Manuela se miró al espejo del aparador, de camino al salón,
y soltó un momento el andador para ahuecarse un poco el pelo. Hacía mucho tiempo
que necesitaba pasarse por la peluquería, pero ya vendría el momento de poder
hacerlo. Y, sin embargo…
Retomó su camino, no sin antes volver a asegurarse que
llevaba el teléfono móvil en el bolsillo de la bata. Con lo que costaba hacer
el camino del dormitorio al salón, como para tener que volver a hacerlo porque
llegara la hora de la videollamada y, como ayer, se hubiera dejado el móvil
cargando encima de la mesilla. Su hijo Carlos le había dicho que, para utilizar
el móvil, lo hiciera en el salón, que había mejor cobertura, pero alguien le
había dejado enchufado el cargador allí en la mesilla, y a ella le daba cierto
miedo cambiarlo de sitio, no fuera a estropearse. Pero bueno, ya cuando esto
acabase se pasaría su nieta Cristina por allí y se lo pediría. Aunque, para
entonces…
Manuela colocó el móvil en la mesita, apoyado en un par
de bobinas de hilo, sobre uno de sus lados, y con la pantalla mirando hacia
ella. Sujetarlo en las manos todo el tiempo, durante la llamada, le cansaba
mucho el brazo. Tenía que ir al médico, ya le dijeron que igual había que poner
una prótesis. Hasta tenía una cita con el traumatólogo, pero la habían
cancelado por lo del virus. Ya le llamarían para hacerla. Y aun así…
Se acomodó en el sillón. Todavía quedaba para que sonara
el móvil. No eran las ocho. Lo sabía porque aún no se escuchaban los aplausos
afuera. Su hija Pilar le había regalado aquel móvil, que era igual de
incomprensible para ella que el anterior. Mira que le había explicado veces su
nieta Cristina cómo ver los mensajes y cómo borrarlos. Lo entendía en el
momento, pero en cuanto Cristina salía por la puerta era como si todo lo
aprendido se borrara de su memoria. Al menos con estas «videollamadas», era
fácil. Cuando empezaba a sonar, le daba al símbolo que aparecía en la pantalla,
y que Cristina le había dicho que era una cámara y ya está. Como si fuera magia
aparecían allí, en la pantalla, sus hijos: Carlos, Pilar, e incluso Alberto,
que vive en Alemania desde hacía tres años. Podía verlos, y hablar con ellos.
Ellos le veían a ella, y aunque a veces seguir la conversación era complicado,
a ella se le iluminaba el corazón solo de verlos. Eso los domingos, como hoy,
pero el resto de días también hablaba con ellos, uno a uno. Cada día. Se
turnaban. No tenía muy claro qué día le tocaba a cada uno, pero le daba igual.
Ellos sabían.
Y es por eso que Manuela se sentía muy culpable.
Por la tele veía el sufrimiento de estos días, las
familias destrozadas, los médicos y las enfermeras al borde del llanto, el
aislamiento en casa, tantos niños y adultos sin poder salir. Y ella, sin
embargo, estaba mejor que nunca.
Sí, antes su nieta Cristina venía a verla, pero desde que
se había echado novio sus visitas se habían espaciado y cada vez eran más
cortas. Normal, ella era una mujercita, tenía que estar a sus cosas, no haciéndole
caso a una vieja como ella, que ni siquiera sabía usar el móvil.
Sus vecinos antes casi ni la miraban. Ahora se interesaban
por ella, se ofrecían a hacerle la compra, incluso le traían comida recién hecha.
Vaya mano que tenían algunos con la cocina. Hasta estaba engordando.
Sus hijos antes no venían de visita. Ella lo entendía, pero
es que casi nunca llamaban, y cuando lo hacían siempre parecía que tuvieran
prisa. Ahora no pasa un día sin hablar con al menos uno de ellos. Y no solo
hablaba. Los veía.
Y es por eso que Manuela duerme con remordimientos. Y ni
siquiera se atreve a decírselo a nadie. Porque Manuela reza cada noche para
que, a ser posible, este confinamiento dure todavía un poco más. No mucho, no.
Pero sí un poco más.
Dan las ocho y media, y suena el móvil. Aparece ese
dibujito que Cristina dice que es una cámara. De dónde sacarán esas ideas los
jóvenes. Manuela sonríe cuando aparecen sus hijos en la pantalla. «Sólo un poco
más», piensa. Sólo un poco más.