lunes, 30 de abril de 2018

No puedo seguir adelante sin ella...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "No puedo seguir adelante sin ella...".




Título: Positivo



No puedo seguir adelante sin ella. Lo escucho continuamente. Yo también lo creía, claro. Es natural. Al final uno sale andando, sin mirar atrás. Cuesta, por supuesto. Y si pierdes las dos, aún más. Si no es con muletas, será con una prótesis, o en silla de ruedas, pero hay que seguir luchando. Una pierna, dos piernas… es duro. Lo veo en el hospital, donde acudo como voluntario desde el accidente. Quiero que me vean positivo, con ilusión, capaz. A pesar de mi silla. Que no vean que a diario quisiera morirme si así pudiera traer de vuelta a mi mujer.





Título: Ella me guía


No puedo seguir adelante sin ella. Antes de que entrara en mi vida creía que lo tenía todo bajo control, que sabía dónde iba y como llegar, pero estaba perdido sin saberlo. Desde que ella se cruzó en mi camino alcanzo mis objetivos sin distraerme con falsos desvíos. Ella me daba paz, me hacía sentir seguro. Me avisaba de cada intersección y de cada cruce, incluso de la hora a la que llegaría a casa de mis padres. Ahora que en la última actualización han sustituido su voz por la de un señor, ya no es lo mismo. Conducir ya no es igual sin ella.




Título: Cambiarla por otra más joven

No puedo seguir adelante sin ella, pero me dicen que es lo mejor, que ya está mayor, que mejor la cambie por una más joven. Les pregunto qué será de ella entonces y me dicen que me la puedo quedar si así lo deseo, pero que tenga en cuenta que pronto estará vieja y enferma y que será necesario evaluar si lo mejor será dormirla para siempre. Sólo pensar en ello me rompe el corazón, y sé que no podré evitar las lágrimas. Porque ella ha sido estos diez años mis ojos. Mi Perla, mi amiga, mi perrita guía.

viernes, 27 de abril de 2018

No podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "No podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween...".


Título: Apocalipsis


No podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween, a no ser que Satán inicie el Apocalipsis antes, claro. Pero me apostaría mis escamas a que este año tampoco toca. Igual es porque al fin ha instalado tele por cable y calefacción y aire acondicionado… Yo creo que por fin se ha dado cuenta de que, puestos a elegir, preferimos los caramelos.



Título: Hinchable

No podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween. Éso me dijo Patricia. Era una pena que el castillo fuera hinchable y nuestros padres sólo hubieran pagado media hora de juego. Desde entonces, ése es mi deseo cumpleaños tras cumpleaños, y llevo veinte ya. A ver si éste.


Título: Con mi cuñado

No podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween. Mi cuñado hizo la gracia de encerrarnos en las mazmorras, y no tenemos llaves. Ya verás cuando vengan los de mantenimiento el año que viene. Igual hasta se piensan que somos cadáveres de atrezo. Eso sí, hay que reconocerle que el selfie ha quedado de muerte.

domingo, 22 de abril de 2018

¿Qué será lo que le ponía su madre?...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "¿Qué será lo que le ponía su madre?...".


Título: El remedio

¿Qué será lo que le ponía su madre? Cada vez que leo su expediente, me llama la atención. “Quiero lo que me ponía mamá”, repite siempre, pero no sé a qué se refiere. Es lo único que dice, y llevamos ya diez años de tratamiento. Los mismos que lleva en la cárcel. Cuesta creer que este hombretón babeante frente a mí fue, en algún momento, un asesino.

– ¿Qué tal la nueva medicación? – le pregunto cuando los celadores abandonan la consulta.
– Ésta sí es la que me ponía mamá – dice, mientras sus manos atenazan mi cuello. Aterrado, descubro que, como su madre, también yo lo he curado.


Título: Familia

¿Qué será lo que le ponía su madre? Es la hora de llevarlo al colegio y no tengo ni idea de qué le metía en su tartera. Porque aquí hay una tartera. Con la ropa no hay problema, claro, pero con la comida… A ella no le puedo preguntar, porque la enterré en el jardín. Y al padre… Bueno, creo que llevará un tiempo antes de que le quite la mordaza y acepte la nueva situación. Menos mal que mi nuevo hijo se ha acostumbrado rápido. Qué difícil es formar una familia hoy en día.



