sábado, 10 de noviembre de 2018

Esperando


No puedo llevar tanto tiempo aquí, pero no recuerdo cómo ni cuándo llegué. De todas formas la memoria en un sitio como este no es de fiar. Ni el tiempo. Debería estar más cansado de tanto esperar, que es lo único que hago, pero el caso, es que me encuentro igual que siempre, ni bien ni mal. Eso sí, no sé muy bien qué espero. Debería levantarme e ir a preguntar cuánto falta, pero me da vergüenza no saber qué decir si me responden «¿cuánto falta para qué?».
¿Y dónde está Amanda, y los niños? ¿No estarán preocupados por mi? Los niños no. Estarán con sus vídeos de Youtube y su Fortnite. Pero Amanda sí, claro. De todas formas, no creo que sepan dónde estoy. No lo sé ni yo. Pero bueno, Youtube y Fortnite mediante, supongo que me echan de menos, como yo a ellos. Siempre hago amago de mirar mi móvil, para ver si Amanda me ha llamado, y explicarle que todo esto es muy raro, que la gente viene y se sientan, y esperan, y que yo, claro, hago lo mismo. Pero es inútil, siempre me olvido que no tengo el teléfono. Se me rompió cuando me atropelló aquel coche. Ya me habían avisado que el tráfico en Ciudad de México era una locura. Yo les miré de forma un poco despectiva, lo reconozco. Es un defecto que tengo, no lo puedo evitar. Como cuando me contaban lo de la costumbre que tienen aquí el Día de los Muertos, de poner un altar con las flores y las velas, y las fotos de los seres queridos que ya faltan. Me puede la pedantería y, antes de darme cuenta, ya estaba criticando con suficiencia esa costumbre, calificándola de «superstición ignorante».  No está bien, no. Debería tener más respeto, me dice siempre Amanda. Yo le digo a éso que tanta tolerancia no lleva a ningún sitio y que, pues nada, repartamos todo nuestro dinero entre los pobres y los drogadictos, a ver qué le parece. Igual me dejo llevar un poco por mi carácter.
A veces me pregunto qué hago cuando no estoy esperando. Y no tengo respuesta. Creo que estoy durmiendo. Dormir y esperar, eso es todo. Debe ser un sueño profundo, eso sí, porque no tengo conciencia de quedarme dormido. A ver si voy a tener narcolepsia. Cuando vuelva a Madrid debería ir al médico de empresa, a que me lo mire sin falta.
Otra cosa que me he dado cuenta es que aquí resulta que, siempre que despierto, es treinta y uno de octubre. No me lo explico. Si yo tenía que estar de vuelta en la oficina el quince de septiembre. Espero que don Alberto, el director, sea comprensivo. Al fin y al cabo, me ha atropellado un coche, eso tiene que contar para algo. No es que doliera, la verdad, aunque debería haberlo hecho; me dio un buen golpe, de los de no contarlo después.
Todo este asunto sería para preocuparse de no ser porque no estoy solo, aquí hay muchos que esperan conmigo también. Aun así, la verdad es que casi nadie me hace mucho caso. Deben ser todos locales. Esperan, como yo, solo que la mayoría, tarde o temprano se levantan cuando les llaman, y van vete a saber dónde: no sé a dónde se dirigen, porque a mi nunca me nombran. No deben ir muy lejos, porque siempre vuelven, antes o después. Yo sigo aquí, sentado, cuando retornan. Casi todos vienen sonrientes, algunos con lágrimas en los ojos, hablando de cómo ha engordado la nuera, o qué guapa está la hija, o cuánto han crecido los nietos. Me miran con lástima al ver que sigo sin moverme de mi sitio y murmuran, pero yo hago como que no escucho, como que es normal pasarse aquí las horas sin nada que hacer, esperando en vano a que alguien diga mi nombre.
A veces pienso, eso sí, que quiero mucho a Amanda, pero que debería esforzarse un poco más en adaptarse a otras culturas. Donde fueres haz lo que vieres, que dice siempre don Alberto, que es un hombre muy viajado. Hay que respetar a otros pueblos y la forma que tienen de hacer las cosas, dice él. No es que don Alberto viaje muy lejos, porque le da miedo volar. Pero lo suple viajando cerca, pero muy a menudo. En cualquier caso, él sabe mucho, que para eso es director, y si lo dice por algo será. Y si el día de los muertos aquí ponen su altarcito, sus florecitas y su fotito, pues oye, que tampoco cuesta tanto, puñetas. Si tuviera el móvil a mano, le ponía un whatsapp explicándole todo a esto a Amanda, pero me está dando a mi que aquí no va a haber wifi.

sábado, 3 de noviembre de 2018

El último día de muertos de Porfirio Díaz


Porfirio deja atrás las luces y el bullicio de las calles parisinas y sube las escaleras del apartamento que tienen alquilado. No son muchos los escalones, pero se le hace difícil; al fin y al cabo, sus ochenta y cuatro años recién cumplidos pesan lo suyo. A pesar de ello, ni una sola queja ha salido de sus labios. No hasta entonces y no ahora, pero desde luego, menos aún si Carmelita estuviera presente. Es como admitir que es ya un anciano. Más de treinta años de diferencia entre ambos se notan ya a estas alturas de la vida.
 Aun así, Porfirio se resiste a claudicar. No lo va a hacer frente a una vulgar escalera, solo faltaba. Bufa con desprecio bajo su poblado bigote y acomete los últimos peldaños con una rabia que no sabe muy bien de donde ha salido.
Tampoco tiene muy claro por qué se ha escabullido de la celebración que tradicionalmente preside con su mujer cada año. «Ay, Carmelita, qué haría sin ti», piensa. La colonia mejicana en París todavía la trata como a una Primera Dama, mejor aún que a él, y el Día de los Muertos es algo que atrae mucho la atención, no solo de los mejicanos allí residentes, sino de los propios franceses. Les resulta pintoresco. Ella en esas situaciones está en su salsa, se le nota que disfruta, y él la deja hacer y deshacer. De hecho, Carmen lleva la voz cantante en sus vidas desde que abandonaron México.
No hubiera costado nada hacerla partícipe de por qué había decidido retirarse antes de tiempo. Y, aun así, es algo que quiere hacer solo.
Porfirio abre la puerta del apartamento, y a grandes zancadas, se dirige sin titubeo al pequeño altar que Carmelita ha preparado con cariño, siguiendo la tradición familiar  y nacional, ésa que mezcla sin vergüenza tradiciones preaztecas y católicas en un colorido batiburrillo fervoroso. Las personas que desde las fotografías rodeadas de velas parecen mirarle con un gesto adusto y cansado, solo le suenan ligeramente. Casi todos son de la familia de ella.
Porfirio extrae, del bolsillo interior de su levita otra fotografía, ésta recortada de un periódico antiguo. Lleva allí olvidada más de un año. Hoy, sin embargo, ha dado con ella por casualidad, al rebuscar por sus bolsillos en busca de un pañuelo. Ha olvidado por qué guardó esa fotografía, pero allí estaba. El hombre cuyo retrato había publicado el periódico contempla a Porfirio con seriedad, un poco seco quizás. Juzgándole, casi.
Con cuidado, para no deshacer la disposición del altar que Carmelita ha preparado con tanto mimo en recuerdo de los suyos, coloca en él la foto de aquel hombre.
—Te lo dije —dice Porfirio en voz alta—. Con buenas intenciones no se gobierna México.
Desde la fotografía, Francisco Madero parece querer replicarle. Porfirio resopla de nuevo. Si existe un más allá, desde allí le estará observando aquel hombrecillo. Y no duda que no lo verá con agrado. «Peor para él», piensa. Él, con casi toda seguridad, morirá en el sueño en su propia cama, después de dedicar los últimos años de su vida a viajar por toda Europa, por Egipto, incluso. A Madero, en cambio, le mataron a tiros, como a un perro al que es mejor sacrificar antes de que se revuelva y enseñe los dientes.
—Y tú, ¿qué sacaste de todo esto? —le dice.
La fotografía en blanco y negro sigue en silencio. A Porfirio le empiezan a temblar las piernas y busca una silla en la que sentarse.
Cuando Carmelita entra en el apartamento, tan sólo unas cenizas quedan del retrato.
—¿Qué pasó? No es propio de ti irte de un acto de esa forma —le dice Carmen, frunciendo el ceño al tiempo que se despoja de su abrigo.
—Estaba cansado —dice Porfirio—. Creo que me he hecho mayor. Y también creo que debemos mudarnos a un apartamento sin escaleras, Carmelita. Me he hecho viejo. De hecho, quizás ya me ha llegado la hora de descansar, ¿no crees?

