lunes, 19 de febrero de 2018

Otra vez me toca levantarme...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Otra vez me toca levantarme...".


Título: Descansar al fin


Otra vez me toca levantarme, de madrugada, porque Alicia llora en su cuna. Paco es buen padre, sí, y mejor marido, pero ya ni recuerdo cuándo dormí toda la noche de un tirón. Siempre me toca. Estoy tan cansada que a veces cierro los ojos un segundo y me quedo “traspuesta”, donde quiera que esté, incluso en la cocina, o en el súper.
O en el semáforo.
Pero, en fin, supongo que ya pronto me tocará descansar. Alicia es todavía un bebé, pero crece tan deprisa… Se olvidará de mí. Y alguna vez, Paco dejará de llorarme hasta quedarse rendido.

martes, 13 de febrero de 2018

Otra historia de amor

Nunca dejan de sorprenderme. Me paseo entre ellos intentando entender qué les ronda en la cabeza, qué les hace tan fascinantes a pesar de su fragilidad, por qué son capaces de lo mejor y de lo peor en aras del amor. Nunca he encontrado una explicación que satisfaga todas mis preguntas.
Quizás sea lo efímero de su existencia. O quizás el instinto de preservación como especie. O una mezcla de todo. O nada. No lo sé. No creo que encuentre nunca la respuesta. He experimentado mil y una vez, mezclando parejas de todas las formas posibles y hasta las imposibles, y sigo sin comprenderlo.
Desde aquí, sentado en este tejado, invisible a los mortales, tenso mi arco y tomo una flecha con punta de oro. Escojo entre el gentío otra víctima más, y sin que me tiemble el pulso dejo que la saeta surque el aire y atraviese su corazón. Contemplo embelesado el cambio que se produce, como sufre y se deleita al mismo tiempo cuando piensa en el objeto de su amor, como aparecen de repente las mariposas en el estómago y el terrible martillo de los celos.
Y de nuevo asisto en primera fila a otra historia de amor.
Cómo me gusta esta mierda.

domingo, 11 de febrero de 2018

Desde el día que murió...

Microrrelatos enviados a la XI Edición de Relatos en Cadena. La extensión debía ser de 100 palabras, sin contar con el título ni la frase inicial (la última frase del microrrelato ganador de la semana anterior).

En esta ocasión los relatos debían empezar con "Desde el día que murió...".

Título: Qué harían sin mí.

Desde el día que murió Pancho, me toca llevar esta casa adelante. Pancho era un cascarrabias, pero me enseñó bien.
A Elena decirle piropos y darle arrumacos hasta arrancarle una sonrisa, en especial en días de alto riesgo, como cuando se prueba un vestido nuevo. Con Paco, salir de paseo, y mirar para otro lado cuando se enciende un cigarrito. “El último”, dice siempre el pobre.
Pero lo más importante es el pequeño Miguel. Hay que vigilar y asustar al monstruo, ése que le da por esconderse bajo su cama, o dentro del armario.
A veces me pregunto qué harían estos humanos sin Perla.

Título: En la salud y en la enfermedad

Desde que murió paso las horas mirando aquella fotografía suya de hace treinta años. Me gusta recordarlo así, joven, fuerte, alegre, con aquella sonrisa resplandeciente. También salgo yo en la foto, mirándole embelesada. Aún no habíamos terminado la carrera, tantas ilusiones aún en nuestras tiernas miradas. Qué lejos quedaba todavía mi cátedra en farmacia. Él hubiera llegado lejos, como yo, pero claro, se tuvo que dedicar a cuidar de mi hermana. En la salud y en la enfermedad, prometieron. También está ella en la fotografía, joven y sana. Aún el cianuro no había empezado a surtir efecto. En él tardó un poco más.

sábado, 10 de febrero de 2018

Hombre lobo

La memoria de tu cuerpo en mi cuerpo,
tu recuerdo en la punta de mis dedos.
Adivino el tacto de tu piel
con los ojos cerrados,
y el alma abierta de par en par.

Sigo teniendo cadáveres en el armario
y heridas en el pecho.
Ando repleto de secretos al caer la noche
y en cada sueño vuelvo a ser
un hombre lobo más,
en este Paris
de esta noche húmeda,
con este viento que me arrastra
por callejones lóbregos
pintados de miedos y remiendos,
cargados de llantos
que una vez se creyeron gotas de lluvia
hambrientas de mares remotos.

