los cajones encontré unas pastillas. La etiqueta estaba borrosa, y no podía leer exactamente qué eran, pero el envase me recordaba a las genéricas de ibuprofeno que mi madre me proporcionaba en su casa, las escasas veces que iba de visita.
- De perdidos al río – me dije, y me tomé dos con un vaso de agua.
Después, con paso cansado me dirigí a mi habitación y, sin siquiera llegar a desvestirme, me tumbé en mi cama y me quedé dormido al instante.
Cuando desperté todo estaba oscuro y en silencio. Me sobresalté. No estaba seguro si había puesto la alarma en mi teléfono móvil para poder levantarme de madrugada y no perder mi taxi. Busqué en la mesilla, en mi bolsillo… nada. No tenía conmigo el móvil. Sospeché que me lo había dejado en la cocina. Al menos, la cabeza ya no me dolía.
Supuse que mis amigos y los niños ya habrían vuelto y dormían, así que con cuidado de no despertarles salí de la habitación. Excepto por la vela que Maruja había dejado prendida en el altar de muertos, no había ninguna luz que me orientara. Avancé con cuidado y casi a tientas hasta la cocina. Palpé por la encimera, buscando el móvil. Suspiré aliviado al encontrarlo.
- ¿Dónde está el tequila en esta casa, carajo? – dijo repentinamente una voz desconocida a mi espalda.
Tenía el móvil en mi mano, y el leve resplandor de la pantalla me dejó entrever a un hombre mayor, pálido y arrugado.
- Ah, aquí está. Tomemos una copa, pinche compadre – me dijo, sirviéndome de una botella en el mismo vaso que había utilizado yo para tomarme las pastillas, y me rodeó, amigable, con un brazo tan gélido que me estremecí.
Asustado, no supe resistirme. Cogí el vaso que me tendía y me bebí su contenido del tirón. El alcohol me quemó la garganta, pero me proporcionó algo de aplomo.
- Ven siéntate conmigo, frente a la ofrenda. Hoy es un día de celebración – me dijo, arrastrándome con una mano helada hasta el sofá que se encontraba mirando al altar de Maruja. Descubrí, para mi horror, que la foto de su padre ya no estaba allí.
Prácticamente me desvanecí frente al sofá. La oscuridad se hizo aún mayor a mi alrededor, y ya no sentí nada.
Una hora más tarde, mis amigos volvieron a casa y me encontraron tumbado en el sofá. Alguien había entrado en la casa y la había desvalijado. Se habían llevado casi todo. Eso incluía mi maleta y hasta la foto del padre de Maruja.
- Pero vamos a ver, ¿es que no viste nada? – me preguntó Jorge enfurecido. Nunca me atreví a decirle la verdad.

martes, 26 de septiembre de 2017

En esta soledad imperfecta (palabras)

En esta soledad imperfecta,
esta ausencia de tu cuerpo y de tu alma,
aquí, ahora,
como el que sueña y sabe,
que la mañana llega siempre tarde.

En esta habitación,
en esta eterna espera,
te escribo estas palabras...
pero las palabras no son más que éso,
palabras, y
sigo esperando,
otro día más,
un instante tras otro,
tras otro,
y tras otro,
una larga hilera de instantes,
estos instantes sin ti,
estas palabras sin ti,
estas manos que no te tocan
y estos labios que no te besan,
en esta soledad imperfecta,
en esta ausencia tuya y mía,
en este vacío y esta geografía
y esta distancia,
repleta de palabras que
escribo y no te digo,
en esta eterna procesión de instantes
que se deshacen en el olvido,
en el silencio,
en la sombra de esta habitación,
en la que te escribo.

Estas palabras que de tanto sentirlas
se me van deshilachando,
estas palabras que se rompen a veces,
que se gastan y se encienden,
que se consumen y se pierden,
que me odian
y me quieren.

Estas palabras que esperan conmigo,
en esta soledad imperfecta,
en este invierno frio y largo
en el que se empeña el destino
en embarcarnos,
cada uno por su lado,
pero no,
porque no hay lado que no sea
el nuestro,
no el tuyo,
ni el mío,
solo el nuestro.

