sábado, 26 de junio de 2021

¡A la carga!

Debíamos acometer la colina por su cara sur. Esa era la estrategia. Arriesgada, sí. Quizás suicida, vale. Pero no cabía otra.

—Subteniente, faltan cinco minutos para las dos. —García, mi fiel escudero apenas podía mantener sus nervios bajo control. Aun así, confiaba en él con los ojos cerrados. Nadie mejor que García para cubrirme las espaldas.

—Teniente, me temo —le respondí—. Acaban de comunicármelo. Esperemos que no sea un ascenso póstumo.

—¿Póstumo? Oh, no. Aunque, la verdad, no sé qué significa esa palabra, señor… Esto… Teniente.

—Bueno, da igual, da la orden, y que comience la batalla. Antes de las once y media, sí o sí, la cima debe ser nuestra.

García cumplió mi encargo sin dudarlo. No había nadie como él para gritar «¡A la carga!». Te erizaba el vello al oírlo. Sólo por eso merecía el puesto.

Nuestra tropa comenzó el asalto tras el épico berrido de García. Siguiendo el plan, emprendimos el asalto a la carrera, desde todos los flancos. Aún no era hora de mostrar nuestras verdaderas cartas. En esta escaramuza, el enemigo gastaría la mayor parte de la munición. A costa de nuestras bajas, sí, pero había que hacer ese sacrificio.

—Mi teniente, estamos cayendo como moscas —me gritó García, a la par que nos refugiábamos de los proyectiles que volaban por todas partes.

—Capitán segundo, García. Me han vuelto a ascender.

—Oh, vaya. Enhorabuena, señor.

—Gracias, pero deja los plácemes para otro momento.

—¿Los placequé?

—Da igual, García, da igual. Adelante, con la segunda parte del plan: transmite la siguiente orden.

Se irguió mi fiel compañero en el fragor de la batalla, y allí permaneció, de pie, incólume, mientras que a su alrededor arreciaba el fuego enemigo. Como si hubiera sido elegido por los dioses del Olimpo y tendieran un manto protector e invisible a su alrededor. Como si aquel gesto heroico no fuera suficiente, a continuación, desafiando a la suerte y a la puntería contraria, rugió García como el más feroz de los leones: «¡A la cargaaaaa!».

A nadie se nos escapaba el hecho de que ese «a la carga» era el mismo grito de guerra que antes, pero alargando las vocales finales. Repetitivo, puede. Simple, igual también. Pero García insistió en volver a utilizarlo y es que, de diccionarios o escalafones militares, García no sabría, pero de lo que sí era consciente era de lo bien que le salía ese grito primario. Qué épica le daba, Dios mío, qué épica.

Su alarido resonó en todo el campo de batalla, y de pronto, tal y como habíamos planeado, una oleada de soldados apareció por todas partes y atacó a tumba abierta la colina; esta vez, a diferencia del ataque anterior, todos nos dirigimos a su cara sur. El enemigo se sorprendió, no esperaban aquella jugada. La batalla sería nuestra. García, aún erguido, me sonrió. Yo aún seguía a cubierto, mirándole desde el suelo, y no pude más que apreciar embelesado su gesto. Era una sonrisa de orgullo, de triunfo: un instante mágico. Como era de esperar, tras aquella perfección, los malditos y crueles dioses escogieron aquel momento para retirar a su héroe su protección y, apenas un segundo más tarde, un proyectil se estampaba contra la cara de García.

—¡Oh, no! —aullé, roto mi corazón, mientras mi querido amigo caía al suelo como un títere al que cortan los hilos. Me arrastré hasta él, y casi con lágrimas en los ojos le sostuve entre mis brazos.