En esta maldición que me convierte en hombre
no hay balas de plata con las que escapar,
tan sólo el recuerdo del sabor de tus besos
el color de tus caricias
y el ruido de tu mirada.

Dulce tortura en el eco de un reflejo en el cristal.

sábado, 3 de febrero de 2018

Te veo acechándome

Te veo acechándome, pero de nada te vale.
Frente a la náusea, yo escucho a Sinatra.
Afila tus garras, da igual.
Durante la quimio, tengo a Horacio Quiroga y sus cuentos de la selva, navego bajo las aguas en el Nautilus y resuelvo asesinatos con Poirot. Prueba a romper éso con tu mazo sediento de oscuridad y destrucción.
Y si al final ganas la última batalla y crees que has vencido esta guerra, si acaso te regodeas en la metástasis, y te da por llamar ya a la muerte de negro manto y afilada guadaña, borra de tu fea cara esa sonrisa malvada, abre bien los ojos y fíjate bien: quién está conmigo, quién me seguirá sujetando la mano hasta el final, en quién dejaré mi recuerdo.
Así que, pase lo que pase, salga de aquí como salga, yo sigo ganando. Lanza tu mejor golpe, que me seguiré levantando, hasta que te canses.
Porque tengo a John Wayne en La Diligencia, y tengo a los AC/DC en una autopista al infierno, y tengo el Guernica de Picasso, y tengo a Alfredo Landa en el Crack, y tengo a Les Luthiers y su Mastropiero, y tengo a Jimmy Hendrix tocando con su zurda una guitarra celestial. Y a Miguel Hernández, y a Antonio Machado, y a García Lorca. Y tengo a Cary Grant, y a James Stewart, y la voz de pato de Humphrey Bogart. Y a Lauren Bacall, que le silba, y a Katherine Hepburn con Spencer Tracy. Y a Laurel y a Hardy.
Y tengo a mis amigos.
Y tengo a mi familia.
Y me tengo a mi mismo, y esta rabia que no sabías.
Y tengo puzles por empezar y terminar, y piezas que perder y cagarme en todo. Y tengo libros que escribir, y cartas que responder, y películas que ver de nuevo en blu ray, y en lo que salga después del blu ray. Y noches en que no dormir, y cuerpos que redescubrir, y notas que firmar, y broncas que dar y recibir, y perdones que pedir y regalar. Y meriendas y cafés, y cenas a la luz de la luna, y mañanas de invierno, y tardes de verano.
Clava tu puñal si quieres: en la espalda, el pecho o en el costado. Que yo seguiré suspirando, y te seguiré enseñando este dedo anular, ¿lo ves?
Así que de frente, o de canto, o como te dé la gana, lanza tu puño y atrévete.
Porque tengo aún mucha mala leche, y respuestas a destiempo, y faltas de respeto, y preguntas incómodas, y meteduras de pata. Y los huevos cuadrados.
Así que sal de tu escondrijo, y dispara con todo lo que tengas.
Porque esta partida hace tiempo que la gané yo.

lunes, 29 de enero de 2018

El ángel y el hombre

El hombre miraba su cuerpo inánime con una triste expresión en su cara.
- Estamos tan acostumbrados a los finales felices, que nos sentimos defraudados cuando al final perdemos la batalla. – dijo el ángel, con su voz tranquila y reconfortante, apenas acompañado de un temblor en sus grandes alas mientras colocaba amorosamente, su mano en el hombro del hombre.
- Sí, lo sé. Pero siento aun esta rabia, esta impotencia de no haber sabido dar la talla. – dijo el hombre, que seguía viéndose a si mismo, aunque aquel mundo terrenal se le iba haciendo cada vez más extraño y alejado.
- Qué tontería. Diste la talla de sobra. Sólo pierden las batallas los que las luchan. Nadie gana eternamente. – dijo el ángel.
- ¿Y ellos? – preguntó el hombre.
- Ellos te llorarán, te echarán de menos, pero llegará el momento en que les reconfortará el recuerdo del tiempo que compartieron contigo.
El hombre miró la serena cara del ángel. Su cuerpo, su familia y sus amigos apenas se podían distinguir ya, tantos velos habían caído entre ellos y el hombre.
- ¿Vamos ya? – dijo el ángel.
- Vamos – respondió el hombre.