domingo, 28 de octubre de 2018

Mictēcacihuātl


Mictēcacihuātl miró extrañada al hombre que frente a ella sonreía. Nadie hasta ahora le había llamado de tan lejos. Aquella era una tierra extraña, vieja, cansada, por la que nunca había sentido atracción y de donde nadie la había requerido hasta ahora. Pero aquel hombre de la sonrisa blanca no era de allí, tenía el olor de su hogar aún bajo la piel, un olor que ni el tiempo ni la distancia parecían capaces de borrar.
—¿Por qué me llamas? — dijo la dama de la muerte.
—Es el día de los muertos—dijo el hombre.
—Pero no hay flores de cempasúchil, ni copales en tu altar —respondió Mictēcacihuātl confusa.
—No, no hay, aquí no tengo nada de esto. Hace años me metieron en un barco y me trajeron aquí lejos de mi casa, de mi tierra, que ellos llaman México y a la que yo no había puesto nombre. Me dijeron que ahora tengo que adorar a otro dios, uno cuyo hijo murió en la cruz por mis pecados.
—¿Y tú les creíste? —preguntó Mictēcacihuātl.
El hombre se encogió de hombros. Al fin y al cabo, qué más daba lo que hubiera creído antes. Lo importante era lo que creía en aquel momento.
—¿Y por qué ahora, después de todo este tiempo? —preguntó Mictēcacihuātl.
—Siento que llega el final, y quería volver a casa, con mis antepasados. Pero está tan lejos que necesitaba tu ayuda para encontrar el camino —dijo el hombre, cuyo rostro no perdía la sonrisa.
Mictēcacihuātl se acercó para contemplar al hombre. Vio entonces su rostro arrugado, y su mirada mortecina y supo que era verdad, que pronto lo tendría en su reino. También entonces se fijó en la soga que rodeaba su cuello.
—Sea, vamos —dijo Mictēcacihuātl y el hombre saltó del taburete sobre el que estaba encaramado, quedando su cuerpo inerte colgando de aquella horca improvisada.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Ganarás la luz.

Microrrelato enviado al concurso 'Ganarás la luz'. La extensión debía ser de 100 palabras o menos, e incluir la frase que da título al concurso.

Los relatos ganadores están aquí.



Título: Redención

Jacinto salió a desayunar, como cada mañana. Aproveché para vaciar la caja. Casi un millón en una bolsa de basura, en el asiento de al lado del Fura.

Toso otra vez, y es como si escupiera mis entrañas. “Ganarás la luz”, me dice mi padre, en el asiento de atrás. Pero lleva diez años muerto.

Entro a pie en las Barranquillas. Arrastro la bolsa bajo el sol, y una vez en su centro, lanzo los billetes al aire. Llueve dinero y alrededor baila la locura.

“Padre, esta vez no ganó el llanto”, pienso mientras me acerco a él.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Una tarde de verano


Jugábamos a la Vuelta a España sobre el suelo rojizo de la terraza. Habíamos marcado con tiza blanca en el terrazo una carretera sinuosa por donde corrían las chapas. Cada una era única, como atestiguaban los redondeles de papel cuadriculado, recortados de los cuadernos del cole. Los habíamos pintado con los colores de cada equipo, y habíamos escrito en ellos los nombres de los ciclistas. No sé cuántos equipos hicimos, se me ha olvidado ya. Me acuerdo solo del Kelme y del Reynolds, pero hicimos más, seguro. Apuntábamos lo que cada corredor tardaba en recorrer aquella carretera que cada día trazábamos distinta, y hacíamos clasificaciones diarias de montaña, metas volantes, y claro, la general. Mi favorito era Vicente Belda, y el de Jaime era José Luis Laguia. Cada etapa duraba una tarde entera. Una tarde lenta y pegajosa de verano. Era lo único en lo que le ganaba a mi hermano.
El recuerdo de aquellos días es vaporoso, etéreo. Me asalta como la niebla que se cuela por la ventanilla del coche que mi padre ha bajado para disipar el olor acre de su sudor.
—¿Vas a bajar conmigo?  —dice con cierta brusquedad, como si llevara tiempo pensando hacer esa pregunta y no se atreviera hasta ahora.
Mamá le mira y mueve la cabeza a uno y otro lado. Se muerde el labio para no llorar, pero las lágrimas se agolpan en sus ojos, y parece querer gritar como otras veces «tú se la compraste, es culpa tuya».
Y entonces me acuerdo otra vez de Jaime, de su sonrisa pletórica cuando llegó papá con la bicicleta de carreras. El marco era rojo, de Otero, y los cambios y los frenos eran Shimano. Aquella bicicleta daba mil vueltas a mi Orbea verde de manillar alto, con timbre y bocina. Porque la suya era una bicicleta de carreras, una bicicleta que ya no era de niño, como la mía. Para entonces él ya había entrado en el equipo, y no tenía ya tiempo de jugar a las chapas conmigo. Todos los domingos, a las siete de la mañana, bajaba enfundado en sus culottes y su maillot de Talleres Armesto, que aquel año les patrocinaba, y junto al resto de chavales se echaban a la carretera. Yo a esa hora apenas era capaz de abrir un ojo con legañas y verlo vestirse en silencio.
Ahora, borroso, como si saliera de ese mismo sueño en el que reside el Jaime de doce años, papá abre la puerta del coche y sale al exterior con la cabeza baja. Pero no es mi padre de aquel tiempo en el que Jaime corría por el arcén con su Otero. Papá lleva en sus hombros el peso del mundo, y en su mano un ramo pequeño, de flores que recogió ayer en el campo y que ha mantenido toda la noche con agua en una jarra. Son flores sencillas y humildes, de ésas que no vas a comprar en la tienda, pero son bonitas. Mamá se queda en el coche, y apoya su frente en la ventana, sintiendo el frío de la mañana en su piel, los ojos ya cerrados, las palabras ahogadas en su garganta. No ve como papá se arrodilla y deja el ramo con delicadeza en esa cuneta en la que el viento y la lluvia se ha llevado los de otros años pasados.
Jaime ya no monta su bicicleta, y yo quiero sostener la mano de papá mientras busca una razón para seguir sintiendo. Quiero abrazar a mamá y secar las lágrimas que se escapan por sus mejillas, y pienso si algún día recuperará la sonrisa, aunque de sobra sé que no, que algo en su alma se ha roto y ya nunca nadie podrá repararlo. Quiero decirles que nadie tiene la culpa de lo que sucedió. Simplemente quería sentir lo que él, el viento en mi cara, las ruedas sobre el asfalto, los platos y piñones coordinados para que cada pedalada me llevara lejos, lejos. Quería conducir la Otero con cambios Shimano de Jaime como él hacía. Quería ser mayor, quería ser ciclista, como mi hermano. Por eso la cogí sin su permiso. Por eso salí a la carretera sin que nadie lo supiera.
No me acuerdo ya de qué pasó. ¿Un accidente? ¿un conductor borracho? No sé. Todo se desvanece en esta bruma esponjosa que oculta otra vez a papá y a mamá. Jaime ya hace tiempo que no viene, él tiene el alivio y la maldición de poder pasar página. O quizás viene a diario, ya no lo sé, podría estar equivocado porque los recuerdos van perdiendo los hilos y las costuras de este mundo de donde aún no me he ido, están tan holgadas que se van perdiendo las sedosas telas que lo cubren, y apenas el eco de un reflejo queda. Pero me acuerdo, eso sí, de cuando Vicente Belda le ganó la Vuelta a José Luis Laguia, por tres toques de chapa, una tarde lenta y pegajosa de verano.
                           

