sábado, 3 de noviembre de 2018

El último día de muertos de Porfirio Díaz


Porfirio deja atrás las luces y el bullicio de las calles parisinas y sube las escaleras del apartamento que tienen alquilado. No son muchos los escalones, pero se le hace difícil; al fin y al cabo, sus ochenta y cuatro años recién cumplidos pesan lo suyo. A pesar de ello, ni una sola queja ha salido de sus labios. No hasta entonces y no ahora, pero desde luego, menos aún si Carmelita estuviera presente. Es como admitir que es ya un anciano. Más de treinta años de diferencia entre ambos se notan ya a estas alturas de la vida.
 Aun así, Porfirio se resiste a claudicar. No lo va a hacer frente a una vulgar escalera, solo faltaba. Bufa con desprecio bajo su poblado bigote y acomete los últimos peldaños con una rabia que no sabe muy bien de donde ha salido.
Tampoco tiene muy claro por qué se ha escabullido de la celebración que tradicionalmente preside con su mujer cada año. «Ay, Carmelita, qué haría sin ti», piensa. La colonia mejicana en París todavía la trata como a una Primera Dama, mejor aún que a él, y el Día de los Muertos es algo que atrae mucho la atención, no solo de los mejicanos allí residentes, sino de los propios franceses. Les resulta pintoresco. Ella en esas situaciones está en su salsa, se le nota que disfruta, y él la deja hacer y deshacer. De hecho, Carmen lleva la voz cantante en sus vidas desde que abandonaron México.
No hubiera costado nada hacerla partícipe de por qué había decidido retirarse antes de tiempo. Y, aun así, es algo que quiere hacer solo.
Porfirio abre la puerta del apartamento, y a grandes zancadas, se dirige sin titubeo al pequeño altar que Carmelita ha preparado con cariño, siguiendo la tradición familiar  y nacional, ésa que mezcla sin vergüenza tradiciones preaztecas y católicas en un colorido batiburrillo fervoroso. Las personas que desde las fotografías rodeadas de velas parecen mirarle con un gesto adusto y cansado, solo le suenan ligeramente. Casi todos son de la familia de ella.
Porfirio extrae, del bolsillo interior de su levita otra fotografía, ésta recortada de un periódico antiguo. Lleva allí olvidada más de un año. Hoy, sin embargo, ha dado con ella por casualidad, al rebuscar por sus bolsillos en busca de un pañuelo. Ha olvidado por qué guardó esa fotografía, pero allí estaba. El hombre cuyo retrato había publicado el periódico contempla a Porfirio con seriedad, un poco seco quizás. Juzgándole, casi.
Con cuidado, para no deshacer la disposición del altar que Carmelita ha preparado con tanto mimo en recuerdo de los suyos, coloca en él la foto de aquel hombre.
—Te lo dije —dice Porfirio en voz alta—. Con buenas intenciones no se gobierna México.
Desde la fotografía, Francisco Madero parece querer replicarle. Porfirio resopla de nuevo. Si existe un más allá, desde allí le estará observando aquel hombrecillo. Y no duda que no lo verá con agrado. «Peor para él», piensa. Él, con casi toda seguridad, morirá en el sueño en su propia cama, después de dedicar los últimos años de su vida a viajar por toda Europa, por Egipto, incluso. A Madero, en cambio, le mataron a tiros, como a un perro al que es mejor sacrificar antes de que se revuelva y enseñe los dientes.
—Y tú, ¿qué sacaste de todo esto? —le dice.
La fotografía en blanco y negro sigue en silencio. A Porfirio le empiezan a temblar las piernas y busca una silla en la que sentarse.
Cuando Carmelita entra en el apartamento, tan sólo unas cenizas quedan del retrato.
—¿Qué pasó? No es propio de ti irte de un acto de esa forma —le dice Carmen, frunciendo el ceño al tiempo que se despoja de su abrigo.
—Estaba cansado —dice Porfirio—. Creo que me he hecho mayor. Y también creo que debemos mudarnos a un apartamento sin escaleras, Carmelita. Me he hecho viejo. De hecho, quizás ya me ha llegado la hora de descansar, ¿no crees?

No hay comentarios:

Publicar un comentario