Título: Con un lacito

¿Qué será lo que le ponía su madre? Creo que era un lazo, pero no estoy segura… Igual con el lacito no se da cuenta. ¡Es que son tan iguales todos! Pero era el único que quedaba en el parque de bolas, así que no debo ser la única que se confunde. Me parece que no tengo mucho futuro como niñera. Tendré que probar con otra cosa.

sábado, 7 de abril de 2018

Accidente en Marte


Mientras me terminaba de enfundar en el traje espacial maldije un par de veces más aquel maldito planeta. La alarma, avisando del fallo de presurización del SPR no dejaba lugar a la duda sobre la gravedad de la situación. El nivel de oxígeno en la cabina pronto estaría al mismo nivel que en el exterior, por lo que sólo quedaba enfundarse el engorroso traje espacial si quería seguir respirando.
Si hubiera podido contactar con la base y contarles cómo me acababa de cargar un vehículo de cuatro toneladas de peso y varios millones de dólares, se hubieran reído con la broma. Sólo que no había nadie en la base. Y tampoco se trataba de una broma. Acababa de hacer caer por un cráter de cerca de tres metros, el vehículo mejor equipado para la exploración marciana del siglo XXI. Un vehículo capaz de girar 360 grados sobre si mismo, y recorrer hasta mil kilómetros de forma autónoma. Equipado con doce ruedas, propulsadas por motores individuales, capaces de superar desniveles de un metro de altura. Si eso se lo contara a Carla, en primer lugar, haría ese movimiento con los ojos que tanto me irrita, como si los girara en sus cuencas, y que por lo visto viene a significar que la estoy aburriendo soberanamente. Y después me preguntaría si tengo el seguro al día, o alguna pamplina de ese estilo. No sólo porque así le quitaría hierro al asunto: en el fondo, daría por hecho que era culpa mía. Y no me creería, por mucho que le jurara que ese cráter no estaba allí ayer.
Así que ahora que he conseguido embutirme en el traje, contorsionándome un poco, debido al extraño ángulo en el que ha terminado el SPR, es hora de pensar qué hacer a continuación. Porque “alguien” olvidó sustituir la bombona de oxígeno después de la última excursión. Y ese “alguien” va a resultar que soy yo.
- ¿Lo ves? Si es que eres un desastre – me diría Carla.
- Llevo dos años en esta base – me vería obligado a responder – Dame un respiro.
- ¿Dos años? – diría ella – Lo raro es que no la hayas pifiado antes.
Y es cierto. En dos años ha habido tiempo de fastidiarla muchas veces, pero hasta ahora me había acompañado la suerte. Solía ser mucho más cuidadoso. Concienzudo. Uno no llega a Marte si no lo es. Pero la soledad es un enemigo terrible.
Doy una patada para desencajar la puerta. Al fin se abre. La gravedad de Marte es bastante menor que la de la Tierra – tres veces menos -, pero aun así tengo que dar un buen salto para llegar al suelo. No es tan fácil con el traje.
