Debíamos acometer la colina por su cara sur. Esa era la estrategia. Arriesgada, sí. Quizás suicida, vale. Pero no cabía otra.
—Subteniente, faltan cinco minutos para las dos. —García,
mi fiel escudero apenas podía mantener sus nervios bajo control. Aun así, confiaba
en él con los ojos cerrados. Nadie mejor que García para cubrirme las espaldas.
—Teniente, me temo —le respondí—. Acaban de comunicármelo.
Esperemos que no sea un ascenso póstumo.
—¿Póstumo? Oh, no. Aunque, la verdad, no sé qué significa
esa palabra, señor… Esto… Teniente.
—Bueno, da igual, da la orden, y que comience la batalla.
Antes de las once y media, sí o sí, la cima debe ser nuestra.
García cumplió mi encargo sin dudarlo. No había nadie
como él para gritar «¡A la carga!». Te erizaba el vello al oírlo. Sólo por eso
merecía el puesto.
Nuestra tropa comenzó el asalto tras el épico berrido de
García. Siguiendo el plan, emprendimos el asalto a la carrera, desde todos los
flancos. Aún no era hora de mostrar nuestras verdaderas cartas. En esta
escaramuza, el enemigo gastaría la mayor parte de la munición. A costa de nuestras
bajas, sí, pero había que hacer ese sacrificio.
—Mi teniente, estamos cayendo como moscas —me gritó García,
a la par que nos refugiábamos de los proyectiles que volaban por todas partes.
—Capitán segundo, García. Me han vuelto a ascender.
—Oh, vaya. Enhorabuena, señor.
—Gracias, pero deja los plácemes para otro momento.
—¿Los placequé?
—Da igual, García, da igual. Adelante, con la segunda
parte del plan: transmite la siguiente orden.
Se irguió mi fiel compañero en el fragor de la batalla, y
allí permaneció, de pie, incólume, mientras que a su alrededor arreciaba el
fuego enemigo. Como si hubiera sido elegido por los dioses del Olimpo y tendieran
un manto protector e invisible a su alrededor. Como si aquel gesto heroico no
fuera suficiente, a continuación, desafiando a la suerte y a la puntería contraria,
rugió García como el más feroz de los leones: «¡A la cargaaaaa!».
A nadie se nos escapaba el hecho de que ese «a la carga»
era el mismo grito de guerra que antes, pero alargando las vocales finales. Repetitivo,
puede. Simple, igual también. Pero García insistió en volver a utilizarlo y es
que, de diccionarios o escalafones militares, García no sabría, pero de lo que
sí era consciente era de lo bien que le salía ese grito primario. Qué épica le
daba, Dios mío, qué épica.
Su alarido resonó en todo el campo de batalla, y de
pronto, tal y como habíamos planeado, una oleada de soldados apareció por todas
partes y atacó a tumba abierta la colina; esta vez, a diferencia del ataque
anterior, todos nos dirigimos a su cara sur. El enemigo se sorprendió, no
esperaban aquella jugada. La batalla sería nuestra. García, aún erguido, me
sonrió. Yo aún seguía a cubierto, mirándole desde el suelo, y no pude más que
apreciar embelesado su gesto. Era una sonrisa de orgullo, de triunfo: un
instante mágico. Como era de esperar, tras aquella perfección, los malditos y
crueles dioses escogieron aquel momento para retirar a su héroe su protección
y, apenas un segundo más tarde, un proyectil se estampaba contra la cara de
García.
—¡Oh, no! —aullé, roto mi corazón, mientras mi querido
amigo caía al suelo como un títere al que cortan los hilos. Me arrastré hasta
él, y casi con lágrimas en los ojos le sostuve entre mis brazos.
—Capitán —dijo, con un hilo de voz—, la batalla es
nuestra, tal y como habíamos planeado —tosió una vez, y recobrando el aliento
continuó—. Maldita sea, no podré verlo. Me hubiera gustado tanto participar de
su victoria…
—Es coronel, García, pero da igual, ya sabes cómo está lo
de los ascensos. Este triunfo es de los dos. ¿Qué digo de los dos? Es de todos
—alcé un poco la voz en aquel momento, puesto que una pequeña audiencia se
había congregado a nuestro alrededor— ¡DE TODOS! ¡LA COLINA ES NUESTRA! —me levanté
de forma teatral, dejando a García en la arena, e izando el puño, arengué a
nuestro ejército, tal y como había ensayado. Todos explotaron en vítores y
cánticos, nos auparon a mí y a García, al que la bola de arena lo único que
había hecho, después de todo, era romperle las gafas, y allí, a hombros de nuestros
compañeros contemplamos (García un poco borroso, ya que las gafas habían
perdido un cristal) como los de Tercero A huían con el rabo entre las piernas.
Fue difícil explicar todo aquello al director. La «entrevista»
no comenzó bien. Por lo visto estaba prohibido «jugar» en el montículo de arena
que habían dejado los albañiles que estaban reparando el patio del recreo.
En segundo lugar, decía el director, había ahora al menos
treinta niños con distintos grados de magulladuras, y todos llenos de arena.
Ahí intenté explicarle que eso lo hablara con Antúnez, de Tercero A. Fue idea
suya mojar la arena para poder hacer las bolas y defender su posición. Una
semana llevaba Tercero A en la cima, por el simple hecho de salir tres minutos
antes al recreo que el resto. Antúnez, en cualquier caso, ya no tendría tan
buena fama en su clase: era él el defensor de la infame cara sur del montículo.
—¿Todo bien, coronel? —me susurró García cuando, de vuelta,
me sentaba en mi asiento.
—Ahora soy mariscal —respondí en voz baja.
—¿Mariscal? ¡Oh, no! —dijo compungido—. Aunque no sé lo
que es eso.
—Da igual. Pues no te lo vas a creer, pero nos han
castigado y van a hablar con nuestros padres.
—Pero… ¿cómo? Que hemos unido a Tercero B y a Tercero C.
Es injusto.
—Lo es. Quieren robarnos nuestro momento de gloria,
García. Ya sabes lo que hay que hacer. La tercera parte del plan.
García asintió, y muy serio se levantó de pronto de su
pupitre, en plena lección de inglés, e hinchando sus pulmones gritó:
—¡A la cargaaaaaaa!