Mientras me terminaba de enfundar en el traje espacial
maldije un par de veces más aquel maldito planeta. La alarma, avisando del
fallo de presurización del SPR no dejaba lugar a la duda sobre la gravedad de
la situación. El nivel de oxígeno en la cabina pronto estaría al mismo nivel
que en el exterior, por lo que sólo quedaba enfundarse el engorroso traje espacial
si quería seguir respirando.
Si hubiera podido contactar con la base y contarles cómo
me acababa de cargar un vehículo de cuatro toneladas de peso y varios millones
de dólares, se hubieran reído con la broma. Sólo que no había nadie en la base.
Y tampoco se trataba de una broma. Acababa de hacer caer por un cráter de cerca
de tres metros, el vehículo mejor equipado para la exploración marciana del
siglo XXI. Un vehículo capaz de girar 360 grados sobre si mismo, y recorrer
hasta mil kilómetros de forma autónoma. Equipado con doce ruedas, propulsadas
por motores individuales, capaces de superar desniveles de un metro de altura. Si
eso se lo contara a Carla, en primer lugar, haría ese movimiento con los ojos
que tanto me irrita, como si los girara en sus cuencas, y que por lo visto viene
a significar que la estoy aburriendo soberanamente. Y después me preguntaría si
tengo el seguro al día, o alguna pamplina de ese estilo. No sólo porque así le
quitaría hierro al asunto: en el fondo, daría por hecho que era culpa mía. Y no
me creería, por mucho que le jurara que ese cráter no estaba allí ayer.
Así que ahora que he conseguido embutirme en el traje, contorsionándome
un poco, debido al extraño ángulo en el que ha terminado el SPR, es hora de
pensar qué hacer a continuación. Porque “alguien” olvidó sustituir la bombona
de oxígeno después de la última excursión. Y ese “alguien” va a resultar que
soy yo.
- ¿Lo ves? Si es que eres un desastre – me diría Carla.
- Llevo dos años en esta base – me vería obligado a
responder – Dame un respiro.
- ¿Dos años? – diría ella – Lo raro es que no la hayas
pifiado antes.
Y es cierto. En dos años ha habido tiempo de fastidiarla
muchas veces, pero hasta ahora me había acompañado la suerte. Solía ser mucho
más cuidadoso. Concienzudo. Uno no llega a Marte si no lo es. Pero la soledad es
un enemigo terrible.
Doy una patada para desencajar la puerta. Al fin se abre.
La gravedad de Marte es bastante menor que la de la Tierra – tres veces menos -,
pero aun así tengo que dar un buen salto para llegar al suelo. No es tan fácil
con el traje.
Examino el cráter en el que he metido el vehículo. Enciendo
la linterna. Hay un agujero en la tierra, a nuestra derecha. Algún tipo de
hundimiento del terreno. Si hubiera caído por allí…
- Qué suerte has tenido – diría Carla - Unos metros más
allá, y a saber dónde hubiera terminado.
- ¿Suerte? – respondo – Me queda sólo media botella de
oxígeno, y la base está a siete kilómetros.
La atmósfera de Marte está compuesta en su noventa y cinco
por ciento de dióxido de carbono. El oxígeno no llega al uno por ciento. En
cuanto se acabe la botella que me suministra el aire, habrá llegado el final.
- ¿Y quién te mandaba salir de la base? – dice Carla,
enfadada.
- Se habían cortado las comunicaciones con la Tierra.
Tenía que ir a comprobar la antena. Probablemente la había dañado el último
temporal.
Me detengo. Por un momento me parecía haber estado
hablando con Carla en persona. El exceso de dióxido de carbono en la sangre
produce alucinaciones, pienso. Probablemente lo inhalé más de la cuenta
mientras me vestía el traje espacial. Aunque tampoco me hacía falta mucho
aliciente para terminar hablando con ella. Es extraño. No hay nadie más lejos
de Carla que yo mismo, en este momento.
- Concéntrate. Hay que volver a la base.
- Sí. Lo sé. Pero no creo que sea suficiente. Media
botella y siete kilómetros. No salen las cuentas.
El polvo de Marte se estrella contra la pantalla de mi
escafranda. Sé que no es cristal, que es un polímero transparente y supongo que
biodegradable. Es un alivio. Morirse es una cosa, pero contaminar… eso sí que sería
grave.
- No me hace gracia cuando hablas así – dice Carla.
Comienzo a andar. Intento ignorarla. Sé que no está ahí,
que no me está hablando. Pero eso no quiere decir que no la oiga. Para colmo,
el viento sopla cada vez más fuerte. Lo que me faltaba.
- Te tenían que haber relevado hace un año – dice.
No respondo. Sí. Tenía que haber pasado, pero se retrasó
la misión. Había que esperar a que el Congreso aprobara el presupuesto. Al fin
y al cabo, ¿qué iba a pasar entretanto? Tenía comida, agua, oxígeno. Hasta una “Tablet”
con el Candy-Crush. No había por qué quejarse. Y de aquí no me iba a mover.
Sigo andando. La tierra roja, dura, levanta una polvareda
bajo mis pies. Miro atrás, hacia el SPR cuya alarma sigue sonando. Está mucho
más cerca de lo que esperaba. Lo cuál quiere decir que apenas he avanzado.
- ¿Y si no te hubieras ido? – pregunta Carla - ¿Seríamos
felices?
- Quizás.
- ¿Sólo quizás? – ríe - ¿Por eso estás pensando en mí?
Apenas puedo ver, el polvo duro, rojo y terrible de Marte
está tapando mi visión, se acumula en mi escafranda. No me había dado cuenta,
pero estoy tendido en el suelo, no estoy caminando. No sé cuándo caí, cuánto
llevo así. La botella se acaba. Tomo una buena bocanada de aire, y cierro los
ojos. Supongo que sonrío y soy feliz con Carla.
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