sábado, 10 de noviembre de 2018

Esperando


No puedo llevar tanto tiempo aquí, pero no recuerdo cómo ni cuándo llegué. De todas formas la memoria en un sitio como este no es de fiar. Ni el tiempo. Debería estar más cansado de tanto esperar, que es lo único que hago, pero el caso, es que me encuentro igual que siempre, ni bien ni mal. Eso sí, no sé muy bien qué espero. Debería levantarme e ir a preguntar cuánto falta, pero me da vergüenza no saber qué decir si me responden «¿cuánto falta para qué?».
¿Y dónde está Amanda, y los niños? ¿No estarán preocupados por mi? Los niños no. Estarán con sus vídeos de Youtube y su Fortnite. Pero Amanda sí, claro. De todas formas, no creo que sepan dónde estoy. No lo sé ni yo. Pero bueno, Youtube y Fortnite mediante, supongo que me echan de menos, como yo a ellos. Siempre hago amago de mirar mi móvil, para ver si Amanda me ha llamado, y explicarle que todo esto es muy raro, que la gente viene y se sientan, y esperan, y que yo, claro, hago lo mismo. Pero es inútil, siempre me olvido que no tengo el teléfono. Se me rompió cuando me atropelló aquel coche. Ya me habían avisado que el tráfico en Ciudad de México era una locura. Yo les miré de forma un poco despectiva, lo reconozco. Es un defecto que tengo, no lo puedo evitar. Como cuando me contaban lo de la costumbre que tienen aquí el Día de los Muertos, de poner un altar con las flores y las velas, y las fotos de los seres queridos que ya faltan. Me puede la pedantería y, antes de darme cuenta, ya estaba criticando con suficiencia esa costumbre, calificándola de «superstición ignorante».  No está bien, no. Debería tener más respeto, me dice siempre Amanda. Yo le digo a éso que tanta tolerancia no lleva a ningún sitio y que, pues nada, repartamos todo nuestro dinero entre los pobres y los drogadictos, a ver qué le parece. Igual me dejo llevar un poco por mi carácter.
A veces me pregunto qué hago cuando no estoy esperando. Y no tengo respuesta. Creo que estoy durmiendo. Dormir y esperar, eso es todo. Debe ser un sueño profundo, eso sí, porque no tengo conciencia de quedarme dormido. A ver si voy a tener narcolepsia. Cuando vuelva a Madrid debería ir al médico de empresa, a que me lo mire sin falta.
Otra cosa que me he dado cuenta es que aquí resulta que, siempre que despierto, es treinta y uno de octubre. No me lo explico. Si yo tenía que estar de vuelta en la oficina el quince de septiembre. Espero que don Alberto, el director, sea comprensivo. Al fin y al cabo, me ha atropellado un coche, eso tiene que contar para algo. No es que doliera, la verdad, aunque debería haberlo hecho; me dio un buen golpe, de los de no contarlo después.
Todo este asunto sería para preocuparse de no ser porque no estoy solo, aquí hay muchos que esperan conmigo también. Aun así, la verdad es que casi nadie me hace mucho caso. Deben ser todos locales. Esperan, como yo, solo que la mayoría, tarde o temprano se levantan cuando les llaman, y van vete a saber dónde: no sé a dónde se dirigen, porque a mi nunca me nombran. No deben ir muy lejos, porque siempre vuelven, antes o después. Yo sigo aquí, sentado, cuando retornan. Casi todos vienen sonrientes, algunos con lágrimas en los ojos, hablando de cómo ha engordado la nuera, o qué guapa está la hija, o cuánto han crecido los nietos. Me miran con lástima al ver que sigo sin moverme de mi sitio y murmuran, pero yo hago como que no escucho, como que es normal pasarse aquí las horas sin nada que hacer, esperando en vano a que alguien diga mi nombre.
A veces pienso, eso sí, que quiero mucho a Amanda, pero que debería esforzarse un poco más en adaptarse a otras culturas. Donde fueres haz lo que vieres, que dice siempre don Alberto, que es un hombre muy viajado. Hay que respetar a otros pueblos y la forma que tienen de hacer las cosas, dice él. No es que don Alberto viaje muy lejos, porque le da miedo volar. Pero lo suple viajando cerca, pero muy a menudo. En cualquier caso, él sabe mucho, que para eso es director, y si lo dice por algo será. Y si el día de los muertos aquí ponen su altarcito, sus florecitas y su fotito, pues oye, que tampoco cuesta tanto, puñetas. Si tuviera el móvil a mano, le ponía un whatsapp explicándole todo a esto a Amanda, pero me está dando a mi que aquí no va a haber wifi.

