Su padre le llamaba Jonathan, pero su madre le seguía
llamando Nashoba. Desde que el joven mestizo había visto partir a su progenitor,
vestido con la casaca azul de los patriotas, nadie le había llamado por su
nombre cristiano. No era de extrañar. La cabaña en la que Joseph Kelly se había
retirado del mundo no estaba precisamente cerca de ninguna parte. Allí, ajeno
de miradas inquisidoras, había visto crecer al hijo que su mujer, una india
chota de larga cabellera azabache, le había engendrado.
Durante la ausencia del padre, Nashoba se había dedicado
a ayudar a su madre en la huerta, aunque ésta, poco a poco se había ido malogrando.
No les preocupaba demasiado: ambos preferían ir a pescar al río cercano, o
adentrarse en el bosque a cazar conejos. Joseph Kelly les había prometido que
volvería, y cuando lo hiciera, ya serían libres. Tanto su hijo como su mujer se
sonrieron en secreto. Quizás Joseph, que era blanco, podría ser libre cuando
volviera. Ellos, sin embargo, eran ahora todo lo libres que podían llegar a ser
una india y un mestizo.
La noche anterior, sin embargo, una mujer extraña de piel
oscurísima se le apareció en sueños a Nashoba. No se asustó. La sangre
irlandesa de su padre no había apagado el fuego de los guerreros chotas en su
interior. La mujer de piel marrón le ordenó que tuviera a mano el cuchillo con
el que su padre había sacrificado el pasado invierno al cerdo que tan
amorosamente habían criado durante cerca de diez meses, y que con tanto gusto
se habían comido después. También le encomió a que se escondiera.
- Vendrá un hombre a salvaros. Pero él no lo sabe. Un
español.
- ¿Qué es un español? – preguntó Nashoba en el sueño.
- Un hombre blanco. Como los ingleses, como tu padre.
Nashoba sabía quiénes eran los ingleses. Su padre había
marchado a guerrear contra ellos. Alguna vez, incluso, le había contado Joseph
a su hijo que el rey de Inglaterra se creía dueño de aquellas tierras y de
todos los que la habitaban. El joven mestizo se extrañó. Si alguien creía esas
cosas, debía ser muy estúpido.
El chico había visto acercarse al español desde lo alto
del árbol en el que se había escondido cuando llegaron los ingleses. En una
mano llevaba un mosquete, y con la otra se aferraba el costado ensangrentado. Al
llegar al árbol, se dejó caer bajo él y cerró los ojos.
- No está muerto, aún – le dijo Marie, que así se llamaba
la mujer oscura de sus sueños – Pero no le queda mucha vida. La suficiente.
Había tenido razón aquella mujer. El español había matado
a uno de los ingleses con su mosquete, en bayoneta, y ocupado al segundo, el
que yacía con su madre en la cama, lo suficiente como para que Nashoba le
clavara en el cuello el cuchillo de matar cerdos. Aquel día, el mestizo se
cobró sus dos primeras cabelleras inglesas. Al español le dejaron su cuero cabelludo
intacto, y lo enterraron en la huerta, con su mosquete y su uniforme sucio y
ensangrentado. Antes de morir aquel hombre que ya había llegado muerto, el hijo
del irlandés y la india chota se contempló reflejado en sus ojos. Era la misma mirada
con la que el padre Murphy le decía a Joseph Kelly que el joven Jonathan tenía
el demonio dentro.
Mientras abandonaban aquella casa y se dirigían de vuelta
a la tribu de su madre, Nashoba se preguntó si su padre conseguiría volver vivo
del frente, y si al no encontrarlos iría en su busca por entre los pantanos y
los bosques a los que los indios chota llamaban su hogar, sin importarles si el
rey de Inglaterra o el de España creían que eran de su pertenencia. Quizás le
preguntara a la negra Marie, de Baton Rouge aquella noche, en sus sueños. O
quizás no, pensó Nashoba, mientras dejaba los zapatos de niño blanco a los pies
del río.
Al fin y al cabo, era libre.
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