viernes, 30 de marzo de 2018

En la gruta


Intenté trepar por la húmeda pared de roca, pero era demasiada resbaladiza. Definitivamente, no iba a ser capaz de abandonar aquel lugar por mi mismo, al menos por donde había entrado.
- Arturo, ve a buscar ayuda, o una cuerda – le grité al hombre que con gesto preocupado me observaba desde el agujero en el techo. Para él, en el suelo, claro. Era cuestión de perspectiva.
- No tardaré – asintió. Su cara desapareció del hueco, y el resplandor del quinqué se fue alejando, dejándome en la oscuridad más absoluta. Dudé que, en efecto, no tardara: el pueblo se encontraba a varias millas de allí, y no había en las alforjas de nuestras mulas ninguna cuerda.
Extraje del bolsillo interior de mi levita una caja de cerillas, y a tientas, encendí uno de los fósforos. La vacilante llama no iluminó en demasía la cueva subterránea en la que había caído, pero al menos me sirvió para localizar mi bombín. Aquel sombrero había vivido demasiadas aventuras junto a mi como para perderlo de aquella manera tan absurda.
No sólo absurda. Era humillante que en la primera escapada que hacía con Arturo a mi cargo, terminara dependiendo de él para salir de allí. Al fin y al cabo, aunque tuviéramos la misma edad, era su jefe. Era yo, en suma, el que se supone que sabía lo que se hacía.
Una súbita corriente de aire apagó mi cerilla. No había sido capaz de discernir cuán grande era la gruta en la que me encontraba, aunque había imaginado que no sería mucha su extensión. Quizás me había equivocado, y aquella corriente de aire revelaba una salida en algún punto de ella. Y, ante la perspectiva de aguardar horas a que Arturo regresara con algún tipo de ayuda, o encontrar por mi propia mano la manera de escapar de allí, me quedaba, sin dudarlo, con la segunda opción.
Encendí una nueva cerilla y miré a mi alrededor, buscando algo que me sirviera para improvisar una rudimentaria antorcha. No encontré ningún palo, como me hubiera gustado, pero sí una piedra alargada que me recordaba a las hachas de mano utilizadas por nuestros antepasados trogloditas, como había visto ya en algún museo, herramientas toscas de sílex o pedernal. En cualquier caso, envolví un extremo de la piedra con mi pañuelo de tela, y extraje del bolsillo interior de mi levita el otro objeto que nunca puede faltar en él: mi petaca de coñac. Mojé el extremo de la piedra donde había envuelto el pañuelo con el coñac, y le prendí fuego con la casi extinta cerilla. Como antorcha dejaba mucho que desear, pero al menos, razoné, me alumbraría un trecho.
Avancé por la cueva, reflexionando sobre las circunstancias que me habían llevado hasta allí. Los campesinos de la zona habían reportado a la guardia civil cómo sus ovejas estaban siendo atacadas por algún tipo de extraña bestia. Obviamente, aquello evolucionó, o aquel caso no hubiera llegado hasta nosotros. Poco más tarde, un par de pastores también aparecieron muertos y semi-devorados, y días después de dárseles cristiana sepultura, varios testigos de la zona aseguraron haber avisado sus espíritus vagando por el bosque. Definitivamente, la División Especial debía echar un vistazo a aquello. No sólo espíritus y bestias extrañas eran el pan nuestro de cada día, sino que además, era la oportunidad perfecta para que Arturo, nuestra nueva incorporación, se metiera de lleno en nuestro trabajo. No era precisamente un joven bisoño, como bien mostraba su poblado bigote y sus maneras marciales. Arturo era un veterano de la Guerra de Cuba, ducho en el combate y con un arrojo y valentía demostrado. No obstante, aquella sería la primera vez que debía adentrarse en otro campo: el de lo sobrenatural. Si no resultaba todo aquello una patraña, como solía pasar muy a menudo. Lo más probable hubiera sido que las ovejas se las comía un lobo, que los pastores se hubieran despeñado y que los espíritus no fueran sino resultado de un exceso de vino. Hasta que vimos los restos metálicos, claro está.
Desperdigados por el monte, descubrimos los retorcidos restos de un vehículo metálico. Un vehículo que, en aquellos lares, sólo podía haber llegado desde el cielo. Y a juzgar por los matorrales ennegrecidos y las planchas de reluciente metal repartidos por una gran extensión de agreste monte, el aterrizaje no había sido agradable. De hecho, parecía imposible que nadie ni nada pudiera sobrevivir a lo que, claramente, había sido un violento impacto contra el suelo. Y, sin embargo, el rastro llevaba hasta aquella cueva en la que habíamos entrado, y por cuyo agujero en el suelo había resbalado hasta aquella gruta.
- Mateo, aquí – dijo alguien frente a mí. Reconocí la voz de Arturo. Hacia él dirigí la improvisada antorcha, y en efecto, vislumbré su adusto y marcial porte recortándose ante la débil luz de las llamas que yo portaba.
 - Encontré la salida de la cueva, ven – continuó Arturo, haciéndome un gesto para que le acompañara. Con la mano derecha.
Extraje rápidamente el revólver que siempre guardo en una cartuchera bajo mi brazo y disparé sin pensármelo dos veces a aquella criatura, antes de que se diera cuenta de que sus trucos habían fracasado. La cabeza del ser que había tomado la forma de Arturo estalló en pedazos. “Malditos metamorfos”, pensé.
La criatura comenzó a cambiar sin control mientras vertía sobre ella el resto de mi coñac y le prendía fuego con las mortecinas llamas de mi antorcha. No reconocía las caras que en terrible sucesión se formaban en aquella extraña masa extraterrestre, pero sospeché que eran las de los pastores que había asesinado. Que también había matado a mi compañero no me cabía ninguna duda, y de que lo mismo hubiera hecho conmigo, de no haber recordado que Arturo había perdido la mano derecha en la batalla de El Caney, tampoco.
No fue la última vez que me enfrenté a un metamorfo de otro planeta, pero ésa ya es otra historia.

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