miércoles, 2 de agosto de 2017

Una de piratas

A pesar de ser una noche sin luna, el fuego en cubierta alumbraba la sangrienta lucha que siguió al abordaje, recortando con un rojizo resplandor las siluetas de los tripulantes de ambas embarcaciones. Enfrascados en una lucha desigual, los corsarios del Belle Fille casi doblaban en número a los marineros del Falcon, la balandra que el temerario Joseph Creek había comandado con astucia hasta apenas unos minutos antes, cuando la bala de un mosquete terminó haciéndole perder la cabeza, literalmente.
Joao había guardado el cuerpo del capitán hasta cerciorarse de que, en efecto, pocas esperanzas existían de una recuperación. La tripulación, desconocedora de aquella muerte, se lanzó al ataque, o mejor dicho, a la defensa, con la misma rabia con la que se habían arrojado a otras batallas anteriores. El joven Joao, en cambio, consiguió mantener sus instintos bajo control el tiempo suficiente como para evaluar lo sucedido, sumar dos y dos, y llegar a la conclusión de que aquella contienda estaba perdida. Con sigilo, se escabulló hacia el camarote del legendario capitán Creek y abrió la puerta.
- Lárgate de aquí – le gritó una voz femenina, al tiempo que algo rozaba su cabeza y se estrellaba contra la pared. Una mirada fugaz identificó el objeto, antes de que se hiciera añicos. Se trataba de una de las delicadas tazas de porcelana que el capitán reservaba para tomar el té con sus más elegantes visitas.
- Señorita, soy Joao. Joao do Santos. Me temo que el capitán nos ha dejado.
- ¿Se ha ido? – respondió la mujer con extrañeza, sosteniendo en sus manos otra de las tazas.
- Más que irse, se ha muerto.
- Pero, ¿cómo?
- Mediante una bala de mosquete, mayormente.
- Entonces, ¿es cierto que nos están atacando?
Joao suspiró. El estruendo de la contienda era inequívoco, y los cañonazos que habían precedido al abordaje difícilmente podían haber sido ignorados por aquella joven.
- La Belle Fille nos ha dado alcance, señorita.
- ¿Los franceses? El capitán Creek me aseguró que nuestro barco era mucho más rápido.
Joao se encogió de hombros. Apenas una hora antes, por la cuenta que le traía, hubiera defendido el juicio de su capitán. Ahora, con éste muerto, y con más hombres del bricbarca francés a bordo que los del propio Falcon, de poco serviría.
- No durará mucho la batalla, señorita. Y créame, cuando termine, quedará usted en manos del capitán de la Belle Fille.
- Eso no debe suceder. – dijo la joven con espanto.
- Venga conmigo. Podemos aprovechar la confusión y fletar la lancha con sigilo. La costa está cerca y antes del amanecer podríamos desembarcar cerca de San Juan.
La joven asintió, y Joao, abriendo camino y desenvainando su alfanje, dirigió a la joven a través del barco, poniendo cuidado en evitar la refriega. Cuando llegaron a la lancha, comenzó a deshacer los nudos que la unían a la nave. Una repentina voz a su espalda, no obstante, le hizo girarse sobresaltado.
- Vaya, vaya. El joven Santos quiere quedarse él solo con el botín.
A pesar de que en la penumbra le era imposible distinguir las facciones del que le hablaba, la ronca voz del Turco era inconfundible, así como la daga que brillaba mortífera en su mano derecha. Joao había dejado su alfanje en el suelo mientras bajaba la lancha al mar, por lo que pocas esperanzas tenía de salir por su propio pie de la refriega.
- La señorita, según recuerdo, vale su peso en oro, ¿no es verdad señorita Peñalinda? – continuó el Turco.
- Sinceramente espero que sea algo más – respondió ella, malhumorada – Poco me conoce mi padre, el gobernador, si tan sólo ofrece mi peso. ¡Qué miseria!
Probablemente el Turco no se esperaba tal respuesta, por lo que por un segundo quedó confundido, momento que aprovechó Joao para abalanzarse sobre su alfanje.
En circunstancias normales, el joven Santos ni siquiera hubiera llegado a sostener su arma, puesto que la rapidez y la destreza del Turco con su acero era legendaria, pero ninguno de ellos se esperaba que el Turco recibiera, precisamente en aquel momento, y en plena frente, el impacto de una de las famosas y elegantes tazas del capitán Creek. La joven Elisenda Peñalinda había recorrido, tras Joao, la distancia que mediaba entre el camarote y la lancha, con otra de las tazas en sus manos, olvidada de ella desde que el portugués irrumpiera en los aposentos del capitán. Aquella taza estrellándose en la cabeza del Turco, le proporcionó a Joao el tiempo suficiente para levantar su alfanje del suelo e interponerlo entre su cuerpo y el de su enemigo. Ambos rodaron por el suelo, pero sólo uno consiguió levantarse. Aunque dolorido y ensangrentado, Santos seguía vivo.
Unos minutos más tarde, la pareja se alejaba de los dos barcos, donde la batalla aún continuaba, y remando Santos en silencio, y descansando la joven, pugnaban por obtener una ventaja que les permitiera alcanzar la costa antes de que en la Belle Fille alguien se diera cuenta de lo ocurrido.
- ¿Está usted bien? – preguntó la joven, al notar que a Joao cada vez le costaba más manejar los remos.
- Me temo que no, señorita. El Turco me clavó su daga en el estómago, y creo que no voy a poder vivir para disfrutar las riquezas que me corresponderían por devolverla sana y salva a su señor padre.
- Vaya, pues es una pena.
Los pescadores empezaban a arremolinarse, curiosos por saber quién sería aquella elegante señorita que llegaba hasta su playa en una lancha conducida por un joven marino de dudosa procedencia. Ahora que la mañana había alejado la oscuridad, Joao se volvió para descubrir que el Falcon se hundía y el Belle Fille tiraba la toalla y ponía proa en dirección contraria a ellos.
- Una pena, sí – pensaba Joao mientras cerraba los ojos y se dejaba morir.
Elisenda Peñalinda mientras tanto, disfrutaba de aquella aventura en el mar, pensando ya en cómo contárselo a sus amigas.

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