miércoles, 8 de noviembre de 2017

La noche en vela

María Elena abre la puerta, y se me aparece tan hermosa como siempre.
- ¡Goyo, por fin, qué alegría! – dice, emocionada, y al hacerlo me recuerda tanto a la María Elena de hace veinte años que casi se me saltan las lágrimas.
Nos fundimos en un abrazo. Alberto nos observa con una sonrisa divertida. Es un buen tipo y la trata no sólo como un marido tiene que tratar a su esposa, sino como ella se merece. Me hubiera gustado un tipo más… no sé… más arrojado quizás, pero si a María Elena le parece bien, quién soy yo para opinar otra cosa.
- Pero qué guapo estás – me dice María Elena. Yo me río, porque sé que es una enorme mentira. Siempre fui un tipo grande, pero ahora la panza y la papada son imposibles de ocultar.
- Male estaba contando las horas hasta que llegaras –dice Alberto. No me entusiasma que la llame así, “Male”, aunque a ella no parece importarle, e incluso parece que le gusta. Para mí siempre será María Elena, con todas las letras. Así es como la conocí en Cuernavaca, y así le he llamado siempre.
- Ay Alberto, pero ofrécele algo nomás. ¿Te quieres quitar la chamarra? – me dice - Hace calor aquí dentro.
- No, no, estoy bien – le respondo – Pero sí que me tomaría un tequilita con mi compadre. Que se note que estamos en México.
- No manches – se ríe María Elena - ¿Sólo con él? ¿Y conmigo no?
Vamos a la cocina y Alberto sirve los tequilas, y brindamos por la amistad.
- Pero esta vez te quedarás un poco más, ¿no? Un par de días, aunque sea – dice Alberto. María Elena ya ni se molesta en pedirlo, sabe que cuando termina el 2 de noviembre siempre encuentro una excusa para irme.
- Gracias, pero tengo una reunión el 3 a la que no puedo faltar – miento. Hace mucho que no tengo reuniones con nadie. Sólo con los médicos, y ya ni eso.
- Ven – me dice María Elena arrastrándome hacia el altar que ha montado. Es el mismo de todos los años, sólo las flores son frescas, y las calaveritas, pero aún falta un elemento importante, el que hace que año tras año me presente en su casa dispuesto a pasarme la noche frente a la ofrenda de María Elena.
- Aquí traigo la foto. Ya sabes que te prometí que hasta que no estuvieras tú presente, no la pondría. – me dice, y coloca la foto de Héctor delante de una vela todavía apagada. Es una foto de estudio, en color, y luce una sonrisa imponente.
Héctor siempre fue un hombre guapo, casi avasallador. Eso le hizo muy atractivo para las mujeres, y le granjeó también mucha envidia entre los hombres. Y el tipo de negocios entre los que se movía no eran lo más apropiado para éso. Ahí entraba yo. Porque, en realidad, aunque Héctor me presentaba a todos, incluso a María Elena, como su primo, nunca tuvimos parentesco. De las mentiras de Héctor sabía mucho. Al fin y al cabo, yo era su guardaespaldas.
- Tengo que decirles que me parece muy bonito esto que hacen; velar la memoria de este hombre así, durante veinte años – dice Alberto – Hasta me causa un poco de celos, ya ven.
- Oh, no seas tonto. Héctor fue mi primer amor – responde María Elena – Nos íbamos a casar, ya estaba todo preparado cuando un malnacido lo mató.
- Lo sé amor… es sólo que no sé si alguna vez me querrás igual que le quisiste a él – dice su marido.
Me da un poco de reparo que aireen sus intimidades y sentimientos delante de mi. Yo no soy así. Yo soy más de guardarme las cosas, sobre todo cuando desvelar secretos no sirve para nada. Por ejemplo, ¿qué hubiera sido de María Elena si se hubiera enterado de que, para Héctor, ella fue al principio tan sólo una conquista más? Hasta que se enteró del dinero de la familia de ella, claro. Se prometieron justo cuando los turbios negocios en los que él andaba mezclado empezaron a irle mal. Su plan era eliminarla una vez casados y quedarse así con toda su fortuna.
- Héctor se hacía querer – dice María Elena mientras enciende la vela frente a la foto de su antiguo prometido – Pero está ya en el pasado. Goyo me ayudó a superar el trance. ¿Te acuerdas cuánto buscaron a su asesino y nunca apareció, Goyito?
Asiento con la cabeza. Cómo olvidarlo. Lo maté yo. Tres tiros en la cabeza. Podía perdonar que engañara a la mujer que yo amaba en secreto, pero no que le quisiera hacer daño.
María Elena sigue hablando, pero yo tengo la vista fija en la foto de Héctor. Desde que la luz de la vela iluminó su foto, le veo, como cada Día de Muertos. Y sé que él me ve a mí.
Por eso vengo, aunque María Elena piense que es por respeto, o por cariño hacia el que nunca fue mi primo. Vengo porque sé que nada le gustaría más a Héctor que atacarla a ella, llevar a cabo sus planes que yo desbaraté. Llevo veinte años mirándole a los ojos, sin quitarme la chaqueta, para que nadie vea que en la cartuchera guardo una pistola -  la misma con la que le mandé al otro mundo - y que todavía tiene unas balas con su nombre, por si se le ocurre saltar hasta aquí.

Temía no poder estar siempre aquí, en este día en el que los muertos se asoman a nuestro mundo, por eso convencí a María Elena de que éste sería nuestro particular homenaje a tu memoria, Héctor.  Ella no sabrá nunca tus intenciones, ni que te maté yo, ni tampoco le diré que este es el último año que estaré a este lado del altar. El cáncer ya está avanzado. A partir de ahora, la protegeré desde el otro lado. Por siempre.

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