Despierto en esta oscuridad salada, en este retablo de
piezas de coral; los peces se han alimentado de mí, pero de alguna forma mi
alma aún sigue intacta. Caí a la mar embravecida la noche que fui a buscarla,
nuestro encuentro socavado por la tragedia. Me yergo cual Lázaro al tercer día,
pero no es un Mesías el que de mí se apiada, sino el fondo del océano el que me
alberga en mi nueva existencia no viva y no muerta, el que me recibe con las
algas envolviendo mi cuerpo hinchado y descompuesto. Moluscos se adhieren a mis
dentelleados huesos, y con un mortal suspiro exhalo el último aire que restaba
en mis pulmones inundados. Pugno por cumplir mi destino: mis pies dejan de ser
ancla en la arena, los peces y los caballitos de mar me empujan para que avance
a través de las aguas y las corrientes, y me acerque hasta ella, sostenido a
cada paso por crustáceos diminutos, aupado por la marea, que me deja en la
playa con ternura.
Tortugas dejan su mundo acuático por un instante, para
transportar mi cuerpo inerte por la arena. Una legión de cangrejos abandona su
guarida y ayuda en aquella locura. Es el poder del amor el que los conjura a
rehacer la historia. Sí, fue un error que no nos reuniéramos, y ahora es vital
corregir aquella herida abierta en el devenir del universo. Así clamé ante la
madre Gaia cuando mi espíritu se dirigía al Hades. Gaia ha escuchado.
Las gaviotas se abalanzan sobre mí, y con mimo me
arrastran más allá de la orilla. Roedores surgen de la maleza y acuden raudos;
hormigas, y cucarachas también se acercan, cada una cargando con su parte del despojo
que antes era mi carne. Marchan en pavoroso desfile en busca de mi amada.
Gatos y perros, grillos y escarabajos se unen a la
comitiva. Avanzamos por entre las solitarias calles; el aire alrededor aún
caliente, aire de verano, pastoso y dulce, con aroma a yodo y a crema para
después del sol. Llegamos a los apartamentos donde se hospeda; los árboles prestan
sus ramas sosteniendo lo que una vez fue mi cuerpo como si de una desmadejada
marioneta se tratase; las hierbas acarician mis yertas extremidades y las
flores decoran con sus pétalos las cuencas de mis ojos otrora vacías, ahora
habitadas por caracoles, larvas y gusanos.
Escorpiones y arañas abren el paso, y bajo las puertas la
buscan, a ella. Dejan a su paso miradas asustadas y muecas de pavor, culparán
después al alcohol y las pesadillas de aquel mal sueño. Entramos al fin en un
apartamento, pero no es el suyo, es otra la chica. Se le parece, pero no es
ella. Su gesto de terror se congela al apreciar el inmenso cortejo que me acompaña.
- Perdón, apartamento equivocado – quiero decir, pero el
mar y sus criaturas acabaron con mi lengua cuando era uno con el oscuro océano
y Gaia aún no había obrado el milagro. Antes de que grite la chica, la que no
es ella, culebras, ratas y ratones la cubren, la devoran, tan rápido que no le
da tiempo a entender lo que sucede; el grito de horror ahogado en la garganta
no llega a nacer. No es un castigo, es un honor, es un premio, es volver al
estado primigenio, es retornar a ser tierra y polvo, fango y ceniza.
Seguimos, nuestro empeño indestructible. Hemos de cumplir
la misión sagrada que se nos ha impuesto: reunir lo que nunca debió separarse,
el amor verdadero no debió ser disuelto esta vez, y menos por algo tan pueril
como un resbalón cuando nadie mira en la cubierta del ferry.
Por fin llegamos a su apartamento. Esta vez sí. Es ella.
Podría distinguirla entre millones de mujeres. Habla por teléfono, y a pesar de
que ya hace tiempo que las orejas no forman parte de mi calavera, puedo
escuchar, de alguna forma, su delicada voz al otro lado de la puerta:
- Pues de tíos aquí fatal, tía. Me ligué uno que estaba
más o menos potable, pero el muy gilipollas ni vino a la cita. Mejor, porque el
pavo tenía pinta de engancharse, y yo lo que necesitaba era un “aquí te pillo,
aquí te mato”, qué quieres que te diga. Tú ya me entiendes.
Las estrellas de mar sobre mis hombros se encogen, las
mariposas recién transmutadas, humildes orugas hace apenas unas horas, esconden
su rostro tras sus recién estrenadas alas, moscas y mosquitos frotan sus patas
en mi dirección; todos los animales y plantas se giran para mirarme, y en la
lejanía escucho a Gaia que dice “Manda huevos”.
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