Y si las palabras se pulen,
redondas, gastadas,
y si ya no dicen nada,
dejaremos paso a los labios,
las manos, la piel,
y si hay océanos por medio,
navegaremos,
o volaremos,
o soñaremos,
o inventaremos
nuevas palabras que nos acerquen
y que sepan decirte
te quiero
en la lengua que sea,
en la que entendamos,
sin que suene
a eco de otras palabras,
como si las hubiéramos inventado
y nadie nunca
hubiera querido,
sólo nosotros,
sólo nosotros.

Cuando esta ausencia
deje de ser ausencia,
y sea sólo recuerdo,
una palabra,
sólo una palabra.

Sólo una palabra.

Destierro de los sentidos

Vacío,
el silencio.
Soledad que se enfría
en el destierro de los sentidos.

Una copa de vino.

Apenas tres líneas que se esconden,
que se confunden.
Palabras unidas y desvarios.

El cerebro en huelga,
permiso sin sueldo.

En los umbrales de lo analógico
otra vez tirita el teléfono,
ya ni a imitar el latón se atreve.
Un día hablaremos con unos y ceros
y nuestros acentos se perderán
en los redondeos.

Media botella de Rioja,
tirando por bajo,
y ya la sintaxis y la ortografía
comienzan a confabular con el teclado.

Mi lengua ya no rinde,
mi cerebro se esconde abochornado
y mi mano espera inútilmente
otra mano.

Un océano por medio
y tu mirada se escapó a otro continente
y tu risa y tu caricia y mi alma.

Esta noche sólo ecos persisten,
y vacío,
y soledad desterrada,
y los sentidos entumecidos
apenas se creen que están vivos.

No hay estrella que me haga olvidarte,
ni nube que me enternezca.

Soy de hierro,
soy de piedra.

Soy el rey de este instante.
Soy lo que quieres que sea.
Soy a veces nadie.

Dios y demonio,
ángel y serpiente:
el pecado y
la hostia puta,
la meretriz y
el caballero andante.

Un océano por medio
y solo me quedan palabras
heridas por el abuso y la literatura,
moribundas.

Y aquí sigue el vacío,
y el frío y la soledad,
y apenas los sentidos.

Podría hacer un esfuerzo
y fingir que me importa,
pero ya no engaño
más que al que cierra los ojos y reza.

Y veo labios,
pero no son tuyos.
Maldita sea, no son los tuyos.
Ni tus ojos, ni tu mano.
Ni tu pecho.
Y qué coño: ni tu coño.

Te echo de menos en tantos aspectos
y te comería a besos, sí,
Pero bien sabes
que te follaría ahora mismo hasta
que me digas basta.
Hasta que me bañe en tu sudor
y me funda en tu piel.
Hasta que me acompañe el olor de tu sexo.

El sabor de tu sexo.
El calor de tu sexo.

Y llenar este vacío,
perder esta soledad,
y calentar y desterrar este frío,
y olvidarme de los sentidos.

¿Dios y diablo? No me engaño.
Más bien mortal de raída alma.
Uno más en el montón de arena,
una oveja cualquiera del rebaño.

Soy y estoy por un momento,
mañana... Mañana hablamos, o si no, pasado.

Y después...
Vacío,
silencio, soledad,
y destierro de los sentidos.

viernes, 25 de agosto de 2017

Como si fuera amor de verano.

Todos ésos que se ríen, con sus irónicos chascarrillos siempre dispuestos, todos ésos, qué sabrán. Qué sabrán del amor, tan ocupados como están con sus risotadas y sus grandes conocimientos de la vida. Su experiencia, dicen. Ya te lo digo yo: no saben nada, cero, nichts, niente. Rien de rien.
No conocen lo que es perder el alma en cada suspiro que das, no saben del calor infernal bajo mi piel cuando me rozas con tus dedos, ni del insondable placer de besar tu boca o de acariciar tu cuerpo de diosa. Ellos no han habitado el cielo que es tu mirada. Pobres ignorantes.
Y dicen “es un amor de verano”, como si “amor” y “verano” se negaran mutuamente, como si supieran más que nosotros, como si pudieran ver el futuro y asegurar que lo nuestro no es eterno, que la herida que me dejas al marcharte cerrará algún día.
Como si fuera el amor del verano pasado.