viernes, 17 de agosto de 2018

Deberías ver las rozaduras de mis talones...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).


En esta ocasión los relatos debían empezar con "Deberías ver las rozaduras de mis talones...".



Título: Confesiones.



- Deberías ver las rozaduras de mis talones cuando me quito las botas – me dice, con una sonrisa traviesa.
Matías sabe que me ruborizo cuando me habla así, delante de la hoguera, antes de dormir, sobre todo cuando lo hace delante de los niños. Yo cambio de tema y les digo que ya no tendremos que andar mucho más para llegar a la costa. Allí un barco nos estará esperando para llevarnos lejos de esta guerra. 
Ellos no saben que la pierna de Matías, nuestro temerario guía, es ortopédica. Y yo, que soy carmelita descalza, tampoco debería de haberme enterado. 

sábado, 11 de agosto de 2018

La puerta


Al final Rafita tenía razón. Hay una puerta metálica allí, detrás de la plancha herrumbrosa que cubría la pared, y se deshace con golpearla un poco. Ahmed dice que es por la humedad, que descompone el metal, que ya lo ha visto en las granjas que están junto a las paredes. A mí sinceramente me da igual. Lo importante es averiguar ahora qué vamos a hacer.
Rafita descubrió esta habitación porque él y su familia viven en la planta doce. De todo el cole, es el que vive más arriba. Ahmed y yo vivimos en la veinticinco, donde las granjas de rábanos, así que subir hasta aquí, hasta la primera planta, nos coge muy lejos. Nos llevaría casi todo el día sólo llegar. Dice Ahmed que los antiguos tenían un sistema automatizado para cambiar de pisos, que en el hueco por el que se suben y bajan las mercancías atadas a las cuerdas, de una a otra planta, había antes una habitación que te llevaba de un piso a otro sólo con pulsar un botón. A mí me hizo gracia imaginarlo. Al principio, claro. Pero después me entristeció pensar a qué se dedicaría papá entonces. Mi padre es cordero, se pasa el día tirando de las cuerdas, o dejándolas deslizarse hacia abajo, con cuidado. Tiene manos grandes y duras, llenas de callos por el roce de la soga. Lo bueno de su trabajo es que le conoce todo el mundo. Claro, está allí todo el día, en la escalera, pendiente del hueco por donde Ahmed dice que hace muchos años viajaba la habitación que subía y bajaba a la gente. Por la escalera, hay que pasar sí o sí, siempre, para ir a cualquier sitio, así que todos le saludan y le conocen.
Yo no sé si de mayor quiero ser cordero como papá, o mecuánico, como los padres de Rafita. Ahmed dice que son importantes, porque trabajan en la tercera planta, en las máquinas. Nos llevaron a verlas ayer, y claro, nos quedamos a dormir con ellos, porque no daba tiempo a volver a casa antes de que las luces se apagaran. Trabajar en las máquinas es complicado. Hay que estar siempre pendiente de unos controles que se encienden y apagan, y de unos números que aparecen en unas pantallas, y comprobar en un libro qué hay que hacer, según lo que digan los números o el color que se haya encendido. Ahmed les preguntó para qué servían esas máquinas, pero los papás de Rafita no lo sabían. Nadie lo sabe. Pero nos explicaron que ser mecuánico era vital para el funcionamiento de nuestro mundo, porque esas máquinas habían estado funcionando desde… bueno, desde siempre. Ahmed entonces, les preguntó por las máquinas de la primera y la segunda planta. Todos sabemos que a veces es un poco metomentodo. A lo mejor es porque su madre es la jefa de los carteros. No la de todos los carteros, claro. Sólo los de la planta cincuenta a la uno. Bueno, en la dos y en la uno no vive nadie, allí no se reparte nada. Sólo hay máquinas que ya no funcionan. Y a lo mejor por éso lo decía Ahmed. Si esas máquinas alguna vez funcionaron y ya no lo hacen, y el mundo siguió, a lo mejor no eran necesarias, y las de la planta tercera, donde trabajan ellos, igual tampoco.
Eso dijo, y a los papás de Rafita no les hizo gracia su pregunta. Le respondieron, con una sonrisa, que si quería podíamos ver lo que pasaba si no arreglaban las máquinas, pero que si las luces dejaban de encenderse por la mañana, o el agua no salía por los grifos, o ya no suministraban oxígeno los ventiladores de los respiraderos, ellos dirían que la culpa era del pequeño Ahmed, que no creía que lo que llevaban haciendo desde tiempo inmemorial tuviera ningún sentido.
Ahmed se puso muy colorado. Refunfuñó que sólo era una pregunta, pero yo creo que se sintió un poco humillado. Yo lo estaría. Por eso creo que está tan excitado con la puerta que hoy Rafita nos ha enseñado en la primera planta. A Ahmed se le ha ocurrido que igual esa puerta da a otro nivel por encima de nosotros. Al principio nos reímos Rafita y yo. Qué locura, pensábamos. Pero Ahmed lo había dicho en serio. Dice que, si no le ayudamos, que allá nosotros, pero que él va a abrir esa puerta. Parecía una tontería. ¿Qué puede haber tras ella, sino más humedad, más herrumbre, y más máquinas muertas? Ahmed nos miró muy serio y susurró que a lo mejor encontramos unas escaleras. Hacia arriba. Rafita y yo no pudimos evitar un escalofrío. ¿Por encima del primer piso?
Estamos empatados. Ahmed quiere abrir la puerta, pero Rafita tiene miedo de meter a sus padres en un lío. Debo decidir yo, como siempre y, la verdad, no sé si quiero seguir sin saber por qué hacemos lo que hacemos, contando historias de los antiguos y de todo lo que hemos olvidado desde entonces. Igual es mejor abrir esa puerta y descubrir que hay algo, aún más arriba, por encima del primer piso.

sábado, 4 de agosto de 2018

Hacía casi dos milenios que lo habían crucificado...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).