Examino el cráter en el que he metido el vehículo. Enciendo la linterna. Hay un agujero en la tierra, a nuestra derecha. Algún tipo de hundimiento del terreno. Si hubiera caído por allí…
- Qué suerte has tenido – diría Carla - Unos metros más allá, y a saber dónde hubiera terminado.
- ¿Suerte? – respondo – Me queda sólo media botella de oxígeno, y la base está a siete kilómetros.
La atmósfera de Marte está compuesta en su noventa y cinco por ciento de dióxido de carbono. El oxígeno no llega al uno por ciento. En cuanto se acabe la botella que me suministra el aire, habrá llegado el final.
- ¿Y quién te mandaba salir de la base? – dice Carla, enfadada.
- Se habían cortado las comunicaciones con la Tierra. Tenía que ir a comprobar la antena. Probablemente la había dañado el último temporal.
Me detengo. Por un momento me parecía haber estado hablando con Carla en persona. El exceso de dióxido de carbono en la sangre produce alucinaciones, pienso. Probablemente lo inhalé más de la cuenta mientras me vestía el traje espacial. Aunque tampoco me hacía falta mucho aliciente para terminar hablando con ella. Es extraño. No hay nadie más lejos de Carla que yo mismo, en este momento.
- Concéntrate. Hay que volver a la base.
- Sí. Lo sé. Pero no creo que sea suficiente. Media botella y siete kilómetros. No salen las cuentas.
El polvo de Marte se estrella contra la pantalla de mi escafranda. Sé que no es cristal, que es un polímero transparente y supongo que biodegradable. Es un alivio. Morirse es una cosa, pero contaminar… eso sí que sería grave.
- No me hace gracia cuando hablas así – dice Carla.
Comienzo a andar. Intento ignorarla. Sé que no está ahí, que no me está hablando. Pero eso no quiere decir que no la oiga. Para colmo, el viento sopla cada vez más fuerte. Lo que me faltaba.
- Te tenían que haber relevado hace un año – dice.
No respondo. Sí. Tenía que haber pasado, pero se retrasó la misión. Había que esperar a que el Congreso aprobara el presupuesto. Al fin y al cabo, ¿qué iba a pasar entretanto? Tenía comida, agua, oxígeno. Hasta una “Tablet” con el Candy-Crush. No había por qué quejarse. Y de aquí no me iba a mover.
Sigo andando. La tierra roja, dura, levanta una polvareda bajo mis pies. Miro atrás, hacia el SPR cuya alarma sigue sonando. Está mucho más cerca de lo que esperaba. Lo cuál quiere decir que apenas he avanzado.
- ¿Y si no te hubieras ido? – pregunta Carla - ¿Seríamos felices?
- Quizás.
- ¿Sólo quizás? – ríe - ¿Por eso estás pensando en mí?
Apenas puedo ver, el polvo duro, rojo y terrible de Marte está tapando mi visión, se acumula en mi escafranda. No me había dado cuenta, pero estoy tendido en el suelo, no estoy caminando. No sé cuándo caí, cuánto llevo así. La botella se acaba. Tomo una buena bocanada de aire, y cierro los ojos. Supongo que sonrío y soy feliz con Carla.

