sábado, 11 de noviembre de 2017

Sólo tequila

El bar está desierto, salvo por un hombre que se sienta frente a una de las mesas. Se abre la puerta y una figura entra silenciosamente en la sala.  
- ¿Qué pasa hoy que está esto vacío? – dice Luis Alfredo cuando su compadre Manuel se sienta a su mesa.
Manuel toma la botella de tequila que hay sobre la mesa y se sirve un trago antes de contestar.
- ¿Pero en qué mundo vives, pinche huevón? ¿Pues acaso no te das cuenta que es el Día de los Muertos? La gente está celebrando con sus familias y amigos ¿Qué no sabes que en todo México hoy se honra a los que se llevó la Catrina?
- Bah, yo no creo en esas mamarrachadas. ¿Cuándo has visto tú que regresen los muertos?
- Luis Alfredo, tú cómo vas a creer, si nunca hiciste bien a nadie – responde Manuel - ¿Quién quieres que ponga tu foto, si todos se alegraron de que te fueras? Si estás aquí hoy, más solo que la una, es porque nadie quiere que vuelvas, nomás. Nadie te va a levantar una ofrenda, nadie te pondrá una vela. Recoges lo que sembraste.
- Pero ¿qué dices? ¿Y tú qué, quién te crees que eres?
- Yo tampoco fui la mejor persona, cierto, pero al menos a los míos los quise, y ellos a mí. Pero ya hace mucho tiempo que me vine a este lado, ya no queda nadie que me recuerde. ¿No ves cómo estoy desapareciendo?
- Pues vete a otra parte, mal amigo – responde Luis Alfredo con rabia.
- Yo nunca fui tu amigo, Luis Alfredo. Tú nunca tuviste amigos, a todos traicionaste  – dice Manuel mientras termina de disolverse en el aire – Pero antes de irme quería tomarme un trago, para celebrar que me iba, y eso es todo lo que te queda a ti, Luis Alfredo. Sólo te queda tequila.
Luis Alfredo mira alrededor, el bar iluminado por las lámparas de bombillas rojas. Intenta levantarse, pero no puede, y comprende que seguirá allí, solo, con su botella de tequila, por toda la eternidad.


miércoles, 8 de noviembre de 2017

La noche en vela

María Elena abre la puerta, y se me aparece tan hermosa como siempre.
- ¡Goyo, por fin, qué alegría! – dice, emocionada, y al hacerlo me recuerda tanto a la María Elena de hace veinte años que casi se me saltan las lágrimas.
Nos fundimos en un abrazo. Alberto nos observa con una sonrisa divertida. Es un buen tipo y la trata no sólo como un marido tiene que tratar a su esposa, sino como ella se merece. Me hubiera gustado un tipo más… no sé… más arrojado quizás, pero si a María Elena le parece bien, quién soy yo para opinar otra cosa.
- Pero qué guapo estás – me dice María Elena. Yo me río, porque sé que es una enorme mentira. Siempre fui un tipo grande, pero ahora la panza y la papada son imposibles de ocultar.
- Male estaba contando las horas hasta que llegaras –dice Alberto. No me entusiasma que la llame así, “Male”, aunque a ella no parece importarle, e incluso parece que le gusta. Para mí siempre será María Elena, con todas las letras. Así es como la conocí en Cuernavaca, y así le he llamado siempre.
- Ay Alberto, pero ofrécele algo nomás. ¿Te quieres quitar la chamarra? – me dice - Hace calor aquí dentro.
- No, no, estoy bien – le respondo – Pero sí que me tomaría un tequilita con mi compadre. Que se note que estamos en México.
- No manches – se ríe María Elena - ¿Sólo con él? ¿Y conmigo no?
Vamos a la cocina y Alberto sirve los tequilas, y brindamos por la amistad.
- Pero esta vez te quedarás un poco más, ¿no? Un par de días, aunque sea – dice Alberto. María Elena ya ni se molesta en pedirlo, sabe que cuando termina el 2 de noviembre siempre encuentro una excusa para irme.
- Gracias, pero tengo una reunión el 3 a la que no puedo faltar – miento. Hace mucho que no tengo reuniones con nadie. Sólo con los médicos, y ya ni eso.
- Ven – me dice María Elena arrastrándome hacia el altar que ha montado. Es el mismo de todos los años, sólo las flores son frescas, y las calaveritas, pero aún falta un elemento importante, el que hace que año tras año me presente en su casa dispuesto a pasarme la noche frente a la ofrenda de María Elena.
- Aquí traigo la foto. Ya sabes que te prometí que hasta que no estuvieras tú presente, no la pondría. – me dice, y coloca la foto de Héctor delante de una vela todavía apagada. Es una foto de estudio, en color, y luce una sonrisa imponente.
Héctor siempre fue un hombre guapo, casi avasallador. Eso le hizo muy atractivo para las mujeres, y le granjeó también mucha envidia entre los hombres. Y el tipo de negocios entre los que se movía no eran lo más apropiado para éso. Ahí entraba yo. Porque, en realidad, aunque Héctor me presentaba a todos, incluso a María Elena, como su primo, nunca tuvimos parentesco. De las mentiras de Héctor sabía mucho. Al fin y al cabo, yo era su guardaespaldas.
- Tengo que decirles que me parece muy bonito esto que hacen; velar la memoria de este hombre así, durante veinte años – dice Alberto – Hasta me causa un poco de celos, ya ven.
- Oh, no seas tonto. Héctor fue mi primer amor – responde María Elena – Nos íbamos a casar, ya estaba todo preparado cuando un malnacido lo mató.
- Lo sé amor… es sólo que no sé si alguna vez me querrás igual que le quisiste a él – dice su marido.
Me da un poco de reparo que aireen sus intimidades y sentimientos delante de mi. Yo no soy así. Yo soy más de guardarme las cosas, sobre todo cuando desvelar secretos no sirve para nada. Por ejemplo, ¿qué hubiera sido de María Elena si se hubiera enterado de que, para Héctor, ella fue al principio tan sólo una conquista más? Hasta que se enteró del dinero de la familia de ella, claro. Se prometieron justo cuando los turbios negocios en los que él andaba mezclado empezaron a irle mal. Su plan era eliminarla una vez casados y quedarse así con toda su fortuna.
- Héctor se hacía querer – dice María Elena mientras enciende la vela frente a la foto de su antiguo prometido – Pero está ya en el pasado. Goyo me ayudó a superar el trance. ¿Te acuerdas cuánto buscaron a su asesino y nunca apareció, Goyito?
Asiento con la cabeza. Cómo olvidarlo. Lo maté yo. Tres tiros en la cabeza. Podía perdonar que engañara a la mujer que yo amaba en secreto, pero no que le quisiera hacer daño.
María Elena sigue hablando, pero yo tengo la vista fija en la foto de Héctor. Desde que la luz de la vela iluminó su foto, le veo, como cada Día de Muertos. Y sé que él me ve a mí.
Por eso vengo, aunque María Elena piense que es por respeto, o por cariño hacia el que nunca fue mi primo. Vengo porque sé que nada le gustaría más a Héctor que atacarla a ella, llevar a cabo sus planes que yo desbaraté. Llevo veinte años mirándole a los ojos, sin quitarme la chaqueta, para que nadie vea que en la cartuchera guardo una pistola -  la misma con la que le mandé al otro mundo - y que todavía tiene unas balas con su nombre, por si se le ocurre saltar hasta aquí.