En esta ocasión los relatos debían empezar con "Hacía casi dos milenios que lo habían crucificado...".



Título: Liarla parda.



Hacía casi dos milenios que lo habían crucificado. El mismo tiempo que habían tardado en volver. Obviamente, sus travesuras con aquel tipo de Nazareth no habían terminado muy bien. A ellos, obviamente, no los crucificaron, pero sí que les cayó una buena bronca por inmiscuirse en los asuntos de civilizaciones inferiores, y al ver la que habían montado con los panes y los peces, la máquina duplicadora pasó a estar bajo llave. Sin embargo, fue a su vuelta, dos mil años más tarde, cuando se dieron cuenta de que, en el tercer planeta de aquel sistema solar, la habían liado muy parda.

miércoles, 25 de julio de 2018

Con los pies a remojo mientras pescaban...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Con los pies a remojo mientras pescaban...".



Título: En sepia

Con los pies a remojo mientras pescaban, así les gustaba imaginarlos. Sabía que era un sinsentido; nunca había salido de la base lunar, y allí no había ni ríos, ni mar, ni peces que pescar. Nunca tendría una familia a la que contemplar arrobada; al fin y al cabo, ella sólo era un robot de mantenimiento en un barracón abandonado, contemplando año tras año el mismo póster en la pared. No quedaba nadie a quien desvelar que había ganado conciencia: hacía siglos que la Humanidad era tan sólo un recuerdo de color sepia colgado en la pared.




Título: Keep calm and go fishing.

Con los pies a remojo mientras pescaban, dejaban pasar sus últimas horas en silencio. Quizás en otro momento hubiera resultado paradójico para cualquier visitante del parque, verlos allí, con sus cañas, sus gorras y sus cervezas, en aquel estanque sin peces. Pero no había nadie para apreciarlo. Todos estaban demasiado ocupados perdiendo la calma ante la inminente llegada del meteorito.

viernes, 29 de junio de 2018

La final


Suena el timbre y en la puerta aparece Paco con la camiseta de España.
- Joder, tío ya era hora, que llevamos un rato esperándote – le espeta su hermano Antonio, la cara pintada de amarillo y rojo.
- Perdón, pero no veas lo que me ha costado encontrar una camiseta sin la estrellita.
- Coño, que tampoco había que pasarse, que papá no se va a dar cuenta.
- Sí, sí. Nunca se sabe.
- Pues haberte puesto la de todos los años.
- ¿Pero tú te crees que tengo yo el cuerpo del 2010?
Una tercera voz les llama desde el salón.
- ¿Busco ya a papá?
- Sí – grita Antonio – Ya voy poniendo yo el DVD.
Manuel se va al cuarto del padre. Allí está, recostado en su cama, la mirada perdida en algún punto de las estanterías. Toca la puerta y su padre tarda lo que le parece casi un siglo en reaccionar. Por un momento, le mira como se mira a un extraño que de pronto hubiera aparecido en la entrada de su cuarto, pero una expresión de alivio termina asomándose entre las arrugas de su rostro. Manuel sabe que le ha reconocido.
- Papá – dice, acercándose – vamos ven al cuarto, que va a empezar el partido.
- ¿El partido? – dice el anciano sorprendido - ¿qué partido?
- La final, papá, la final del mundial. España Holanda – responde Manuel.
- No, no me había acordado.
- Venga, ven, apóyate en mí, que Pablo y Antonio ya han llegado.
El anciano deja que su hijo mayor le ayude a incorporarse, y poco a poco recorren el camino hasta el salón. En la tele ya está sonando el himno.
- ¡Papá! – dicen ambos al mismo tiempo acercándose hasta él.
- Pablo, Antonio, pero qué alegría. ¿Os ha visto vuestra madre?
- Sí, sí – reacciona rápido Antonio –  pero dice que a ella el futbol no le va, que se va a casa de la vecina.
- Y tú, Pablo… Pero qué gordo te has puesto. Pues si esto es ahora, ya verás cuando te cases.
Pablo se ríe y oculta la mano con el anillo en el bolsillo. Su padre estuvo en su boda, poco antes de que muriera su madre y el alzhéimer hiciera estragos en su memoria.
Manuel observa, un poco separado, como su padre se sienta con sus hermanos frente al televisor. Enseguida irá él. Antes quiere guardar en su memoria aquella imagen de felicidad. Tiene la esperanza que a él no le ocurra lo que a su padre. Que se pueda marchar de este mundo acordándose de todos los momentos, los malos también, pero sobre todo, los buenos.
¿A quién se le ocurrió aquella locura? ¿A Pablo, el más bromista de todos, a Antonio tal vez, el más detallista? ¿O a él mismo? Daba igual. El caso es que el día del cumpleaños del padre, lo sacaban de la residencia y revivían aquellos días en el que fueron tan felices, ellos y casi toda España, sufriendo 116 minutos hasta que Iniesta, al tiempo que el balón se estrellaba en la red, les abría las puertas de la gloria. El Alzheimer, el mismo causante de la degradación de su padre, como contrapartida, le permitía volver a disfrutar aquel día como la primera vez. Cada pase de Xavi, cada falta, cada parada de Casillas...
- Venga Manuel, que estamos votando a ver quién va a marcar el gol de la victoria – dice Pablo.
- Yo creo que Navas – dice Manuel, como siempre.
- Jo, chaval, no tienes ni idea – dice Antonio.
Y Manuel se sienta a ver a jugar a España con su padre y sus hermanos, sin tener muy claro quién de los cuatro es realmente más feliz.

