Porfirio deja atrás las luces y el bullicio de las calles
parisinas y sube las escaleras del apartamento que tienen alquilado. No son
muchos los escalones, pero se le hace difícil; al fin y al cabo, sus ochenta y
cuatro años recién cumplidos pesan lo suyo. A pesar de ello, ni una sola queja
ha salido de sus labios. No hasta entonces y no ahora, pero desde luego, menos
aún si Carmelita estuviera presente. Es como admitir que es ya un anciano. Más
de treinta años de diferencia entre ambos se notan ya a estas alturas de la
vida.
Aun así, Porfirio se
resiste a claudicar. No lo va a hacer frente a una vulgar escalera, solo faltaba.
Bufa con desprecio bajo su poblado bigote y acomete los últimos peldaños con una
rabia que no sabe muy bien de donde ha salido.
Tampoco tiene muy claro por qué se ha escabullido de la
celebración que tradicionalmente preside con su mujer cada año. «Ay, Carmelita,
qué haría sin ti», piensa. La colonia mejicana en París todavía la trata como a
una Primera Dama, mejor aún que a él, y el Día de los Muertos es algo que atrae
mucho la atención, no solo de los mejicanos allí residentes, sino de los
propios franceses. Les resulta pintoresco. Ella en esas situaciones está en su
salsa, se le nota que disfruta, y él la deja hacer y deshacer. De hecho, Carmen
lleva la voz cantante en sus vidas desde que abandonaron México.
No hubiera costado nada hacerla partícipe de por qué
había decidido retirarse antes de tiempo. Y, aun así, es algo que quiere hacer
solo.
Porfirio abre la puerta del apartamento, y a grandes
zancadas, se dirige sin titubeo al pequeño altar que Carmelita ha preparado con
cariño, siguiendo la tradición familiar
y nacional, ésa que mezcla sin vergüenza tradiciones preaztecas y
católicas en un colorido batiburrillo fervoroso. Las personas que desde las
fotografías rodeadas de velas parecen mirarle con un gesto adusto y cansado, solo
le suenan ligeramente. Casi todos son de la familia de ella.
Porfirio extrae, del bolsillo interior de su levita otra
fotografía, ésta recortada de un periódico antiguo. Lleva allí olvidada más de
un año. Hoy, sin embargo, ha dado con ella por casualidad, al rebuscar por sus
bolsillos en busca de un pañuelo. Ha olvidado por qué guardó esa fotografía,
pero allí estaba. El hombre cuyo retrato había publicado el periódico contempla
a Porfirio con seriedad, un poco seco quizás. Juzgándole, casi.
Con cuidado, para no deshacer la disposición del altar
que Carmelita ha preparado con tanto mimo en recuerdo de los suyos, coloca en
él la foto de aquel hombre.
—Te lo dije —dice Porfirio en voz alta—. Con buenas
intenciones no se gobierna México.
Desde la fotografía, Francisco Madero parece querer
replicarle. Porfirio resopla de nuevo. Si existe un más allá, desde allí le estará observando aquel hombrecillo. Y no
duda que no lo verá con agrado. «Peor para él», piensa. Él, con casi toda
seguridad, morirá en el sueño en su propia cama, después de dedicar los últimos
años de su vida a viajar por toda Europa, por Egipto, incluso. A Madero, en
cambio, le mataron a tiros, como a un perro al que es mejor sacrificar antes de
que se revuelva y enseñe los dientes.
—Y tú, ¿qué sacaste de todo esto? —le dice.
La fotografía en blanco y negro sigue en silencio. A
Porfirio le empiezan a temblar las piernas y busca una silla en la que
sentarse.
Cuando Carmelita entra en el apartamento, tan sólo unas
cenizas quedan del retrato.
—¿Qué pasó? No es propio de ti irte de un acto de esa
forma —le dice Carmen, frunciendo el ceño al tiempo que se despoja de su
abrigo.
—Estaba cansado —dice Porfirio—. Creo que me he hecho
mayor. Y también creo que debemos mudarnos a un apartamento sin escaleras,
Carmelita. Me he hecho viejo. De hecho, quizás ya me ha llegado la hora de
descansar, ¿no crees?
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