Salíamos al recreo como una avalancha, una marea de auténticas
fieras, que yo creo que hasta espumarajos por la boca echábamos, pero en eso igual
no pongáis mucha fe, que la memoria a veces aporta detalles de más. El caso es
que, si por uno de esos azares del destino, salíamos los primeros, y veíamos
desde lo alto de las escaleras los campos de fútbol del cole vacíos, gritábamos
con una sola voz “¡¡¡CAM-PO LIBREEEEE!!!” y corríamos hacia ellos como almas
que se lleva el diablo. Existía una ley no escrita (probablemente la misma que
estipulaba que el tercer córner seguido era penalti) por la que el primero que
llegaba podía reclamar, para si, el campo de juego durante los eternos treinta
minutos que duraba el recreo. Obviamente, los de cursos superiores se pasaban
aquella ley por el forro de los… libros de texto, digamos, y se acogían a la
ley del más fuerte, que ésa sí que era una ley como Dios manda. Al amparo de
ella, no dudaban de librar el campo a base de admoniciones, amenazas y alguna
que otra bien medida hostia. Si pasaba por allí algún profesor comprensivo, a
él nos quejábamos. Excepto a don Norberto, al que todas estas cosas le
resbalaban. Él, que presumía en las reuniones con los padres de lo mucho que le
quería el alumnado, probablemente ignoraba que le llamábamos Mortadelo a sus espaldas
– por su reluciente calva y sus gafas de culo de vaso – y que no se lo decíamos
precisamente con cariño, sino con todo el desprecio del que éramos capaz a
nuestra tierna edad. El desprecio de un niño rara vez es inmerecido.
Jugábamos al fútbol en los campos grandes, en los
pequeños, en los de baloncesto, en los de balonmano, en la calle, en los
pasillos de las casas, y si no estaba el cura, hasta en la iglesia. Donde fuera
menester, vaya. Sólo hacía falta una pelota, y a veces, ni eso. En un momento
dado, hasta una lata vacía de cualquier refresco valía. Cualquiera, sí, aunque
hubiera quien afirmara que las de cocacola eran las mejores. Hay que tener en
cuenta que eran otros tiempos y que las latas de entonces no eran como las de
ahora. Las de antes eran unas señoras latas, de las que valían su peso en oro.
El fútbol de lata era amigo de campos pequeños y pocos
jugadores. Cinco o seis a lo sumo. Si el número total no era par, es decir, si
un equipo tenía menos componentes que su contrincante, siempre había alguna
norma para compensar. Aquel día, mi equipo lo componíamos Urrutia y yo. Urrutia
era delantero y yo portero-delantero, para equilibrar la cuestión, puesto que frente
a nosotros teníamos a Otero, que era un salvaje, a Puertas y a Mariano. La
cuestión de por qué a Mariano le llamábamos por su nombre de pila, y el resto
nos conocíamos por nuestros apellidos, seguro que tenía respuesta, pero yo nunca
la conocí. Era así y ya está. El caso es que Mariano se había quedado de
portero, pero también se había quedado con hambre, así que intentaba compaginar
ambas tareas: detener los trallazos que Urrutia y yo le endilgábamos a la lata
de cocacola, y comerse el “phoskitos”. A la altura de partido en la que
estábamos, llevaba más goles encajados que bollitos engullidos.
Apenas quedaban tres minutos de recreo cuando Otero, que
es un salvaje, me dio una patada que, si hubiera algo de justicia en este mundo,
lo hubiera llevado directamente a la cárcel. Como no la hay, al menos, se
dictaminó que mínimo era penalti, y que aún así igual todavía le partía la
cara. Íbamos empatados, y Mariano se había terminado sus “phoskitos”, incluso
se había pegado en la frente uno de los cromos que venían de regalo, en claro
desafío y menosprecio de mis habilidades futbolísticas. De recochineo, vaya, porque
claro, el bueno-bueno en esto del fútbol-lata, era Urrutia, pero como Otero,
que es un salvaje, me había hecho a mi la falta, no me quedaba otro remedio que
ser yo el encargado de ejecutar la pena máxima. Otra de las reglas no escritas.
Me concentré, apurando el último minuto de recreo. Era la
oportunidad de hacer que Puertas, Mariano y Otero, que es un salvaje, nos
respetaran y mordieran el polvo. Mi intención era dirigir el balón, osea, la
lata, directamente al cromo que Mariano se había pegado en la frente. De esta forma
él, asustado, se apartaría de la trayectoria del proyectil-lata-balón y marcaríamos
el gol de la victoria. A las malas, no se apartaba, y se llevaba el latazo en
la frente, lo cual tampoco me desagradaba.
Cogí carrerilla y golpeé la lata con la punta de mis
botas y con toda la fuerza de la que fui capaz. Al momento sentí que todo había
sido en vano, el tiro iba a salir alto. De hecho, la lata voló hacia arriba casi
en vertical. Justo en ese momento, don Norberto hacía sonar su silbato, haciéndonos
saber que el recreo había terminado. E inmediatamente después, la lata caía con
toda la fuerza de la gravedad, sobre su cabeza. El movimiento reflejo que
provocó tamaño impacto hizo que las gafas salieran despedidas a su vez, cayendo
sobre el suelo y haciéndose añicos sus cristales.
Se mezclaron en una terrible sinfonía los gritos de dolor
y rabia con el bullicio de todos los niños de vuelta a sus clases. Ni que decir
tiene que nosotros no nos detuvimos a ayudar a don Norberto (siete puntos le
pusieron) y que aquel fue el último partido de fútbol-lata que Urrutia, Puertas,
Mariano, Otero, que es un salvaje, y un servidor disputamos, so pena que
Mortadelo atara cabos y descubriera a los responsables. Desde entonces, en
clase, su cabeza, además de la falta de pelo, mostraba impúdica una espléndida cicatriz.
Por culpa del fútbol, la coca cola, y de Otero, que es un salvaje.
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