Temía no poder estar siempre aquí, en este día en el que los muertos se asoman a nuestro mundo, por eso convencí a María Elena de que éste sería nuestro particular homenaje a tu memoria, Héctor.  Ella no sabrá nunca tus intenciones, ni que te maté yo, ni tampoco le diré que este es el último año que estaré a este lado del altar. El cáncer ya está avanzado. A partir de ahora, la protegeré desde el otro lado. Por siempre.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Mijita, despierta

Mijita despierta, que hoy vamos a montar la ofrenda. Sí, ya sé que es temprano, pero hoy es el Día de los Muertos, mijita, ya vamos tarde. ¡Venga, apúrale que vamos a ser las últimas de todo México, no manches!
Primero el altar, claro, es la base para todo. En el armario está guardado el que ponemos siempre, agárralo ¿quieres? Es bonito, de cartón, adornado con muchos colores. Súbete en la silla, así, ¿llegas? Claro que llegas ya, qué mayor estás.
Lo adornamos con flores, las de cempasúchil florecen después de las lluvias, y están los mercados llenos de ellas en estas fechas. Huelen muy bien, dicen que son para guiar a los que vuelven. Mira aquí están, en la cocina, las compró la abuelita, junto con el pan de muerto, que no puede faltar. Pon las flores y el pan en el altar, así, muy bien, mijita. Y ahora las calaveritas de azúcar, son mis favoritas. Las tuyas también, ¿verdad? Sí, claro, puedes comerte una, qué ricas. Yo las pruebo luego, niña linda, muchas gracias.
Ya casi estamos, falta el papel picado, en mi casa nunca falta. Después, con los años, tú ya añades lo que veas, la botana, la cruz, la sal, el espejo… En cada sitio lo hacen de una forma, todas valen, claro.

¡Ay, las fotos! Qué tonta, se nos olvidaban las fotos, son casi lo más importante, para que sepan que nos acordamos de ellos, aunque falten el resto del año. Sí, mijita, pon la mía también, claro. Yo ya sé que no sólo te acuerdas de mí estos días, pero poco a poco te irás olvidando. Es normal, es ley de vida. Pon la ofrenda cada año, que no se te olvide, para que pueda venir a ver cómo creces y te conviertes en una mujer. Yo no faltaré a mi cita, niña linda, aquí estaré todos los años, mi amor, mijita.