jueves, 17 de agosto de 2017

Pavoroso desfile

Despierto en esta oscuridad salada, en este retablo de piezas de coral; los peces se han alimentado de mí, pero de alguna forma mi alma aún sigue intacta. Caí a la mar embravecida la noche que fui a buscarla, nuestro encuentro socavado por la tragedia. Me yergo cual Lázaro al tercer día, pero no es un Mesías el que de mí se apiada, sino el fondo del océano el que me alberga en mi nueva existencia no viva y no muerta, el que me recibe con las algas envolviendo mi cuerpo hinchado y descompuesto. Moluscos se adhieren a mis dentelleados huesos, y con un mortal suspiro exhalo el último aire que restaba en mis pulmones inundados. Pugno por cumplir mi destino: mis pies dejan de ser ancla en la arena, los peces y los caballitos de mar me empujan para que avance a través de las aguas y las corrientes, y me acerque hasta ella, sostenido a cada paso por crustáceos diminutos, aupado por la marea, que me deja en la playa con ternura.
Tortugas dejan su mundo acuático por un instante, para transportar mi cuerpo inerte por la arena. Una legión de cangrejos abandona su guarida y ayuda en aquella locura. Es el poder del amor el que los conjura a rehacer la historia. Sí, fue un error que no nos reuniéramos, y ahora es vital corregir aquella herida abierta en el devenir del universo. Así clamé ante la madre Gaia cuando mi espíritu se dirigía al Hades. Gaia ha escuchado.
Las gaviotas se abalanzan sobre mí, y con mimo me arrastran más allá de la orilla. Roedores surgen de la maleza y acuden raudos; hormigas, y cucarachas también se acercan, cada una cargando con su parte del despojo que antes era mi carne. Marchan en pavoroso desfile en busca de mi amada.
Gatos y perros, grillos y escarabajos se unen a la comitiva. Avanzamos por entre las solitarias calles; el aire alrededor aún caliente, aire de verano, pastoso y dulce, con aroma a yodo y a crema para después del sol. Llegamos a los apartamentos donde se hospeda; los árboles prestan sus ramas sosteniendo lo que una vez fue mi cuerpo como si de una desmadejada marioneta se tratase; las hierbas acarician mis yertas extremidades y las flores decoran con sus pétalos las cuencas de mis ojos otrora vacías, ahora habitadas por caracoles, larvas y gusanos.
Escorpiones y arañas abren el paso, y bajo las puertas la buscan, a ella. Dejan a su paso miradas asustadas y muecas de pavor, culparán después al alcohol y las pesadillas de aquel mal sueño. Entramos al fin en un apartamento, pero no es el suyo, es otra la chica. Se le parece, pero no es ella. Su gesto de terror se congela al apreciar el inmenso cortejo que me acompaña.
- Perdón, apartamento equivocado – quiero decir, pero el mar y sus criaturas acabaron con mi lengua cuando era uno con el oscuro océano y Gaia aún no había obrado el milagro. Antes de que grite la chica, la que no es ella, culebras, ratas y ratones la cubren, la devoran, tan rápido que no le da tiempo a entender lo que sucede; el grito de horror ahogado en la garganta no llega a nacer. No es un castigo, es un honor, es un premio, es volver al estado primigenio, es retornar a ser tierra y polvo, fango y ceniza.
Seguimos, nuestro empeño indestructible. Hemos de cumplir la misión sagrada que se nos ha impuesto: reunir lo que nunca debió separarse, el amor verdadero no debió ser disuelto esta vez, y menos por algo tan pueril como un resbalón cuando nadie mira en la cubierta del ferry.
Por fin llegamos a su apartamento. Esta vez sí. Es ella. Podría distinguirla entre millones de mujeres. Habla por teléfono, y a pesar de que ya hace tiempo que las orejas no forman parte de mi calavera, puedo escuchar, de alguna forma, su delicada voz al otro lado de la puerta:
- Pues de tíos aquí fatal, tía. Me ligué uno que estaba más o menos potable, pero el muy gilipollas ni vino a la cita. Mejor, porque el pavo tenía pinta de engancharse, y yo lo que necesitaba era un “aquí te pillo, aquí te mato”, qué quieres que te diga. Tú ya me entiendes.
Las estrellas de mar sobre mis hombros se encogen, las mariposas recién transmutadas, humildes orugas hace apenas unas horas, esconden su rostro tras sus recién estrenadas alas, moscas y mosquitos frotan sus patas en mi dirección; todos los animales y plantas se giran para mirarme, y en la lejanía escucho a Gaia que dice “Manda huevos”.

martes, 15 de agosto de 2017

Triste victoria

Pronto llegará el equinoccio; y así
pronto te olvidarás de esta aventura.
Negarás este amor, y la censura,
que te impone tu razón baladí,

borrará los versos que te escribí
este añil verano, en que la locura
de quererte no se tornó en tortura,
sino sensual placer que te ofrecí.

