No sé por qué me acuerdo tanto de aquella noche. A menudo
no alcanzo a recordar ni lo más reciente: qué he almorzado o qué he hecho en
todo el día. Aun así, a pesar del tiempo transcurrido, últimamente no me saco de
la cabeza aquella noche de primavera.
Dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. Vaya mentira.
Hay pasados que están mejor en el olvido, y otros que sí, que fueron más
felices, sobre todo cuando llegas hasta aquí, hasta este momento en el que el
cuerpo está empeñado en seguir viviendo, sea como sea, pero la mente, por más
que le des al interruptor, empieza ya a apagarse y a dejarlo todo a oscuras.
Entonces, el pasado se viste de otro color.
Creo que Marcos vino ayer, o quizás fue anteayer. No lo sé.
Apareció aquí, sin avisar. A decirme que me esperaba. No le entendí. También
está mayor, casi no lo reconocí. Le pedí que me enseñara su tatuaje, el del
pirata que se hizo en el brazo y nos reímos mucho. Apenas queda de él un borrón
negro y rojo. “Como nosotros, Manolo”, me dijo. No sé si somos borrones de
tinta o ya ni eso. Le conté lo de aquella tarde, cuando Pablo acababa de
cumplir seis años. Por aquel entonces estaba obsesionado con el espacio, y le
habíamos regalado una tienda de campaña con forma de cohete, pintada por dentro
y por fuera como una nave espacial. Hacía buena noche, y le montamos la tienda
en el jardín. Pablo estaba emocionado, diciendo que esa noche se iba a viajar
por las estrellas.
- Recuerdo esa historia – me dijo.
Pero no era mi amigo Marcos. Se lo estaba contando al
propio Pablo, a mi hijo. Me cuesta tanto acostumbrarme a él, está tan mayor y no
puedo evitar sentir extrañeza al mirar a este hombre de expresión preocupada, no
sé por qué espero encontrarme con su carita de niño de seis años. Bueno, sí sé
por qué. Porque ya tengo demasiados inviernos acuestas. A veces estoy a punto
de decirle a Concha “míralo, mira como ha crecido, es un hombre ya”, y entonces
recuerdo que estoy recorriendo la última parte del camino solo. Es en aquel
momento que se me llenan los ojos de lágrimas, porque no puedo preguntarle a
Concha si se acuerda de aquella noche, en el jardín, y no puedo compartir con
ella, de nuevo, el orgullo y la melancolía que siento al ver el hombre en el
que se ha convertido nuestro hijo.
En algún momento Pablo se debió haber ido, porque es
ahora una chica joven vestida con un uniforme blanco la que me ayuda a meterme
en la cama. Es tan joven. ¿Realmente fui una vez así de joven?
- ¿Cuántos años tienes? – le pregunto y casi no reconozco
este graznido de cuervos que es ahora mi voz.
- Veintiuno, don Manuel – me dice - Se lo he dicho hace
un ratito.
- ¿Estuvo Marcos aquí hoy?
Ella sonríe paciente, y entonces me doy cuenta de que
también se lo he preguntado antes. Sólo había venido Pablo, me dijo. Pero ella
habla del Pablo adulto. Yo en cambio pienso en el niño de aquella tarde, el que
entró emocionado en la tienda de campaña con forma de cohete y salió llorando
porque no era una nave espacial de verdad.
- Se te hubiera ido a dar un paseo por las estrellas tan
ricamente – me dice Marcos muerto de risa – y a ti y a Concha, que os den.
- Cuánto me costó consolarle – le digo. Ahora me doy
cuenta de que Marcos no está aquí. No vino hoy, ni ayer. Ni vendrá mañana. Lo
sé porque este Marcos que está conmigo y escucha mis historias ya no está tan
viejo y aún le brilla la mirada, como la mía hizo alguna vez, cuando aún nos
reíamos de este mundo tan absurdo. Le pediría que me enseñara su tatuaje, pero
temo que vuelva a envejecer y quede tan sólo el borrón de tinta en su brazo
arrugado.
- Venga, vamos, despierta, que Pablo está esperando – me dice
una voz.
Es Concha. Hacía tanto que no la veía. También llegó a
vieja, pero se rindió antes que yo. Ya no recuerdo cómo fue, ni cuándo. Ni
entiendo el porqué. Soy incapaz de recordar a la Concha anciana, se ha borrado
de mi mente. Sólo veo a la de aquella tarde de primavera, la del cohete. Quiero
decirle que no puedo levantarme, que hay que llamar a la enfermera para que me
ayude, pero me da vergüenza, y consigo incorporarme. No me duelen las
articulaciones, ni la espalda, y las piernas hoy pueden sostenerme. Concha me
coge de la mano, y quiero decirle cuánto la echo de menos, pero no me atrevo, no
sea que se desvanezca como un fantasma. Bajamos las escaleras entre risas,
aunque me da miedo que me mire bien y descubra las arrugas en mi cara, la piel
cansada y triste del viejo que en realidad soy.
Pablo nos espera, con su pijama, en el jardín. Va a
entrar en la tienda de campaña con forma de cohete. Voy detrás de él, le llamo
a gritos, corro para alcanzarlo. No quiero que se entristezca cuando descubra
que son sólo dibujos en la lona, que no hay controles que pongan en marcha el
cohete, que no va a poder irse a ver las estrellas.
- Don Manuel, ¿está usted bien? – dice la chica, la que
tiene veintiún años; pero se encuentra a un mundo de distancia. Sus palabras se
pierden entre los dobleces del tiempo.
Pablo se ríe cuando entramos en el cohete y señala los
controles. Sonrío aliviado, porque son de verdad, puedo escuchar el pitido
intermitente que marca la cuenta atrás. Despegamos, y el incómodo pitido, ahora
continuo, desaparece al fin. ¿Quién lo hubiera dicho? La tienda de campaña es una
nave espacial y volamos a las estrellas.