martes, 3 de abril de 2018

Viaje a las estrellas


No sé por qué me acuerdo tanto de aquella noche. A menudo no alcanzo a recordar ni lo más reciente: qué he almorzado o qué he hecho en todo el día. Aun así, a pesar del tiempo transcurrido, últimamente no me saco de la cabeza aquella noche de primavera.
Dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. Vaya mentira. Hay pasados que están mejor en el olvido, y otros que sí, que fueron más felices, sobre todo cuando llegas hasta aquí, hasta este momento en el que el cuerpo está empeñado en seguir viviendo, sea como sea, pero la mente, por más que le des al interruptor, empieza ya a apagarse y a dejarlo todo a oscuras. Entonces, el pasado se viste de otro color.
Creo que Marcos vino ayer, o quizás fue anteayer. No lo sé. Apareció aquí, sin avisar. A decirme que me esperaba. No le entendí. También está mayor, casi no lo reconocí. Le pedí que me enseñara su tatuaje, el del pirata que se hizo en el brazo y nos reímos mucho. Apenas queda de él un borrón negro y rojo. “Como nosotros, Manolo”, me dijo. No sé si somos borrones de tinta o ya ni eso. Le conté lo de aquella tarde, cuando Pablo acababa de cumplir seis años. Por aquel entonces estaba obsesionado con el espacio, y le habíamos regalado una tienda de campaña con forma de cohete, pintada por dentro y por fuera como una nave espacial. Hacía buena noche, y le montamos la tienda en el jardín. Pablo estaba emocionado, diciendo que esa noche se iba a viajar por las estrellas.
- Recuerdo esa historia – me dijo.
Pero no era mi amigo Marcos. Se lo estaba contando al propio Pablo, a mi hijo. Me cuesta tanto acostumbrarme a él, está tan mayor y no puedo evitar sentir extrañeza al mirar a este hombre de expresión preocupada, no sé por qué espero encontrarme con su carita de niño de seis años. Bueno, sí sé por qué. Porque ya tengo demasiados inviernos acuestas. A veces estoy a punto de decirle a Concha “míralo, mira como ha crecido, es un hombre ya”, y entonces recuerdo que estoy recorriendo la última parte del camino solo. Es en aquel momento que se me llenan los ojos de lágrimas, porque no puedo preguntarle a Concha si se acuerda de aquella noche, en el jardín, y no puedo compartir con ella, de nuevo, el orgullo y la melancolía que siento al ver el hombre en el que se ha convertido nuestro hijo.
En algún momento Pablo se debió haber ido, porque es ahora una chica joven vestida con un uniforme blanco la que me ayuda a meterme en la cama. Es tan joven. ¿Realmente fui una vez así de joven?
- ¿Cuántos años tienes? – le pregunto y casi no reconozco este graznido de cuervos que es ahora mi voz.
- Veintiuno, don Manuel – me dice - Se lo he dicho hace un ratito.
- ¿Estuvo Marcos aquí hoy?
Ella sonríe paciente, y entonces me doy cuenta de que también se lo he preguntado antes. Sólo había venido Pablo, me dijo. Pero ella habla del Pablo adulto. Yo en cambio pienso en el niño de aquella tarde, el que entró emocionado en la tienda de campaña con forma de cohete y salió llorando porque no era una nave espacial de verdad.
- Se te hubiera ido a dar un paseo por las estrellas tan ricamente – me dice Marcos muerto de risa – y a ti y a Concha, que os den.
- Cuánto me costó consolarle – le digo. Ahora me doy cuenta de que Marcos no está aquí. No vino hoy, ni ayer. Ni vendrá mañana. Lo sé porque este Marcos que está conmigo y escucha mis historias ya no está tan viejo y aún le brilla la mirada, como la mía hizo alguna vez, cuando aún nos reíamos de este mundo tan absurdo. Le pediría que me enseñara su tatuaje, pero temo que vuelva a envejecer y quede tan sólo el borrón de tinta en su brazo arrugado.
- Venga, vamos, despierta, que Pablo está esperando – me dice una voz.
Es Concha. Hacía tanto que no la veía. También llegó a vieja, pero se rindió antes que yo. Ya no recuerdo cómo fue, ni cuándo. Ni entiendo el porqué. Soy incapaz de recordar a la Concha anciana, se ha borrado de mi mente. Sólo veo a la de aquella tarde de primavera, la del cohete. Quiero decirle que no puedo levantarme, que hay que llamar a la enfermera para que me ayude, pero me da vergüenza, y consigo incorporarme. No me duelen las articulaciones, ni la espalda, y las piernas hoy pueden sostenerme. Concha me coge de la mano, y quiero decirle cuánto la echo de menos, pero no me atrevo, no sea que se desvanezca como un fantasma. Bajamos las escaleras entre risas, aunque me da miedo que me mire bien y descubra las arrugas en mi cara, la piel cansada y triste del viejo que en realidad soy.
Pablo nos espera, con su pijama, en el jardín. Va a entrar en la tienda de campaña con forma de cohete. Voy detrás de él, le llamo a gritos, corro para alcanzarlo. No quiero que se entristezca cuando descubra que son sólo dibujos en la lona, que no hay controles que pongan en marcha el cohete, que no va a poder irse a ver las estrellas.
- Don Manuel, ¿está usted bien? – dice la chica, la que tiene veintiún años; pero se encuentra a un mundo de distancia. Sus palabras se pierden entre los dobleces del tiempo.
Pablo se ríe cuando entramos en el cohete y señala los controles. Sonrío aliviado, porque son de verdad, puedo escuchar el pitido intermitente que marca la cuenta atrás. Despegamos, y el incómodo pitido, ahora continuo, desaparece al fin. ¿Quién lo hubiera dicho? La tienda de campaña es una nave espacial y volamos a las estrellas.