Terminando septiembre, en tu memoria,
cuanto vivimos se oculta en la bruma:
los besos que escribían nuestra historia.

El adiós se llegó sin moratoria;
tanto añoro nuestro amor que hoy se esfuma
que quererte ayer fue triste victoria.

viernes, 11 de agosto de 2017

Enamorado de Barbarroja

A un extremo de la plancha me encontraba yo, y al otro, la rabiosa tripulación del Isabela. Varios metros por debajo de mí, el mar del Caribe, rebosante de tiburones. Hambrientos, deseosos de hincarme el diente, nadaban en terribles círculos, esperando mi caída final y mi adiós a este mundo. Sólo mi sable, amenazante al final de mi brazo extendido, evitaba que aquellos malditos rufianes del Isabela me arrojaran a las aguas sin mayor contemplación.
- ¡Quietos todos! – gritó de pronto una voz, seguida de un cuerpo que en un alarde de equilibrio, se interpuso entre la furiosa turba de marineros y yo.
- Que nadie se atreva a dar un paso, o se las verá con mi acero – continuó aquella súbita aparición, una mano sujetando un alfanje, y la otra asiendo aun el cabo del que se había valido para, balanceándose desde el palo de mesana, llegar hasta aquella plancha vacilante en la que nos encontrábamos.
- Pero vamos a ver, si tú eras la princesa, cómo vas a ser ahora un pirata – dijo Miguelito.
- Porque me da la gana, si quieres ser tú la princesa, por mi encantada – dijo Alicia.
- ¡Yo como voy a ser una princesa, si no soy una chica! – se quejó el aludido, buscando el apoyo del resto del grupo. Manuel y Diego le daban la razón, pero claro, ellos formaban parte de la tripulación del Isabela, cómo no iban a seguirle la corriente a su capitán.
- Pues yo creo que, si Alicia quiere ser un pirata, pues que lo sea – dije yo. Por la cuenta que me traía. Un paso en falso y caería desde aquella tabla que habíamos colocado sobre la acera, hasta el asfalto recalentado por el sol. Cierto que aquella caída no podría ser más de media cuarta, en la vida real, pero a nuestros tiernos ojos de niños, seguían siendo aguas infestadas de tiburones.
- Además ser princesa es un aburrimiento. ¿Todo el día esperando que alguien me salve, o me rapte? Es una injusticia – afirmó ella.
- Pero es que Raúl… - comenzó a decir Diego.
- El pirata Drake – le corregí.
- Pues el pirata Drake ya estaba a punto de espicharla.
- Eso te lo crees tú, tenía una pistola escondida, que no habíais visto – me quejé.
- ¡Pues yo un escudo! – gritó Manuel, que siempre tenía algo más que el resto.
- ¿Cómo va a tener un pirata un escudo? – se quejó Miguelito.
- De rayos láser – aclaró Manuel.
Miguelito se llevó una mano a la frente y compuso un gesto afligido. La verdad es que el pobre lo pasaba mal con aquellas mezclas de género. Siempre fue un purista, incluso aquel verano infantil de hace tantos años. Si jugábamos a vaqueros y a indios, no podía de pronto aparecer una nave espacial, o un tanque. Si era a policías y ladrones, le fastidiaba sobremanera que de repente Manuel afirmara que él tenía un robot gigante.
- ¡Manuel, Diego, a comer! – sonó, potente, a través de la ventana del quinto, la voz de la madre de los hermanos. Salieron corriendo instantáneamente, sin siquiera despedirse.
- Hala, no es justo – dijo Miguelito, que de repente pasaba a estar en minoría. Nos abalanzamos sobre él, haciendo que cayera al suelo, y mientras yo lo sujetaba contra la acera, osea, contra las carcomidas tablas del Isabela, Alicia reclamaba el mando del barco y la victoria definitiva del intrépido Drake, y el temido pirata Barbarroja.
Miguelito se levantó un poco enfadado. Como a todos los niños, no le gustaba perder.
- Pues sigo creyendo que no puedes cambiar de princesa a pirata porque sí.
- ¿Tú qué dices Raúl? – me preguntó Alicia, mirándome a los ojos.
Y yo creo que fue allí que me enamoré del pirata Barbarroja.