viernes, 15 de junio de 2018

El fútbol es una lata


Salíamos al recreo como una avalancha, una marea de auténticas fieras, que yo creo que hasta espumarajos por la boca echábamos, pero en eso igual no pongáis mucha fe, que la memoria a veces aporta detalles de más. El caso es que, si por uno de esos azares del destino, salíamos los primeros, y veíamos desde lo alto de las escaleras los campos de fútbol del cole vacíos, gritábamos con una sola voz “¡¡¡CAM-PO LIBREEEEE!!!” y corríamos hacia ellos como almas que se lleva el diablo. Existía una ley no escrita (probablemente la misma que estipulaba que el tercer córner seguido era penalti) por la que el primero que llegaba podía reclamar, para si, el campo de juego durante los eternos treinta minutos que duraba el recreo. Obviamente, los de cursos superiores se pasaban aquella ley por el forro de los… libros de texto, digamos, y se acogían a la ley del más fuerte, que ésa sí que era una ley como Dios manda. Al amparo de ella, no dudaban de librar el campo a base de admoniciones, amenazas y alguna que otra bien medida hostia. Si pasaba por allí algún profesor comprensivo, a él nos quejábamos. Excepto a don Norberto, al que todas estas cosas le resbalaban. Él, que presumía en las reuniones con los padres de lo mucho que le quería el alumnado, probablemente ignoraba que le llamábamos Mortadelo a sus espaldas – por su reluciente calva y sus gafas de culo de vaso – y que no se lo decíamos precisamente con cariño, sino con todo el desprecio del que éramos capaz a nuestra tierna edad. El desprecio de un niño rara vez es inmerecido.
Jugábamos al fútbol en los campos grandes, en los pequeños, en los de baloncesto, en los de balonmano, en la calle, en los pasillos de las casas, y si no estaba el cura, hasta en la iglesia. Donde fuera menester, vaya. Sólo hacía falta una pelota, y a veces, ni eso. En un momento dado, hasta una lata vacía de cualquier refresco valía. Cualquiera, sí, aunque hubiera quien afirmara que las de cocacola eran las mejores. Hay que tener en cuenta que eran otros tiempos y que las latas de entonces no eran como las de ahora. Las de antes eran unas señoras latas, de las que valían su peso en oro.
El fútbol de lata era amigo de campos pequeños y pocos jugadores. Cinco o seis a lo sumo. Si el número total no era par, es decir, si un equipo tenía menos componentes que su contrincante, siempre había alguna norma para compensar. Aquel día, mi equipo lo componíamos Urrutia y yo. Urrutia era delantero y yo portero-delantero, para equilibrar la cuestión, puesto que frente a nosotros teníamos a Otero, que era un salvaje, a Puertas y a Mariano. La cuestión de por qué a Mariano le llamábamos por su nombre de pila, y el resto nos conocíamos por nuestros apellidos, seguro que tenía respuesta, pero yo nunca la conocí. Era así y ya está. El caso es que Mariano se había quedado de portero, pero también se había quedado con hambre, así que intentaba compaginar ambas tareas: detener los trallazos que Urrutia y yo le endilgábamos a la lata de cocacola, y comerse el “phoskitos”. A la altura de partido en la que estábamos, llevaba más goles encajados que bollitos engullidos.
Apenas quedaban tres minutos de recreo cuando Otero, que es un salvaje, me dio una patada que, si hubiera algo de justicia en este mundo, lo hubiera llevado directamente a la cárcel. Como no la hay, al menos, se dictaminó que mínimo era penalti, y que aún así igual todavía le partía la cara. Íbamos empatados, y Mariano se había terminado sus “phoskitos”, incluso se había pegado en la frente uno de los cromos que venían de regalo, en claro desafío y menosprecio de mis habilidades futbolísticas. De recochineo, vaya, porque claro, el bueno-bueno en esto del fútbol-lata, era Urrutia, pero como Otero, que es un salvaje, me había hecho a mi la falta, no me quedaba otro remedio que ser yo el encargado de ejecutar la pena máxima. Otra de las reglas no escritas.
Me concentré, apurando el último minuto de recreo. Era la oportunidad de hacer que Puertas, Mariano y Otero, que es un salvaje, nos respetaran y mordieran el polvo. Mi intención era dirigir el balón, osea, la lata, directamente al cromo que Mariano se había pegado en la frente. De esta forma él, asustado, se apartaría de la trayectoria del proyectil-lata-balón y marcaríamos el gol de la victoria. A las malas, no se apartaba, y se llevaba el latazo en la frente, lo cual tampoco me desagradaba.
Cogí carrerilla y golpeé la lata con la punta de mis botas y con toda la fuerza de la que fui capaz. Al momento sentí que todo había sido en vano, el tiro iba a salir alto. De hecho, la lata voló hacia arriba casi en vertical. Justo en ese momento, don Norberto hacía sonar su silbato, haciéndonos saber que el recreo había terminado. E inmediatamente después, la lata caía con toda la fuerza de la gravedad, sobre su cabeza. El movimiento reflejo que provocó tamaño impacto hizo que las gafas salieran despedidas a su vez, cayendo sobre el suelo y haciéndose añicos sus cristales.
Se mezclaron en una terrible sinfonía los gritos de dolor y rabia con el bullicio de todos los niños de vuelta a sus clases. Ni que decir tiene que nosotros no nos detuvimos a ayudar a don Norberto (siete puntos le pusieron) y que aquel fue el último partido de fútbol-lata que Urrutia, Puertas, Mariano, Otero, que es un salvaje, y un servidor disputamos, so pena que Mortadelo atara cabos y descubriera a los responsables. Desde entonces, en clase, su cabeza, además de la falta de pelo, mostraba impúdica una espléndida cicatriz. Por culpa del fútbol, la coca cola, y de Otero, que es un salvaje.

domingo, 10 de junio de 2018

Nashoba



Su padre le llamaba Jonathan, pero su madre le seguía llamando Nashoba. Desde que el joven mestizo había visto partir a su progenitor, vestido con la casaca azul de los patriotas, nadie le había llamado por su nombre cristiano. No era de extrañar. La cabaña en la que Joseph Kelly se había retirado del mundo no estaba precisamente cerca de ninguna parte. Allí, ajeno de miradas inquisidoras, había visto crecer al hijo que su mujer, una india chota de larga cabellera azabache, le había engendrado.
Durante la ausencia del padre, Nashoba se había dedicado a ayudar a su madre en la huerta, aunque ésta, poco a poco se había ido malogrando. No les preocupaba demasiado: ambos preferían ir a pescar al río cercano, o adentrarse en el bosque a cazar conejos. Joseph Kelly les había prometido que volvería, y cuando lo hiciera, ya serían libres. Tanto su hijo como su mujer se sonrieron en secreto. Quizás Joseph, que era blanco, podría ser libre cuando volviera. Ellos, sin embargo, eran ahora todo lo libres que podían llegar a ser una india y un mestizo.
La noche anterior, sin embargo, una mujer extraña de piel oscurísima se le apareció en sueños a Nashoba. No se asustó. La sangre irlandesa de su padre no había apagado el fuego de los guerreros chotas en su interior. La mujer de piel marrón le ordenó que tuviera a mano el cuchillo con el que su padre había sacrificado el pasado invierno al cerdo que tan amorosamente habían criado durante cerca de diez meses, y que con tanto gusto se habían comido después. También le encomió a que se escondiera.
- Vendrá un hombre a salvaros. Pero él no lo sabe. Un español.
- ¿Qué es un español? – preguntó Nashoba en el sueño.
- Un hombre blanco. Como los ingleses, como tu padre.
Nashoba sabía quiénes eran los ingleses. Su padre había marchado a guerrear contra ellos. Alguna vez, incluso, le había contado Joseph a su hijo que el rey de Inglaterra se creía dueño de aquellas tierras y de todos los que la habitaban. El joven mestizo se extrañó. Si alguien creía esas cosas, debía ser muy estúpido.
El chico había visto acercarse al español desde lo alto del árbol en el que se había escondido cuando llegaron los ingleses. En una mano llevaba un mosquete, y con la otra se aferraba el costado ensangrentado. Al llegar al árbol, se dejó caer bajo él y cerró los ojos.
- No está muerto, aún – le dijo Marie, que así se llamaba la mujer oscura de sus sueños – Pero no le queda mucha vida. La suficiente.
Había tenido razón aquella mujer. El español había matado a uno de los ingleses con su mosquete, en bayoneta, y ocupado al segundo, el que yacía con su madre en la cama, lo suficiente como para que Nashoba le clavara en el cuello el cuchillo de matar cerdos. Aquel día, el mestizo se cobró sus dos primeras cabelleras inglesas. Al español le dejaron su cuero cabelludo intacto, y lo enterraron en la huerta, con su mosquete y su uniforme sucio y ensangrentado. Antes de morir aquel hombre que ya había llegado muerto, el hijo del irlandés y la india chota se contempló reflejado en sus ojos. Era la misma mirada con la que el padre Murphy le decía a Joseph Kelly que el joven Jonathan tenía el demonio dentro.
Mientras abandonaban aquella casa y se dirigían de vuelta a la tribu de su madre, Nashoba se preguntó si su padre conseguiría volver vivo del frente, y si al no encontrarlos iría en su busca por entre los pantanos y los bosques a los que los indios chota llamaban su hogar, sin importarles si el rey de Inglaterra o el de España creían que eran de su pertenencia. Quizás le preguntara a la negra Marie, de Baton Rouge aquella noche, en sus sueños. O quizás no, pensó Nashoba, mientras dejaba los zapatos de niño blanco a los pies del río.
Al fin y al cabo, era libre.

