Mientras su cuerpo se materializaba, Heriberto se
aferraba a su revólver electrobiónico como quien se agarra a un saliente en la
roca que impide la caída al vacío. Ignoraba qué se encontraría en aquella
dimensión a la que había viajado, pero lo que sí sabía a ciencia cierta es que
vendería cara su vida… O eso se repetía, preguntándose al mismo tiempo por lo
acertada de aquella expresión, puesto que no pensaba que la vida, como tal,
pudiera ponerse a la venta, y caso de que así fuera, que encontrara a nadie dispuesto
a pagar algo por la de él.
Heriberto había realizado aquel viaje transdimensional
con los ojos cerrados, y ahora que notaba un suelo firme y sólido bajo sus pies
sospechaba que era el momento de abrirlos y apechugar con lo que quiera que le
esperaba allí. Había escapado por los pelos de ser apresado a causa de su
intento de subvertir el orden establecido, en lo que en un principio había
pretendido ser un acto heroicamente suicida (además de magnicida) pero que se
había tornado en una cobarde (y nada magnicida) retirada. A Heriberto aquel
fracaso, le abrió los ojos, metafóricamente hablando, llegando rápidamente a la
conclusión de que si no había conseguido su propósito - el magnicidio - tampoco
tenía sentido sufrir el castigo por ello - el suicidio - razón por la que había
terminado tras una alocada huida, en aquel nuevo y desconocido mundo.
Unos meses después de aquél viaje, en la soledad de su cuarto,
Heriberto escuchó el leve, aunque inconfundible sonido (como si alguien
rompiera papeles mientras tosía) que anunciaba la materialización de un cuerpo procedente
desde otra dimensión. Dudó por un instante si alargar su mano y hacerse con el
arma que le había acompañado desde su propia realidad y que sobre la mesa descansaba,
inútil y electrobiónica, en aquellos momentos. Decidió, no obstante, no
hacerlo. En primer lugar, porque Heriberto era ante todo un cobarde,
equivocadamente idealista a ratos, pero cobarde a fin de cuentas, y en segundo
lugar porque realmente Heriberto no deseaba seguir allí. Ser apresado y devuelto
a su propio mundo era un alivio.
Transcurridos unos días, Heriberto se declaraba culpable
ante la jueza y aceptaba no sólo su condena, sino lo equivocado de sus
opiniones. Tras tantos años formando parte del Comando Hombres Al Poder (CHAP),
promulgando la superioridad del género masculino, y denunciando lo que creían una
falsa religión de igualdad de géneros, que estaba llevando a su mundo al caos y
la perdición, Heriberto renegaba ahora de todo aquello. Había visto con sus
propios ojos lo que una sociedad en la que las injusticias campaban sin vergüenza
podía llegar a ser, y no deseaba que su mundo siguiera ese camino. CHAP fue
disuelto y sus tres miembros entregaron las armas. Esta entrega era un decir, puesto
que Heriberto había dejado la suya tras de si, en otra dimensión, y su hermano esquizofrénico
y una mujer que se había equivocado al apuntarse al CHAP pensando que era una
web de citas y nunca llegó a borrarse, por desidia y porque total, era gratis,
nunca llegaron a tener armas, ni siquiera una triste navaja electrobiónica.
Heriberto se disculpó ante la presidenta por su intento de asesinato (o
magnicidio como a él le gustaba decir), y la máquina que comunicaba ambas
dimensiones fue clausurada para siempre.
Entretanto, en el mundo que Heriberto había visitado, un
señor de Albacete maldecía porque su inquilino se había marchado sin pagar el
alquiler, dejando únicamente tras de si una pintoresca pistola de juguete. En
la tele, el presidente de los Estados Unidos proseguía con sus cosas, y el
resto le dejaba hacer.