viernes, 26 de enero de 2018

Yo solo

Adrián lo intentó otra vez. Este era el día, y de aquí no pasaba. Con cuidado, se puso el adhesivo de la bolsa en la piel, esta vez sí, rodeando la colostomía. Había abusado demasiado de Isabel. Es verdad que ella no se quejaba de colocársela, y tenía unos dedos finos y hábiles, aunque con la artritis ya no eran lo que habían sido. Él en cambio, siempre había tenido unos dedazos grandes y toscos, torpes para este tipo de cosas. “A cada uno lo suyo”, pensaba. Isabel había cosido y bordado muchos años con sus manos gráciles y delicadas, y a él las suyas, fuertes y duras, le habían venido bien para el azadón o para descargar sacos de piensos del camión. Ahora, con ochenta años, y setenta y pico ella – juraría que antes tenían la misma edad, pero ya se sabe, algunas mujeres, de vez en cuando, cumplen hacia atrás – todas esas cosas tenían poca importancia. Ni Isabel bordaba ya, ni él tenía que pasarse el día doblando el lomo bajo el sol. “Y ya era hora”, pensó. No lo echaba de menos. Llevaba toda la vida trabajando. Cuando se jubiló, muchos de sus compañeros le preguntaron, con guasa, qué iba a hacer con tanto tiempo. Entre risas aseguraban que Adrián, siempre el primero en el curro sin importar el día, no aguantaría sin volver al tajo. Adrián los miraba con una sonrisa irónica. Que trabajen los jóvenes, él ya había hecho su parte. En todos los años que tan rápido habían pasado desde entonces, no se arrepintió ni por un segundo. Dedicar sus tardes a pasear con Isabel, o ver tranquilo el futbol en la tele, éso era el paraíso para él. Se lo había ganado.
Se miró en el espejo. La bolsa colgaba en su costado, todavía limpia, discreta. Así vista, no era para tanto, y sin embargo... Llevaba meses aterrado de que los demás la descubrieran y se dieran cuenta de que, al final, también él sucumbía a los años y la enfermedad. Porque Adrián, cuando se miraba al espejo no veía un señor mayor con cáncer. Él seguía viendo al Adrián invencible, el que había sido toda su vida y que siempre había ido con la cabeza bien alta. O así había sido hasta hacía bien poco. Hasta que apareció la maldita bolsa. Desde entonces, prácticamente sólo salía de casa para ir a la quimio. Le daba vergüenza que se le notara, bajo sus ropas, aquella bolsa del infierno. Entretanto, Isabel se ocupaba de todo. De poner y quitar la bolsa, de ir a la compra, hacer las camas y limpiar, de cocinar, de esperar pacientemente en la sala de espera cuando le tocaba quimio… Bendita mujer.
Se vistió la camisa, con cuidado de no tocar la bolsa, y sobre ella un jersey, granate y amplio, y salió del baño, en silencio, sin despertarla.
La noche anterior lo había dejado todo preparado: la ropa, en el baño, debajo de unas toallas; los zapatos, detrás del sofá; incluso el audífono, con pilas, encima de la mesilla. En secreto, para que no se enterara Isabel. Se guardó las llaves en el bolsillo, y de puntillas salió de casa.
Cuando Adrián volvió a casa, Isabel ya estaba en pie, y la expresión de su cara no terminaba de decidirse entre mostrar sorpresa, enfado o preocupación, o las tres al mismo tiempo.
- Te he traído churros – dijo Adrián. Su plan había sido traerle un regalo un poco más emotivo, pero había salido tan temprano que la churrería de Maricarmen era lo único que encontró abierto.
- ¿Y la bolsa? – dice Isabel, que no acierta a entender lo sucedido.
- ¿La de los churros?
- Déjame de churros. La tuya, Adrián.
- Pues me la he puesto yo solito. Como voy a hacer a partir de ahora, cuando salga a hacer los recados. Mientras pueda, ¿no?
A Isabel, un par de lágrimas se le agolparon en los ojos, aunque ella no era mujer de llorar, y menos de alegría. Sabía que Adrián, a veces, se tomaba su tiempo, pero al final, cogía el toro por los cuernos. Como siempre había hecho.
- ¿Qué pasa, ahora no te gustan los churros? – preguntó Adrián.