A Mateo casi se le había olvidado lo inhóspito del clima
británico, pero pronto el frío que sentía en sus huesos le refrescó la memoria.
Bien era cierto que el joven Sanz, en su corta temporada pasada, antaño, en el
país, no había sufrido los rigores del Whitechapel londinense de finales del
siglo XIX, dónde y cuándo se encontraba ahora, sino que, por el contrario,
había disfrutado de la vida bohemia y hasta cierto punto acomodada, del colegio
mayor de Saint Aidan’s, en el campus de la Universidad de Durham. Aquella
experiencia, ahora que arrastraba sus botas por entre charcos de lluvia, orines
y vómitos, intentando discernir donde pisar ayudado, es un decir, por la escasa
iluminación de las lámparas de gas, parecía haber quedado tan atrás en el
tiempo, que al pensar en ello y recordar que tan solo un año había pasado desde
que el general Serrano se presentó en su cuarto y trastocó de arriba abajo su
plácida (y un tanto crápula) existencia, le sorprendió sobremanera.
Es en este punto, quizás, que este humilde narrador debe
disculparse. El lector debe estar preguntándose quién es el general Serrano,
por qué y cómo cambió la vida de ese joven de mejillas rasuradas y pelo rizado
adornado por un mechón blanco, qué libro es ése que de vez en cuando consulta
cuando llega a algún cruce de calles, por qué llama la atención al observador
imparcial que el señor Sanz se siga sorprendiendo por cosas tan simples como
las trampas de la memoria… Preguntas todas ellas a las que, sin ninguna duda,
tienen derecho, pero cuyas respuestas no es posible desvelar con el detalle que
merecen, puesto que no todas forman parte de esta historia. Haremos lo posible,
no obstante, en el poco tiempo que tenemos: el general no es otro que Francisco
Serrano Bedoya, tutor de incógnito de Mateo Sanz Berwick y al tiempo, director
de la secretísima División Especial Española, en la que el joven presta sus
servicios motivado por su amor a la patria, a lo desconocido y, sobre todo, a
su propia libertad, amenazada por años de dispendios estudiantiles de universidad
en universidad a lo largo y ancho de Europa sin saber que todo aquel dinero era
debido al Tesoro de España, hecho que fue perdonado a cambio de su ingreso en
la ya citada División. El libro cuyas páginas consulta con una expresión que se
encuentra entre el asco y el dolor físico es el Impius Inveniamus, y el sólo hecho de que este libro exista, y que aun
así Mateo siga sorprendiéndose por los devenires del tiempo, debería responder a
la última pregunta.
Según la leyenda, el libro está forrado de piel humana, pero
los que lo han tocado con sus dedos desnudos opinan que la sensación que
transmite es la de que, quizás esa piel no es de hombre, sino de algo o alguien
imposible de explicar. En cualquier caso, el Impius Inveniamus, se usa para encontrar al malvado mientras está
perpetrando su crimen.
Mateo Sanz a veces lucha por entender lo que en las
páginas aparece escrito. Unas veces en latín, otras en griego, a veces en algo
que le recuerda al sánscrito. De todas esas lenguas Mateo tiene nociones básicas,
pero, aun así, todas aquellas frases terminan cobrando un sentido. Da diez
pasos al frente, y gira a la izquierda. Sigue andando, gira a la derecha… Sin
darse cuenta, va adentrándose más y más en el laberíntico barrio de
Whitechapel. Las calles se hacen más estrechas y ya las lámparas dejan de
arrojar su turbia luz. El libro parece alimentar su magia negra del propio
Mateo, quien va perdiendo sus fuerzas a medida que aquél le sigue dictando sus
instrucciones.
Sería presuntuoso por parte de este narrador no asumir
que el lector ha descubierto a estas alturas que el joven que ahora está a
punto de desfallecer al torcer la esquina, no va sino tras la pista del infame
Jack el Destripador. En efecto, el general Serrano mantiene excelentes
contactos con el Scotland Yard británico, y éste a su vez, ha sabido a través
de los Servicios Secretos Rusos que el asesino atacaría esta noche. Utilizar el
Impius Inveniamus para ayudar a
capturar a aquella bestia ha sido idea de él, y qué mejor persona para llevarla
a cabo que Mateo.
Así, al girar la esquina y adentrarse en una calle sin
salida, el joven se encuentra frente a frente con el doctor Alexander
Pedachenko en plena disección sobre los helados adoquines, de una prostituta. Su
sangriento trabajo es alumbrado por una pequeña hoguera. Sobrecogido por el dantesco
espectáculo, Mateo apenas tiene tiempo para razonar: el doctor Pedachenko,
alias conde Luiskovo, trabaja para los rusos, por lo que… todo aquel asunto de
Jack el destripador no ha sido más que una trampa para desacreditar a la
policía británica y sembrar la duda incluso sobre el propio Príncipe Alberto…
Debilitado por el maléfico poder del libro, Mateo es
incapaz de dejarlo caer y asir el revólver que guarda en su bolsillo. Observa,
impotente y aterrorizado, como el cirujano avanza hacia él armado con un
bisturí y una sonrisa triunfal.
Un disparo resuena de pronto, como un trueno, a su
espalda, y el conde Luiskovo cae abatido, con un agujero en su frente del
tamaño de una pelota pequeña. El general Serrano ha aparecido de repente, y
acercándose a Mateo arranca de sus manos el libro, arrojándolo a la hoguera. De
alguna forma, el general Serrano se las apaña para llevarse, sin ser visto, hasta
un carruaje cercano, a un débil Mateo, que se va recobrando lentamente, y al
ruso, que sigue bien muerto. Explica por el camino como, sin que él lo supiera,
le había seguido durante su divagar por Whitechapel.
- ¿Quieres saber cuál es la moraleja de toda esta
historia? – pregunta el general cuando ya el día empieza a clarear y cruzan el
puente de Londres al abrigo del carruaje.
Mateo asiente.
- Yo también – responde Francisco Serrano – Yo, también.
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