sábado, 9 de mayo de 2020

Videollamada a las ocho y media


Manuela se miró al espejo del aparador, de camino al salón, y soltó un momento el andador para ahuecarse un poco el pelo. Hacía mucho tiempo que necesitaba pasarse por la peluquería, pero ya vendría el momento de poder hacerlo. Y, sin embargo…
Retomó su camino, no sin antes volver a asegurarse que llevaba el teléfono móvil en el bolsillo de la bata. Con lo que costaba hacer el camino del dormitorio al salón, como para tener que volver a hacerlo porque llegara la hora de la videollamada y, como ayer, se hubiera dejado el móvil cargando encima de la mesilla. Su hijo Carlos le había dicho que, para utilizar el móvil, lo hiciera en el salón, que había mejor cobertura, pero alguien le había dejado enchufado el cargador allí en la mesilla, y a ella le daba cierto miedo cambiarlo de sitio, no fuera a estropearse. Pero bueno, ya cuando esto acabase se pasaría su nieta Cristina por allí y se lo pediría. Aunque, para entonces…
Manuela colocó el móvil en la mesita, apoyado en un par de bobinas de hilo, sobre uno de sus lados, y con la pantalla mirando hacia ella. Sujetarlo en las manos todo el tiempo, durante la llamada, le cansaba mucho el brazo. Tenía que ir al médico, ya le dijeron que igual había que poner una prótesis. Hasta tenía una cita con el traumatólogo, pero la habían cancelado por lo del virus. Ya le llamarían para hacerla. Y aun así…
Se acomodó en el sillón. Todavía quedaba para que sonara el móvil. No eran las ocho. Lo sabía porque aún no se escuchaban los aplausos afuera. Su hija Pilar le había regalado aquel móvil, que era igual de incomprensible para ella que el anterior. Mira que le había explicado veces su nieta Cristina cómo ver los mensajes y cómo borrarlos. Lo entendía en el momento, pero en cuanto Cristina salía por la puerta era como si todo lo aprendido se borrara de su memoria. Al menos con estas «videollamadas», era fácil. Cuando empezaba a sonar, le daba al símbolo que aparecía en la pantalla, y que Cristina le había dicho que era una cámara y ya está. Como si fuera magia aparecían allí, en la pantalla, sus hijos: Carlos, Pilar, e incluso Alberto, que vive en Alemania desde hacía tres años. Podía verlos, y hablar con ellos. Ellos le veían a ella, y aunque a veces seguir la conversación era complicado, a ella se le iluminaba el corazón solo de verlos. Eso los domingos, como hoy, pero el resto de días también hablaba con ellos, uno a uno. Cada día. Se turnaban. No tenía muy claro qué día le tocaba a cada uno, pero le daba igual. Ellos sabían.
Y es por eso que Manuela se sentía muy culpable.
Por la tele veía el sufrimiento de estos días, las familias destrozadas, los médicos y las enfermeras al borde del llanto, el aislamiento en casa, tantos niños y adultos sin poder salir. Y ella, sin embargo, estaba mejor que nunca.
Sí, antes su nieta Cristina venía a verla, pero desde que se había echado novio sus visitas se habían espaciado y cada vez eran más cortas. Normal, ella era una mujercita, tenía que estar a sus cosas, no haciéndole caso a una vieja como ella, que ni siquiera sabía usar el móvil.
Sus vecinos antes casi ni la miraban. Ahora se interesaban por ella, se ofrecían a hacerle la compra, incluso le traían comida recién hecha. Vaya mano que tenían algunos con la cocina. Hasta estaba engordando.
Sus hijos antes no venían de visita. Ella lo entendía, pero es que casi nunca llamaban, y cuando lo hacían siempre parecía que tuvieran prisa. Ahora no pasa un día sin hablar con al menos uno de ellos. Y no solo hablaba. Los veía.
Y es por eso que Manuela duerme con remordimientos. Y ni siquiera se atreve a decírselo a nadie. Porque Manuela reza cada noche para que, a ser posible, este confinamiento dure todavía un poco más. No mucho, no. Pero sí un poco más.
Dan las ocho y media, y suena el móvil. Aparece ese dibujito que Cristina dice que es una cámara. De dónde sacarán esas ideas los jóvenes. Manuela sonríe cuando aparecen sus hijos en la pantalla. «Sólo un poco más», piensa. Sólo un poco más.


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