sábado, 3 de noviembre de 2018

El último día de muertos de Porfirio Díaz


Porfirio deja atrás las luces y el bullicio de las calles parisinas y sube las escaleras del apartamento que tienen alquilado. No son muchos los escalones, pero se le hace difícil; al fin y al cabo, sus ochenta y cuatro años recién cumplidos pesan lo suyo. A pesar de ello, ni una sola queja ha salido de sus labios. No hasta entonces y no ahora, pero desde luego, menos aún si Carmelita estuviera presente. Es como admitir que es ya un anciano. Más de treinta años de diferencia entre ambos se notan ya a estas alturas de la vida.
 Aun así, Porfirio se resiste a claudicar. No lo va a hacer frente a una vulgar escalera, solo faltaba. Bufa con desprecio bajo su poblado bigote y acomete los últimos peldaños con una rabia que no sabe muy bien de donde ha salido.
Tampoco tiene muy claro por qué se ha escabullido de la celebración que tradicionalmente preside con su mujer cada año. «Ay, Carmelita, qué haría sin ti», piensa. La colonia mejicana en París todavía la trata como a una Primera Dama, mejor aún que a él, y el Día de los Muertos es algo que atrae mucho la atención, no solo de los mejicanos allí residentes, sino de los propios franceses. Les resulta pintoresco. Ella en esas situaciones está en su salsa, se le nota que disfruta, y él la deja hacer y deshacer. De hecho, Carmen lleva la voz cantante en sus vidas desde que abandonaron México.
No hubiera costado nada hacerla partícipe de por qué había decidido retirarse antes de tiempo. Y, aun así, es algo que quiere hacer solo.
Porfirio abre la puerta del apartamento, y a grandes zancadas, se dirige sin titubeo al pequeño altar que Carmelita ha preparado con cariño, siguiendo la tradición familiar  y nacional, ésa que mezcla sin vergüenza tradiciones preaztecas y católicas en un colorido batiburrillo fervoroso. Las personas que desde las fotografías rodeadas de velas parecen mirarle con un gesto adusto y cansado, solo le suenan ligeramente. Casi todos son de la familia de ella.
Porfirio extrae, del bolsillo interior de su levita otra fotografía, ésta recortada de un periódico antiguo. Lleva allí olvidada más de un año. Hoy, sin embargo, ha dado con ella por casualidad, al rebuscar por sus bolsillos en busca de un pañuelo. Ha olvidado por qué guardó esa fotografía, pero allí estaba. El hombre cuyo retrato había publicado el periódico contempla a Porfirio con seriedad, un poco seco quizás. Juzgándole, casi.
Con cuidado, para no deshacer la disposición del altar que Carmelita ha preparado con tanto mimo en recuerdo de los suyos, coloca en él la foto de aquel hombre.
—Te lo dije —dice Porfirio en voz alta—. Con buenas intenciones no se gobierna México.
Desde la fotografía, Francisco Madero parece querer replicarle. Porfirio resopla de nuevo. Si existe un más allá, desde allí le estará observando aquel hombrecillo. Y no duda que no lo verá con agrado. «Peor para él», piensa. Él, con casi toda seguridad, morirá en el sueño en su propia cama, después de dedicar los últimos años de su vida a viajar por toda Europa, por Egipto, incluso. A Madero, en cambio, le mataron a tiros, como a un perro al que es mejor sacrificar antes de que se revuelva y enseñe los dientes.
—Y tú, ¿qué sacaste de todo esto? —le dice.
La fotografía en blanco y negro sigue en silencio. A Porfirio le empiezan a temblar las piernas y busca una silla en la que sentarse.
Cuando Carmelita entra en el apartamento, tan sólo unas cenizas quedan del retrato.
—¿Qué pasó? No es propio de ti irte de un acto de esa forma —le dice Carmen, frunciendo el ceño al tiempo que se despoja de su abrigo.
—Estaba cansado —dice Porfirio—. Creo que me he hecho mayor. Y también creo que debemos mudarnos a un apartamento sin escaleras, Carmelita. Me he hecho viejo. De hecho, quizás ya me ha llegado la hora de descansar, ¿no crees?