—Capitán —dijo, con un hilo de voz—, la batalla es nuestra, tal y como habíamos planeado —tosió una vez, y recobrando el aliento continuó—. Maldita sea, no podré verlo. Me hubiera gustado tanto participar de su victoria…

—Es coronel, García, pero da igual, ya sabes cómo está lo de los ascensos. Este triunfo es de los dos. ¿Qué digo de los dos? Es de todos —alcé un poco la voz en aquel momento, puesto que una pequeña audiencia se había congregado a nuestro alrededor— ¡DE TODOS! ¡LA COLINA ES NUESTRA! —me levanté de forma teatral, dejando a García en la arena, e izando el puño, arengué a nuestro ejército, tal y como había ensayado. Todos explotaron en vítores y cánticos, nos auparon a mí y a García, al que la bola de arena lo único que había hecho, después de todo, era romperle las gafas, y allí, a hombros de nuestros compañeros contemplamos (García un poco borroso, ya que las gafas habían perdido un cristal) como los de Tercero A huían con el rabo entre las piernas.

Fue difícil explicar todo aquello al director. La «entrevista» no comenzó bien. Por lo visto estaba prohibido «jugar» en el montículo de arena que habían dejado los albañiles que estaban reparando el patio del recreo.

En segundo lugar, decía el director, había ahora al menos treinta niños con distintos grados de magulladuras, y todos llenos de arena. Ahí intenté explicarle que eso lo hablara con Antúnez, de Tercero A. Fue idea suya mojar la arena para poder hacer las bolas y defender su posición. Una semana llevaba Tercero A en la cima, por el simple hecho de salir tres minutos antes al recreo que el resto. Antúnez, en cualquier caso, ya no tendría tan buena fama en su clase: era él el defensor de la infame cara sur del montículo.

—¿Todo bien, coronel? —me susurró García cuando, de vuelta, me sentaba en mi asiento.

—Ahora soy mariscal —respondí en voz baja.

—¿Mariscal? ¡Oh, no! —dijo compungido—. Aunque no sé lo que es eso.

—Da igual. Pues no te lo vas a creer, pero nos han castigado y van a hablar con nuestros padres.

—Pero… ¿cómo? Que hemos unido a Tercero B y a Tercero C. Es injusto.

—Lo es. Quieren robarnos nuestro momento de gloria, García. Ya sabes lo que hay que hacer. La tercera parte del plan.

García asintió, y muy serio se levantó de pronto de su pupitre, en plena lección de inglés, e hinchando sus pulmones gritó:

—¡A la cargaaaaaaa!

 

 

miércoles, 9 de junio de 2021

Cae la noche

    Cae la noche y aquí sigo, juntando palabras, pero hoy, en algún lugar de mi cabeza hay algo que me distrae y las frases no salen certeras y exactas. Pienso en mis padres. Aguantan aún, y el hecho de que ya no sea ningún crío me ha hecho darme cuenta del inexorable paso del tiempo.

    Inexorable. Menudo palabro.

    Frases certeras y exactas. Vamos, anda.

    No encuentro las palabras, hoy no vienen. Hoy está lejos la inspiración.

    En mi cabeza sigue rondando la imagen de mis padres. Me recuerdan, sin decirlo, que algún día yo seré como ellos (seré ellos), y ahora, que pasaron suficientes años y ya no me siento inmortal, me asfixia esta sensación de saber que se me acaba el tiempo.

    Por eso insisto en enfrentarme al papel en blanco (a la pantalla del ordenador).

    Por eso me empeño en escribir, y borrar, y volver a escribir.   

    Por eso… ¿Es por eso?

    No lo sé. Hoy apenas sé nada. Hoy solo me salen palabras como «inexorable», o «frases certeras y exactas», y no es eso lo que quiero, no. Quiero escribir algo que sea… ¿verdad? Quizás «verdad» no sea la palabra. Y es que hoy todo me suena a artificio. Hoy todo parece mentira.

    Hoy no voy a escribir la gran obra que me dará la gloria. De estas teclas no saldrán esta noche las líneas que me harán perdurar en la memoria de los otros. Quizás mañana tampoco. Es probable que nunca. Debería irme a dormir. Debería olvidarme de escribir, y de soñar tonterías. Tantos deberías, y tan poco tiempo.

    Cae la noche y aquí sigo, juntando palabras.