domingo, 6 de agosto de 2017

Roque y el mar

Empiezo a sospechar que no le gusto al mar. Mira que a mí me encanta: el olor a salitre, la brisa marina, el vaivén de las olas, la espuma que se forma al estrellarse la marea contra las rocas… Pero por más que yo me encuentre a gusto en mi barco, surcando las aguas como un lobo marino y con una sonrisa de oreja a oreja, siempre hay algo que no termina de salirme del todo bien.
Como aquella vez que pesqué una sirena. Vaya chasco. Sí, mitad mujer, mitad pez, pero resulta que la que yo rescaté de mis redes tenía las mitades que no eran. O aquella ocasión en la que, haciendo submarinismo, encontré una cadena y pretendí subirla a mi barco. ¿Cómo iba a saber yo que, en realidad, esa cadena estaba enganchada al tapón del fondo del mar? Hasta que me di cuenta, la que se armó, madre mía. Todavía hay pueblos en la costa que no me lo perdonan. Bueno, en la costa, ya no. Ahora son eso que ellos llaman “segunda línea de playa” y los turistas, en cambio, denominan “segunda línea de playa, mis cojones”.
Hablando de playa, ¿acaso hay algo más bonito que contemplar un atardecer, tumbado sobre la arena, viendo el sol esconderse tras la línea del horizonte? Es que éso, además de bello, es gratis. Que no digo que admirar el paisaje desde lo alto de una montaña no sea también algo excelso, pero se me antoja mucho más complicado. Hay que andar mucho, y cargar con una mochila, y contratar a un sherpa y tal y Pascual. Con lo fácil que es bajarse a la playa. Bueno, menos en algunos pueblos, que ya no es tan fácil como solía ser, desde lo de la cadena.
La cuestión es que, estando en mi tumbona, contemplando arrobado aquella puesta de sol me dije: “Oye Roque, ¿y si vamos a ver dónde se oculta el sol todas las noches?”. Roque soy yo. No me contesté porque era una pregunta más retórica que otra cosa, y porque la gente que aún quedaba en la playa, en su mayoría parejitas cariñosas y zalameras, ya me miraba extrañada, preguntándose con quién estaría hablando y cuánto faltaría para que me fuera. En cualquier caso, me conocía a mí mismo lo suficiente como para saber que no podía decir que no a tamaño desafío.
A mi es que es ponerme un reto por delante, y me crezco. Como aquella vez que en Comandancia se habían quedado sin sal y allí fui yo, con mi barco hasta arriba de cajas de repuesto. Por desgracia, con las prisas, en lugar de sal había llevado azúcar. ¿Quién no ha confundido la sal y el azúcar alguna vez? El caso es que en Comandancia, el señor que estaba a cargo ese día de salar el mar debía ser nuevo, porque si no, no entiendo que se fiara de cualquiera que llegara diciendo “Aquí Roque, aquí unas cajas de sal”. Total, que el hombre vertió todas las cajas que yo le llevé en la máquina ésa de salar que tienen en Comandancia. Sin comprobarlo ni nada. Qué trabajo le costaba chuparse un dedo y mojarlo en el contenido de las cajas. Pues no, que decía que eso era una guarrada, que después el mar iba a saber a dedo chupado. Claro, después las culpas, para Roque. “¿Quién es ése Roque?”, me dijo. “Pues yo”, le respondí, porque en este caso se trataba de una pregunta normal, y no retórica. En fin, por esa razón, durante unos meses el mar no estaba salado, sino dulce. Esto es así, y todavía hay algunos pueblos de pescadores que no me lo perdonan.
Total, que esa misma noche, la del romántico atardecer en la playa, me monté en mi barco y estuve navegando a todo trapo detrás del sol. A veces parecía que estaba a punto de alcanzarlo, pero de pronto llegaba una ola y se estrellaba contra el casco, y otra vez me cogía ventaja. Hasta que de pronto se acabó el mar.
Sí, sí. No me miren así, que yo también me asusté. Toda la vida pensando que el mundo era redondo y resulta que era una leyenda urbana. Menos mal que eché el ancla justo a tiempo, pero aquí estoy, colgando del mundo, como un llavero. He llamado a Comandancia, pero el señor que ha cogido el teléfono es el mismo del incidente de la sal y el azúcar y me ha dicho que me va a ayudar Rita.
No sé si Rita es la sirena, pero ya llevo un rato aquí y me estoy empezando a marear, así que si no les importa preguntar por ahí, a ver si la tal Rita viene a rescatarme. Díganle que es de parte de Roque. Que soy yo. Y a ser posible, no lo vayan diciendo por ciertos pueblos, que ya saben que hay cosas que no me perdonan.



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