sábado, 9 de junio de 2018

Baton Rouge


En la taberna, la llama temblorosa que bailaba en los candiles de latón apenas ahuyentaba la oscuridad, aunque aquello no parecía importar demasiado a su heterogénea parroquia. Normalmente eran los acadianos los que mayor escándalo montaban, aunque desde que se había tomado la ciudad, quizás aún embriagados por el éxito de aquella gesta, era la soldadesca española la que más alto cantaba, juraba y porfiaba por todos los establecimientos de Baton Rouge. Entre los muros del rebautizado Fuerte de San Carlos, el rojo de los uniformes de los súbditos del Rey Jorge había dejado paso al blanco de los granaderos españoles, y por las calles de la ciudad aún se podían ver a muchos de los integrantes de las fuerzas que Gálvez, el gobernador de la Luisiana, había reunido en su empeño de reclamar la Florida de vuelta a la corona de España.
Diego Ramírez, recién ascendido cabo de granaderos, ocupaba una mesa solitaria, casi oculta por las sombras de aquella taberna. Allí, apuraba en silencio una botella de un vino oscuro y áspero, de ésos que dejan carraspera en la garganta y maldiciones al día siguiente. Bebía con lúgubre parsimonia, alejado de otras mesas en las que algunos compañeros de armas celebraban entre juramentos, risotadas y mujeres de la vida, que a la mañana siguiente se jugarían la propia, puesto que muchos de ellos dejarían Baton Rouge y continuarían la campaña de la conquista de Nueva Orleans. Así lo había ordenado Bernardo de Gálvez, en nombre de Su Majestad Carlos III. El cabo Ramírez se encontraba entre los que a la mañana siguiente debían liar su petate y lanzarse una vez más al camino, a arriesgar el pellejo para mayor gloria de su rey y, de paso, aumentar así la honra y honor de quien, en su nombre, gobernaba en aquellos lares. No es que Ramírez tuviera nada en contra del monarca, que sería tan blasfemo como tenerlo en contra del Altísimo, ni mucho menos contra Gálvez, cuya bravura en el campo de batalla era muy comentada. Por lo visto, llevaba en el pecho un par de cicatrices causadas por los apaches, o por los navajos, o por vete a saber qué otra tribu de indios, o eso decían. Que aquellas marcas en la piel eran prueba de la valentía de Bernardo de Gálvez no lo ponía el granadero en duda, pero el caso es que, para los que no tenían donde caerse muerto, como era su caso, los lugares donde efectivamente hacerlo, se multiplicaban cuando alguien como el gobernador decidía que ya era hora de continuar la trifulca, ya fuera con los ingleses, con los alemanes o contra quien fuera que España había entrado en guerra.
Quizás era por eso que el cabo de granaderos Ramírez no se unía a la jarana de sus compañeros de armas, y bebía despacio, acordándose sobre todo de Pazos, del que nunca se sabía si iba o venía, que para eso era de Orense; y pensando, asimismo, en lo poco que había quedado del gallego cuando un cañonazo de los ingleses se lo llevó por delante. Quién iba a imaginar que precisamente a él, a Ramírez, de lo poco que se pudo recomponer de Pazos, le tocó la peor parte: los galoncillos de cabo.
 Cuando Diego levantó los ojos del vaso, se encontró con otros dos clavados en los suyos. Pertenecían éstos a Marie, una negra habitual en aquella taberna. A pesar de que Marie era más joven de lo que parecía, y de que de vez en cuando algún cliente no habitual le ofrecía subir a la habitación de arriba, la risa estridente de la negra pronto dejaba a las claras que ella no era como el resto de chicas que populaban la taberna. Su carcajada dolía como una cuchillada en las tripas, y el interesado o bien intentaba disimular, o terminaba abandonando el establecimiento con el embarazo dibujado en el rostro. Ramírez y Marie no habían cruzado hasta entonces palabra, aunque el cabo sabía de ella más o menos lo que todos: que era una esclava liberada de un rico hacendado francés, que veía el futuro en una baraja de naipes franceses, y que no había nadie en Baton Rouge que se atreviera a ponerla en duda.
Diego no era un hombre ni más ni menos cobarde que cualquier otro, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo al sentir la intensa mirada de Marie clavada en la suya. La negra sacó una baraja y comenzó a colocar las cartas sobre la mesa, en la que, de alguna parte, había aparecido un vaso extra. Ramírez llenó los dos vasos, el suyo y el de la mujer que frente a él descubría una carta tras otra, sin siquiera mirarlas. Un olor, mezcla de sudor femenino y de un perfume denso y dulce, llegó hasta el cabo de granaderos, causándole una cierta excitación, aunque al ver como Marie esbozaba una sonrisa de dientes blanquísimos y un poco separados, como si pudiera adivinar sus secretos, el español bajó la mirada de nuevo al fondo de su vaso.
- ¿Qué quieres saber, mi cabo? – preguntó Marie con acento francés, mientras cogía el vaso de vino que Ramírez le había llenado.
- ¿No te dicen las cartas qué es lo que quiero saber? – preguntó él, rehuyendo la mirada de la negra.
Marie sonrió de nuevo. Las cartas no le decían nada. Todo estaba en la mirada de los hombres, pero si lo supieran no le dejarían asomarse al fondo de sus almas, donde estaba escrito el destino de cada uno. Marie hacía tiempo que sabía todo lo que había de saber del español.
- Quieres saber si regresarás de Pensacola, o terminarás como el hombre del que has heredado tus galones – dijo Marie lentamente.
Ramírez volvió la mirada hacia ella, sin decir nada.
- Sí – mintió ella - ¿o crees que bebería con un hombre muerto?
- ¿Acaso no lo estamos todos? – dijo Ramírez, levantando la botella y llenando los dos vasos.
Marie sonrió con tristeza.

