Alfredo deja escapar un suspiro de resignación.
- Me cago en mi puta vida – musita para si mientras se pone
los guantes. Afuera hace un frío que pela, y aunque los guantes no son
exactamente reglamentarios y ya tienen hasta algún agujero, ni se le ocurre
salir sin ellos.
Abre la puerta del coche patrulla y sale, sin esperar a su
compañero.
- Pero qué mala hostia tienes, joder – le dice Fernando,
unos pasos más atrás.
- Mala hostia, tu puta madre – responde.
Fernando, en lugar de cabrearse se ríe. Ya está
acostumbrado a sus exabruptos. De hecho, demasiado acostumbrado. "Si es que parecéis
que sois pareja, pero de verdad", le suele decir Encarna. Normalmente se lo dice
entre risas, pero otras veces se lo suelta con su poquito de bilis. Sólo un
poquito, Encarna en el fondo es un cacho de pan.
- Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Pues toca trabajar hoy, y
ya está.
Alfredo se detiene, hasta que su compañero llega a su
altura.
- Y ya está, no. Nochebuena le tocaba a Ramírez y a
Peñalba. Nos la han metido pero bien – le dice aún cabreado – Y además, ¿qué
pasa, que no había nadie más cerca para este aviso? Joder, que ésto está en el
quinto coño.
Fernando asiente, sin contestar. Sabe que es mejor
esperar a que se le pase un poco el cabreo. Por un momento a punto está de
decirle que él tendría más razones para estar enfadado, al fin y al cabo, nadie
espera a Alfredo en casa y lleva años criticando estas fiestas, pero él en
cambio, ha tenido que dejar a Encarna y a Miguel con sus padres, cenando todos
juntos. Eso sí que era peligroso, y no el barrio en el que se encontraban. Sin
él allí, de mediador, la paz y la armonía podía escapar por la ventana al
primer comentario.
- Está tranquilo ésto, ¿no? – dice al fin Fernando, rompiendo
el silencio – La última vez que vinimos nos rompieron la luna de una pedrada.
- A ver, ¿no va a estar tranquilo? Si es…
- Alfredo, joder, que ya me he enterado, que es
Nochebuena y mañana Navidad, ya. Anda, vamos, cuanto antes terminemos mejor.
En aquella parte de la ciudad las casas son de una sola
planta. A veces, de una única habitación. Encuentran finalmente la puerta
correcta y llaman al timbre. Llega ruido del
interior, pero el timbre no funciona. Fernando, temiendo un nuevo estallido de
improperios de su compañero, llama con los nudillos.
- Qué frío – dice Alfredo.
Fernando vuelve a llamar, un poco más fuerte, hasta que oyen
unos pasos acercarse a la puerta.
- ¿Quién es? – dice una voz de mujer desde el otro lado. Una
voz cansada, melancólica. Una voz que la pareja de policías ha escuchado a
menudo en el barrio, en boca de mujeres de distinta edad, raza y complexión.
- Policía – dice Alfredo – Hemos recibido una llamada,
creo que han encontrado a un anciano extraviado.
Se abre la puerta. Es una mujer de unos treinta años,
pero bien podría tener cincuenta. Arrugas prematuras y bolsas debajo de los
ojos anuncian que la vida no ha sido fácil para ella. Aún así, sonríe. Hay una luz
que parece desprender esa sonrisa y que sorprende a los dos agentes.
- Sí, aquí está. Parece que salió del asilo y no sabe
volver. ¡Raúl! – grita de repente.
Un niño responde desde dentro.
- ¡Trae a Nicolás, que ya ha llegado su “taxi”! – dice la
mujer a voces, con una sonrisa pícara.
Unos instantes más tarde aparece un niño de unos ocho
años que trae de la mano a un anciano. Alfredo y Fernando se miran por un
instante. El hombre debe tener como cien años, a tenor de las arrugas que siembran
su cara. Está delgado y encorvado, y anda a pasos lentos y cortos, pero en su
cara brilla la misma sonrisa radiante que en la de la mujer y el niño.
- Pero ¿cómo ha llegado este hombre desde el asilo hasta
aquí? – pregunta Alfredo – Si está en la otra punta de la ciudad.
Es una pregunta retórica, claro. Cosas más extrañas han
visto.
La mujer y el niño se abrazan al anciano para despedirse
antes de dejarle en manos de la pareja de policías. Alfredo le ofrece su brazo
para ayudarle a caminar hasta el coche patrulla.
- Don Nicolás Santos, ¿verdad? – pregunta – No se
preocupe que le llevamos de vuelta al asilo. Yo creo que aún alcanza a algo de
cena, ¿no crees Fernando?
El interpelado asiente. Siempre le maravilla aquella
transformación de su compañero, cómo pasa de ogro a ángel cuando se trata de
ancianos y niños. Paso a paso, llegan al vehículo que, sorprendentemente, sigue
con los cristales de las ventanas intactas.
Fernando se pone al volante y circulan por calles
desiertas, iluminadas por las luces de Navidad. El anciano dormita en el
asiento de atrás, y Alfredo está extrañamente silencioso.
- Muchas gracias por el paseo. Está bonita la noche. –
dice el anciano, repentinamente lúcido al detenerse el coche en la puerta del
asilo – Me recuerda a cuando era joven. Qué tiempos.
En seguida, un empleado de la residencia, solícito, ayuda
al anciano a entrar en ella. Fernando saca su teléfono móvil y marca el número
de casa.
- Creo que se ha dejado algo – dice Alfredo mientras,
recogiendo un paquete del asiento de atrás.
- Pues ahí
pone tu nombre – dice su compañero, señalando una etiqueta adherida al papel de
regalo en el que está envuelto el bulto.
Encarna, al fin, descuelga el teléfono de casa.
- ¿Sí? – responde.
- ¿Sabes lo que habíamos hablado de que ya era hora de decirle
la verdad sobre Santa Claus a Miguel? – dice Fernando.
Alfredo sonríe ampliamente, los faros del coche patrulla
alumbran el letrero de la Residencia de Ancianos Reyes Magos. Tiene unos
guantes nuevos, a medio desenvolver en sus manos.
- Que igual no tiene prisa. Ninguna prisa.
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