viernes, 8 de mayo de 2020

Atraco a las diez

Peralta arrugó el ceño al ver entrar a los cinco viejos en el banco. Hasta ahora, el nuevo empleado de seguridad había cumplido con su labor, dejando a entrar a los clientes de uno en uno. A Peralta no le había hecho gracia que nadie le hubiera avisado de que por fin le enviaban al nuevo «segurata». Cuando llegó a abrir por la mañana ya estaba en la puerta, esperando y con la mascarilla puesta.
—Al que madruga Dios le ayuda —le dijo, ufano.
Peralta torció el gesto. Nunca le habían gustado los refranes. Además, de primeras no le dio buena impresión: el uniforme le venía grande, y aunque no le veía la cara con la dichosa mascarilla, se podía adivinar que era mucho más mayor de lo que cabía esperar. Menos mal que su trabajo era sencillo: dejar entrar al público de uno en uno; hasta que no saliera el que estaba dentro, no entraba el siguiente. Fácil. Lo había hecho sin problemas hasta aquel momento, pero ahora, ¿a cuenta de qué entraban cinco a la vez?
Peralta miró la hora. Eran las diez ya, la hora de los mayores. Pero en lugar de entrar de uno en uno, allí estaban aquellos cinco viejos. Todos con sus mascarillas, como sus empleados (él no llevaba porque era el director y se había gastado una pasta en ortodoncia para que ahora no pudiera lucir su dentadura perfecta). Se sonrió al darse cuenta de que, además, los cinco clientes recién entrados llevaban su carrito de la compra, e iban en chándal. El mismo modelo. Seguro que se había puesto de moda.
—¡Esto es un atraco! —gritó uno de los recién llegados.
—¡Cuidadito con los botones de alarma, que me da el Parkinson y tiro del gatillo! —dijo otro.
Peralta pulsó el botón de alarma silenciosa. En menos de cinco minutos tendría allí a la policía. Serán mayores, pero también principiantes. Le hizo gracia ese pensamiento. Tenía que comentárselo a Yáñez, que siempre le reía las gracias.
—Peralta, a ver, abre el camino, que vamos a la cámara acorazada —dijo uno de los atracadores, encañonándolo con su arma y borrándole la sonrisa de golpe. Eso de que se supieran su nombre, no le gustaba nada.
—La cámara de seguridad tiene apertura retardada, no puede abrirse manualmente —dijo el director de la sucursal con un hilillo de voz.
—Tú tira para la cámara, y déjate de historias, Peraltita —respondió el atracador.
Peralta miró alrededor. Sus subordinados, sin embargo, le ignoraron. Incluso Yáñez, que debía haberse ofrecido a guiar él al viejo aquel en su lugar. Se sintió un poco defraudado. Vale que les había hecho la vida imposible a sus empleados durante el último año, pero aun así... Desagradecidos.
—Aquí es —dijo Peralta—. Pero ya le he dicho que, aunque meta el código, no se abre, porque tiene apertura…
—Mételo y cállate ya —le cortó el atracador.
Peralta tragó saliva. La policía estaba tardando mucho. El tipo se veía muy mayor, más de setenta años por lo menos. Por un instante se le ocurrió hacerle frente, pero en seguida recordó la escopeta que le apuntaba, y la idea se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos. Tendría que meter su código y la puerta no se abriría y aquel tipo la pagaría con él.
La puerta de la cámara se abrió. Los atracadores entraron y comenzaron a cargar los carritos de la compra con los billetes. Peralta no podía creerlo. Estaban robando SU banco. Unos viejos. ¿Y dónde estaba la policía?
Todo terminó en un pispás. Los atracadores salieron de allí, con sus carritos de la compra llenos de dinero, y se perdieron por las callejuelas, cada uno por un lado. Unos señores (y señoras) mayores con mascarilla, nada sospechoso. El de seguridad, al salir los atracadores, bloqueó la puerta y también desapareció. Era obvio que estaba conchabado.
Peralta siguió, con cara de tonto, empeñado en que la policía estaría al llegar. Al final, fue Yáñez el que les llamó por su móvil personal. La alarma no había sonado. El por qué no había funcionado y la razón por la que la cámara acorazada se abrió, sin esperar a su hora, siguieron siendo misterios durante un largo tiempo.
No tanto tiempo tardaron las cosas en volver a la normalidad en casi todos los sitios, entre ellos, el Centro de Día para Mayores. Si Peralta se hubiera pasado por allí hubiera visto a Matías y Eugenia, y a Fernando y Adelita, dos de las parejas a las que Peralta había vendido en el pasado acciones preferentes, cuando era un comercial sin escrúpulos y le daba igual llevarlos a la ruina con tal de cobrar una comisión. También estaba Zacarías, que hasta el día del atraco, no conocía a Peralta, pero que, casualidad, tenía un uniforme de la empresa de seguridad donde trabajó su hijo una época.
Además, Peralta hubiera visto a Raúl González, el informático al que, cuando trabajaba en la central, había despedido porque «ya estaba mayor» y «no estaba al día» de las nuevas tecnologías. No lo hubiera reconocido, claro. Hacía ya mucho de eso. Raúl González era un experto en COBOL, uno de esos lenguajes que tiene más de 60 años. Pero, aunque los nuevos programadores utilizan lenguajes más modernos y en boga para añadir funcionalidades, o para parchear lo ya existente, la primera capa de programación, al menos en el banco donde trabaja Peralta, está hecha en COBOL. Para Raúl no hubiera sido difícil introducir una variación que dejaran inservibles la alarma «silenciosa» a la policía o la apertura retardada de la alarma. Y si, por una de esas casualidades de la vida, el yerno de Raúl se apellidara Yáñez, e introdujera dicha modificación (por error, claro, faltaría más) en el terminal que usa en la sucursal, entonces, igual se haría realidad aquel refrán que dice que «más sabe el diablo por viejo, que por diablo».
A Peralta, no obstante, no le gustan los refranes.

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