lunes, 4 de junio de 2018

Las últimas horas del cabo Ramírez


El cabo Ramírez se dejó caer bajo el árbol. A menos de cien pasos, atravesando una huerta que las malas yerbas amenazaban con malograr, se encontraba la casa. Era poco más que una chabola, cuatro maderos que sostenían un techo que resguardaba del sol, pero que apenas sería capaz de proteger de la lluvia a sus habitantes. Ramírez hubiera dado tres cuartas partes de su paga como granadero del Rey por haber sido capaz de arrastrar su cuerpo hasta allí. No era de cristianos morirse a la intemperie, como un perro. Pero sólo hasta el árbol le llegaron las fuerzas.
Cuando abrió los ojos, se llevó una desilusión. Seguía vivo: la muerte no había aprovechado para llevárselo sin mayor sufrimiento durante aquel sueño que le había llegado quién sabe de dónde. Y ahora, despierto, el terrible dolor del costado seguía insistiendo en hacer de sus últimas horas un infierno, quizás para irle acostumbrando a lo que le esperaba en la otra vida. Retiró con cuidado la mano del agujero que una bala de mosquete inglés le había abierto en la emboscada del arroyo, y reprimió un grito al sentir una punzada envenenada, como si se le clavara un hierro candente en las tripas. La mano estaba empapada en sangre, todavía fresca. “Pero, cuánta sangre tiene uno dentro, la Virgen. Si fuera vino, mejor nos fuera”, pensó con una mueca irónica al darse cuenta de lo reseca que tenía la garganta.
Fue entonces cuando lo vio. Igual llevaba ya un tiempo allí, delante suya. O no. Tal vez el niño, un mestizo de cabellos largos y mirada curiosa, había esperado hasta darse cuenta de que aquel hombre que agonizaba, apoyada su espalda en el tronco del árbol, no era un peligro. Al menos si mantenía las distancias. El caso es que Ramírez se encontró frente a si al chaval, que le observaba con mirada dubitativa.
Como si la herida de su costado fuera algo obsceno que hubiera que ocultar de la vista de un niño, el granadero volvió a taparla con su mano, reprimiendo una maldición.
- Chico, agua, tráeme agua – le dijo con una voz pastosa y ronca.
El niño le miró asombrado, mientras que Ramírez juraba por lo bajo. Con su suerte, aquel chico no hablaba castellano, y él, el único inglés que sabía era el que había aprendido de los labios de mujeres en algunos puertos en los que… en fin, no era apropiado para los oídos de un menor.
- Agua, me cago en Dios, tráeme agua – repitió, esta vez, intentando remedar el gesto de beber agua de un botijo.
- Oh, water? – preguntó el mestizo.
- Eso, uota por tus muertos, tráeme uota.
El niño salió a la carrera. El granadero moribundo lo vio como atravesaba la huerta, y con movimientos casi felinos, como si se quisiera ocultar de alguien, rodeaba la casa y desaparecía tras ella. Ramírez cerró los ojos.
- Water! – le dijo el niño despertándole.
Ramírez tomó la jarra de barro que el niño le tendía, y sintió cómo el agua fresca se deslizaba por su enfebrecida garganta. Dejó caer la jarra en la tierra y volvió a cerrar los ojos.
El niño le tiró de la manga.
- Now you come and kill the red coats! – dijo, en voz baja, aunque con tono urgente.
- No te entiendo, niño. Gracias por el agua, pero ahora déjame morirme en paz, joder.
El mestizo señaló al mosquete que descansaba en el suelo junto al cabo, e hizo el gesto de sostenerlo, y disparar, apuntando hacia la casa.
- Mother is in there. With the English – dijo, clavando su mirada furiosa en los ojos del granadero.
- Inglis? – preguntó Ramírez, que sí entendía esa palabra - ¿Allí, en la casa? ¿Madre?
- Mother, yes! – respondió el niño.
- Vamos, no me jodas – suspiró Ramírez – Aunque, ¿qué más da? Al menos palmaremos bajo techo.
Con dificultad, apoyándose en el mosquete, y con la ayuda del niño, consiguió ponerse en pie. Avanzó hacia la cabaña, paso a paso, sintiendo como el averno se abría camino por entre sus entrañas.  
El cabo Ramírez se detuvo, oculto, a un lado de la puerta. Del interior emanaban ronquidos de al menos dos hombres. Con la respiración entrecortada, intentando no hacer ruido, echó un vistazo dentro. En una cama, desnuda, atada y amordazada, estaba una mujer india. Le miró fijamente, en silencio. Junto a ella, dormido, un inglés con los pantalones bajados. En el otro extremo de la habitación, dormitaba también sobre una silla, otro inglés, con la casaca desabrochada. Frente a él, una botella abierta y vacía que el granadero apostaba estuvo llena, hasta hacía poco, de whisky de maíz. Si tenía suerte, ambos estarían borrachos. Ajustó la bayoneta, se persignó y entró en el interior de la cabaña.
Se dirigió en primer lugar hacia el de la silla. Apenas le dio tiempo al inglés a abrir los ojos y jurar en su idioma cuando la bayoneta le atravesó el pecho. Ramírez empujó con rabia el mosquete, a modo de pica. Por el rabillo del ojo, el cabo de granaderos observó cómo el otro inglés se incorporaba y buscaba su espada por el suelo. Su plan había sido disparar el mosquete contra éste, pero su compañero había arrastrado su arma consigo en su caída. Fue entonces cuando la india, aún con las manos atadas, apresó al inglés por el cuello, por la espalda. Aprovechando el momento de desconcierto, Ramírez asió la botella de whisky y se la estampó en la cabeza, regando la cabaña de cristales. En ese momento, una sombra que en un principio tomó por un demonio, pasó a su lado como un rayo y un cuchillo de dos palmos de largo se clavó en el cuello del inglés.
Ramírez observó cómo brillaban los ojos del mestizo y se preguntó de dónde había sacado aquel cuchillo. No lo hizo mucho tiempo, mientras caía al suelo y ahora, definitivamente, cerraba los ojos para siempre.

domingo, 3 de junio de 2018

Los rincones vacíos de la casa ya desmantelada...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Los rincones vacíos de la casa ya desmantelada...".




Título: Pelusas

Los rincones vacíos de la casa ya desmantelada huelen todavía a limpio. Las pelusas aún no se atreven a hacer su nido: están desconcertadas; cuando se fueron los que antes vivían allí, se llevaron los aromas y los ruidos y todo lo que hace que una casa no sea sólo una casa, sino también un hogar.
Suenan, de pronto, unos pasos y, de alguna forma, la casa sabe que pronto llegarán las risas, los llantos, los estornudos, las tardes de domingo y las mañanas del lunes.
El nuevo propietario se detiene y dice “Pero si ayer estaba inmaculado… Estas pelusas, ¿de dónde puñetas salen?”




Título: ¿Embrujada?

Los rincones vacíos de la casa ya desmantelada añoran estar llenos de aparadores repletos de cachivaches, de telarañas insistentes y de cochecitos de juguete perdidos en la última visita de los nietos. Echan de menos las soñolientas tardes de sofá y televisión encendida pero ignorada, de rayos del sol huérfanos de alguien a quien calentar. Ya se fue su última moradora, se la llevaron en una camilla, sin prisa, con la parsimonia de lo inevitable. Poco después, la casa se fue vaciando, hasta que sólo quedó un esqueleto de paredes tristes, sin cuadros, ni espejos, ni relojes. Ahora, sólo le queda saltar de alegría cuando alguien la visita.

sábado, 26 de mayo de 2018

Pestañeó dos veces para decir que sí...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Pestañeó dos veces para decir que sí...".




