viernes, 16 de marzo de 2018

Reflejos


Era ya noche cerrada cuando Ramón salió de la oficina. En la parte más alejada del parking, mal alumbrado por una farola sólo quedaba su coche. Resonaba el eco de sus pasos, lúgubres y nocturnos en el solitario descampado. Tenía frío y hambre, pero sabía que le quedaba aún media hora, al menos, para llegar a casa, así que introdujo las manos en los bolsillos del abrigo, apretó el paso y pretendió ignorar los quejidos de su estómago.
A medio camino de donde le esperaba su coche, el viento comenzó a soplar con fuerza. Ramón lo sintió azotándole el rostro, intentando colarse por entre las costuras de su abrigo. Levantó la vista, paladeando ya el resguardo de las inclemencias que su auto le prometía. Fue entonces cuando Ramón detuvo sus pasos, paralizado.
El aparcamiento debía terminar justo donde esa misma mañana había dejado su coche. A partir de allí, sólo debía haber campo. En cambio, ahora, el parking… ¿cuál era la palabra para describirlo? ¿Se repetía? A lo lejos podía visualizar un edificio exactamente igual al que acababa de dejar a su espalda. Entre el coche y aquel edificio gemelo a las oficinas donde había pasado más de doce horas entre cuadres, balances y asientos contables, Ramón podía ver a una persona detenida. Vestido igual que él. Dubitativo, asombrado. Como él mismo.
Se le ocurrió que aquello era como si alguien hubiera plantado un espejo justo a la altura en la que se encontraba su coche, y ahora todo estuviera duplicado, incluso el propio Ramón.
Dio un paso hacia delante y su doble avanzó un paso también.
Levantó la mano izquierda. El Ramón que frente a él le miraba asombrado, levantó su mano al mismo tiempo.
Ramón se tapó la cara con las manos. No podía ser. Tenía que ser un sueño. Miró entre sus dedos, y en efecto, el otro Ramón había ocultado su cara también, y arriesgaba, asimismo, una mirada furtiva para espiarle.
Todo estaba duplicado: la farola, las plazas de aparcamiento, el edificio, Ramón… Todo, excepto el coche.
Su Ford Focus era único. El punto a partir del que, hacia un lado y hacia otro, el mundo se repetía. Su coche estaba completo. No había sido cortado a la mitad, longitudinalmente, y duplicado hasta formar un Focus simétrico. No tenía, por ejemplo, dos volantes. Sólo uno. Y estaba en su lado, no en el del otro Ramón.
Buscó en los bolsillos de su abrigo hasta encontrar las llaves de su vehículo. Las sacó y apuntando hacia el coche, pulsó el botón para desbloquear las puertas. Un fugaz destello en los intermitentes le confirmó que su acción había tenido éxito. El otro Ramón también había intentado hacerlo. Exactamente al mismo tiempo. Una corazonada, no obstante, le decía que había sido él a quien el vehículo había respondido.
De alguna forma, el Ford Focus era la respuesta, lo único que había mantenido su propia individualidad en aquel mundo de simetrías. Los dos Ramones corrieron hacia el coche, cada uno desde su lado. Ambos llegaron al mismo tiempo, pero únicamente la puerta del conductor se abrió.
Ramón introdujo las llaves en el contacto, intentando no mirar al otro, que golpeaba la puerta con desesperación, y gritaba algo que él no entendía. Ignoraba si, a pesar de la exactitud con la que sus facciones y ropas coincidían, no hablaban el mismo idioma, o si era la tensión la que le hacía incapaz de comprender lo que su duplicado le decía. Con manos temblorosas, giró la llave, aterrado ante la posibilidad de que el coche no arrancara. El motor rugió, no obstante, y Ramón pisó el acelerador con todas sus fuerzas. Las ruedas del Ford resbalaron en el asfalto mal cuidado del aparcamiento, para a continuación ganar tracción, lanzando hacia delante, con violencia, al vehículo y clavando en el asiento a su aterrorizado ocupante.
Ramón, con los ojos muy abiertos, observó cómo la farola que proveía de luz al aparcamiento se abalanzaba sobre él. Por un instante, fue incapaz de reaccionar. En el siguiente, sin embargo, casi instintivamente, el joven se percató que no era la farola la que se movía, sino el coche en el que se encontraba. Dio un volantazo, y consiguió evitar estrellarse contra ella. Un chirrido que helaba la sangre sonó en el desierto aparcamiento, y el Ford se detuvo al fin, intacto y envuelto en una nube de humo con olor a gasolina y goma quemada.
Ramón miró a través de una ventana. La oficina. Lentamente, giró su cabeza hacia el otro lado, la ventana opuesta. El parking, y más allá, sólo campo. No estaba su doble. Tampoco la copia de la oficina. Todo volvía a ser como debía. No había duplicados. No había reflejos.
Ramón dejó escapar un suspiro. Sin darse cuenta, había contenido la respiración. Su corazón aún iba a mil por hora.
¿Qué había pasado allí? ¿Un mundo simétrico alternativo? Era increíble y, sin embargo, hacía apenas unos segundos, todo aquello había sido tan real como… como todo lo que ahora le rodeaba. No tenía ningún sentido. Y que su propio Ford Focus se erigiera en la clave para escapar de aquella pesadilla; éso era sin ninguna duda lo más extraño. ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido el otro Ramón el que entrara en el coche? ¿Acaso habría desaparecido él y todo su mundo, como había pasado con aquellos duplicados?
Ramón se secó el sudor de la frente, y arrancó de nuevo el coche. Quizás era mejor olvidar todo aquello. ¿Quién podría creerle? Sólo conseguiría que le tacharan de loco. Es lo que él pensaría del que le viniera con aquella historia. Era mejor seguir siendo Ramón “el contable”, quizás menos excitante, pero sin lugar a dudas, más seguro que Ramón “el tarado”.
Un poco más relajado, Ramón condujo su Ford Focus hacia el familiar letrero que decía .“Salida”

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