A pesar de ser una noche sin luna, el fuego en cubierta
alumbraba la sangrienta lucha que siguió al abordaje, recortando con un rojizo resplandor
las siluetas de los tripulantes de ambas embarcaciones. Enfrascados en una
lucha desigual, los corsarios del Belle Fille casi doblaban en número a los marineros del Falcon, la balandra que el temerario
Joseph Creek había comandado con astucia hasta apenas unos minutos antes,
cuando la bala de un mosquete terminó haciéndole perder la cabeza, literalmente.
Joao había guardado el cuerpo del capitán hasta
cerciorarse de que, en efecto, pocas esperanzas existían de una recuperación. La
tripulación, desconocedora de aquella muerte, se lanzó al ataque, o mejor dicho, a la defensa, con la misma rabia con la
que se habían arrojado a otras batallas anteriores. El joven Joao, en cambio,
consiguió mantener sus instintos bajo control el tiempo suficiente como para
evaluar lo sucedido, sumar dos y dos, y llegar a la conclusión de que aquella contienda estaba
perdida. Con sigilo, se escabulló hacia el camarote del legendario capitán
Creek y abrió la puerta.
- Lárgate de aquí – le gritó una voz femenina, al tiempo
que algo rozaba su cabeza y se estrellaba contra la pared. Una mirada fugaz identificó
el objeto, antes de que se hiciera añicos. Se trataba de una de las delicadas tazas de
porcelana que el capitán reservaba para tomar el té con sus más elegantes
visitas.
- Señorita, soy Joao. Joao do Santos. Me temo que el
capitán nos ha dejado.
- ¿Se ha ido? – respondió la mujer con extrañeza,
sosteniendo en sus manos otra de las tazas.
- Más que irse, se ha muerto.
- Pero, ¿cómo?
- Mediante una bala de mosquete, mayormente.
- Entonces, ¿es cierto que nos están atacando?
Joao suspiró. El estruendo de la contienda era
inequívoco, y los cañonazos que habían precedido al abordaje difícilmente
podían haber sido ignorados por aquella joven.
- La Belle Fille
nos ha dado alcance, señorita.
- ¿Los franceses? El capitán Creek me aseguró que nuestro
barco era mucho más rápido.
Joao se encogió de hombros. Apenas una hora antes, por la
cuenta que le traía, hubiera defendido el juicio de su capitán. Ahora, con éste
muerto, y con más hombres del bricbarca francés a bordo que los del propio Falcon, de poco serviría.
- No durará mucho la batalla, señorita. Y créame, cuando
termine, quedará usted en manos del capitán de la Belle Fille.
- Eso no debe suceder. – dijo la joven con espanto.
- Venga conmigo. Podemos aprovechar la confusión y fletar
la lancha con sigilo. La costa está cerca y antes del amanecer podríamos
desembarcar cerca de San Juan.
La joven asintió, y Joao, abriendo camino y desenvainando
su alfanje, dirigió a la joven a través del barco, poniendo cuidado en evitar la
refriega. Cuando llegaron a la lancha, comenzó a deshacer los
nudos que la unían a la nave. Una repentina voz a su espalda, no obstante, le hizo girarse
sobresaltado.
- Vaya, vaya. El joven Santos quiere quedarse él solo con
el botín.
A pesar de que en la penumbra le era imposible distinguir
las facciones del que le hablaba, la ronca voz del Turco era inconfundible, así como la daga que brillaba mortífera en
su mano derecha. Joao había dejado su alfanje en el suelo mientras bajaba la
lancha al mar, por lo que pocas esperanzas tenía de salir por su propio pie de la
refriega.
- La señorita, según recuerdo, vale su peso en oro, ¿no
es verdad señorita Peñalinda? – continuó el
Turco.
- Sinceramente espero que sea algo más – respondió ella,
malhumorada – Poco me conoce mi padre, el gobernador, si tan sólo ofrece mi
peso. ¡Qué miseria!
Probablemente el Turco
no se esperaba tal respuesta, por lo que por un segundo quedó confundido,
momento que aprovechó Joao para abalanzarse sobre su alfanje.
En circunstancias normales, el joven Santos ni siquiera
hubiera llegado a sostener su arma, puesto que la rapidez y la destreza del Turco con su acero era legendaria, pero
ninguno de ellos se esperaba que el Turco
recibiera, precisamente en aquel momento, y en plena frente, el impacto de una
de las famosas y elegantes tazas del capitán Creek. La joven Elisenda Peñalinda
había recorrido, tras Joao, la distancia que mediaba entre el camarote y la lancha, con
otra de las tazas en sus manos, olvidada de ella desde que el portugués
irrumpiera en los aposentos del capitán. Aquella taza estrellándose en la cabeza del Turco, le proporcionó a
Joao el tiempo suficiente para levantar su alfanje del suelo e interponerlo
entre su cuerpo y el de su enemigo. Ambos rodaron por el suelo, pero sólo uno
consiguió levantarse. Aunque dolorido y ensangrentado, Santos seguía vivo.
Unos minutos más tarde, la pareja se alejaba de los dos
barcos, donde la batalla aún continuaba, y remando Santos en silencio, y
descansando la joven, pugnaban por obtener una ventaja que les permitiera alcanzar la costa antes de que en la Belle
Fille alguien se diera cuenta de lo ocurrido.
- ¿Está usted bien? – preguntó la joven, al notar que a
Joao cada vez le costaba más manejar los remos.
- Me temo que no, señorita. El Turco me clavó su daga en el estómago, y creo que no voy a poder
vivir para disfrutar las riquezas que me corresponderían por devolverla sana y
salva a su señor padre.
- Vaya, pues es una pena.
Los pescadores empezaban a arremolinarse, curiosos por
saber quién sería aquella elegante señorita que llegaba hasta su playa en una
lancha conducida por un joven marino de dudosa procedencia. Ahora que la mañana
había alejado la oscuridad, Joao se volvió para descubrir que el Falcon
se hundía y el Belle Fille tiraba la toalla y ponía
proa en dirección contraria a ellos.
- Una pena, sí – pensaba Joao mientras cerraba los ojos y
se dejaba morir.
Elisenda Peñalinda mientras tanto, disfrutaba de aquella
aventura en el mar, pensando ya en cómo contárselo a sus amigas.