Título: Música alta

Pestañeó dos veces para decir que sí quería más hielo en el cubata. Al camarero, embelesado, ni se le ocurrió cobrarle la copa, y ella ni por un momento hizo ademán de pagar. Aquella chica tan explosiva como enigmática fue la comidilla del lugar durante meses, a pesar de que nunca más volvió por la discoteca. Incluso se habló más de ella que de la desaparición del Venancio. Él, como el resto del pueblo, ignoraba que los visitantes del planeta Ringarun y las hembras terrestres son indistinguibles excepto por la voz, tan desagradable como su hábito de devorar a su presa después del tercer cubata.




Título: Aspirando

Pestañeó dos veces para decir que sí.
El comercial de aspiradoras le explicaba las maravillas de los nuevos modelos, y alzando su catálogo, pasó la página, insistiendo en que la mujer echara un vistazo las novedades.
De nuevo, sí.
– El sospechoso está armado – dijo el agente Ramirez desde la furgoneta de cristales tintados, mientras observaba la escena con sus binoculares – Tiene dos rehenes. Disparen a matar.
Mientras el francotirador localizaba y neutralizaba el objetivo, el agente Ramirez descubrió con horror que Johnson le había enviado un mensaje al móvil, informándole que seguía en el atasco. Ya le parecía raro que hubieran cambiado de marca de aspiradoras.

martes, 15 de mayo de 2018

Bucear en el lago que había al lado de la casa...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Bucear en el lago que había al lado de la casa...".

Título: Sin Wifi


Bucear en el lago que había al lado de la casa; trepar a los árboles más altos del bosque, o arrastrarnos bajo tierra, por los túneles del topillo y del conejo; ésos eran nuestros pasatiempos favoritos. Un día, sin embargo, el viejo Ichabod enfermó y se fue. Al cabo de un tiempo, apareció su sobrino Phineas. Mandó talar el bosque, roció de veneno la huerta y enturbió las aguas del lago. Los duendes, cansados de él y del resto de los humanos, los desterramos para siempre. Aún así, en las noches sin luna, algunos creen haberle visto dentro de la casa, cazando duendes traviesos con su teléfono móvil.


Título: El tesoro


Bucear en el lago que había al lado de la casa para recuperar el tesoro que el bisabuelo había escondido allí. Aquella era la razón por la que Elías vestía aquel mono descolorido de lona y caucho, calzaba aquellos extraños zapatos con altas suelas de plomo, y sobre todo, portaba aquella escafranda a la que había unido una manguera. No nos dejó probárnoslo, pero nos dio un billete de cien, y nos encargó que diéramos vueltas a una manivela. Era divertido al principio, porque salían burbujas del agua, pero pronto nos aburrimos y fuimos a gastarnos el billete a la barraca. Ahora Elías debe estar enfadado, porque no quiere salir.


Título: El truco


Bucear en el lago que había al lado de la casa era divertido, pero sólo podíamos hacerlo en verano. Era lo que más le gustaba a Fernando, se pasaba horas allí. Cuando no estaba en el agua, estaba practicando sus trucos de magia. Yo, en cambio, prefería el lago en invierno, cuando una gruesa capa de hielo cubría la superficie y podíamos patinar sobre ella. Todo cambió cuando una mañana descubrimos a Fernando mirándonos desde el otro lado del hielo. Al final del verano pasado había desparecido, pero los peces debieron cortar las cuerdas con las que le atamos a aquel saco de piedras. Houdini estaría orgulloso.



Título: Esperando


Bucear en el lago que había al lado de la casa no entraba precisamente entre las actividades que papá y mamá veían con buenos ojos. Nuestro tío, el hermano de papá, nos había contado una noche de luna llena la historia que decía que en su fondo se encontraba un tesoro. Mamá y papá se enfadaron mucho con él y se apresuraran a negar que allí hubiera nada más que algún neumático o una mecedora vieja. No obstante, buscar aquel tesoro se convirtió en la mayor de nuestras aficiones. Papá, mamá, incluso Ana, hace tiempo que se fueron, pero yo no. Yo encontré el tesoro.

jueves, 10 de mayo de 2018

Su padre también le dejaba conducir la furgoneta...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Su padre también le dejaba conducir la furgoneta...".



Título: ¡Esa es mi niña!


Su padre también le dejaba conducir la furgoneta. Por supuesto, con el motor apagado y el freno de mano bien puesto. De pie, sobre el asiento, se aferraba al volante con toda la fuerza de sus seis añitos y jugaba a ser ella la que llevaba los pedidos por la ciudad. Antes, Arturo le había dejado enredar un rato con su caja de herramientas.
– ¿Y no quieres jugar con la Nancy o con la cocinita? – le preguntaba, mostrándole tentador la muñeca.
Manuela negaba con la cabeza, y él volvía a sentirse secretamente orgulloso.

lunes, 7 de mayo de 2018

Tardaría en encontrar la llave que necesitaba...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Tardaría en encontrar la llave que necesitaba...".



Título: ¿Dónde están las llaves?

Tardaría en encontrar la llave que necesitaba. Todos se unieron en mi contra, y consiguieron arrojarlas al mar. Confiaban que así no conseguiría volver a mi castillo. Tenían razón, pero solo en parte. Yo tenía todo el tiempo del mundo, y ellos eran efímeros como todos los humanos. Poco a poco olvidaron los tiempos oscuros y crueles que vivieron bajo mi impía mano, y sólo quedó una canción infantil. Ilusos. Llevo siglos buscando en el fondo de los océanos, entre arenas, rocas y algas. Al final la he encontrado. Mi castillo vuelve a elevarse. Veremos quién canta ahora, matarile, rile, ron.

lunes, 30 de abril de 2018

No puedo seguir adelante sin ella...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "No puedo seguir adelante sin ella...".




Título: Positivo



No puedo seguir adelante sin ella. Lo escucho continuamente. Yo también lo creía, claro. Es natural. Al final uno sale andando, sin mirar atrás. Cuesta, por supuesto. Y si pierdes las dos, aún más. Si no es con muletas, será con una prótesis, o en silla de ruedas, pero hay que seguir luchando. Una pierna, dos piernas… es duro. Lo veo en el hospital, donde acudo como voluntario desde el accidente. Quiero que me vean positivo, con ilusión, capaz. A pesar de mi silla. Que no vean que a diario quisiera morirme si así pudiera traer de vuelta a mi mujer.





Título: Ella me guía


No puedo seguir adelante sin ella. Antes de que entrara en mi vida creía que lo tenía todo bajo control, que sabía dónde iba y como llegar, pero estaba perdido sin saberlo. Desde que ella se cruzó en mi camino alcanzo mis objetivos sin distraerme con falsos desvíos. Ella me daba paz, me hacía sentir seguro. Me avisaba de cada intersección y de cada cruce, incluso de la hora a la que llegaría a casa de mis padres. Ahora que en la última actualización han sustituido su voz por la de un señor, ya no es lo mismo. Conducir ya no es igual sin ella.




Título: Cambiarla por otra más joven

No puedo seguir adelante sin ella, pero me dicen que es lo mejor, que ya está mayor, que mejor la cambie por una más joven. Les pregunto qué será de ella entonces y me dicen que me la puedo quedar si así lo deseo, pero que tenga en cuenta que pronto estará vieja y enferma y que será necesario evaluar si lo mejor será dormirla para siempre. Sólo pensar en ello me rompe el corazón, y sé que no podré evitar las lágrimas. Porque ella ha sido estos diez años mis ojos. Mi Perla, mi amiga, mi perrita guía.